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Anónimo

agosto 15, 2025

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Mi experencia como Femboy en Hotel

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Llegamos a Barcelona un lunes por la mañana. Era uno de esos viajes de curro que siempre terminan por mezclarse con mis fantasías más ocultas. La empresa había reservado un hotel decente, de esos de pasillos largos con moqueta y luces tenues, perfecto para lo que ya tenía en mente desde días antes. Éramos tres: yo y dos compañeros, Sergio y Luis. Buenos tíos, algo brutos, pero inofensivos. Nada que sospecharan de lo que yo planeaba para las noches.

Después del curro, fingí estar muy cansado y me subí pronto a la habitación. Cerré la puerta del 31, eché el cerrojo, bajé las luces. El silencio del hotel me excitaba tanto como la ropa que ya tenía preparada: un conjunto de lencería negra de encaje ajustada a mi cuerpo, con medias sujetadas por liguero, un pequeño plug que ya llevaba dentro desde hacía horas, y el collar de anilla que solo me ponía en esos viajes.

Al mirarme al espejo, no veía al tipo que trabajaba en talleres, ni al colega de los lunes. Veía a lo que realmente era: una puta anónima encerrada en un cuerpo que el mundo no sospechaba.

El calor subía. Las luces del pasillo se colaban por debajo de la puerta. El corazón me golpeaba el pecho con fuerza, no de miedo, sino de adrenalina. Esa noche quería más. Mucho más. Había llevado mi móvil, ya con la cámara lista. Mi plan era simple: abrir la puerta, salir al pasillo, quedarme ahí unos segundos, grabarme y volver. Nada más… pero en ese “nada más” había todo.

Me acerqué a la puerta en puntillas, sintiendo cómo el plug se movía apenas con cada paso, estimulando más mi ansiedad. Pegué el ojo a la mirilla. Vacío. Eran las 23:18. Ya casi todos estarían durmiendo o encerrados viendo la tele. Perfecto.

Solté el pestillo con cuidado. Abrí la puerta despacio. El aire fresco del pasillo me golpeó el cuerpo desnudo entre la lencería. El corazón me latía en los oídos. Saqué un pie. Luego el otro. Estaba afuera. Totalmente expuesto, con el móvil grabando en mi mano derecha, mostrando mi cuerpo encorsetado, mi collar brillando bajo la luz, el rubor en mis mejillas.

 

En ese momento, escuché una puerta lejana abrirse. Un clic metálico. Un sonido seco. No me dio tiempo a pensar. Me giré y entré de nuevo en la habitación, cerrando la puerta con un golpe seco y conteniendo la respiración como si alguien pudiera escuchar mis gemidos desde dentro.

La grabación había salido perfecta. Me senté en la cama, desnudo salvo por la lencería, y la vi tres veces seguidas. Me masturbé sin apenas tocarme, solo presionando el plug mientras mis muslos se tensaban contra las sábanas. Me corrí fuerte, en silencio, con la cara enterrada en la almohada.

Pero al terminar, como siempre, vino ese pequeño vacío. Esa voz interior que susurra: “¿Y ahora qué?”

La noche siguiente, no salí al pasillo. Pero dejé la puerta abierta unos segundos. Me puse de rodillas frente a ella, justo dentro del umbral, con el cuerpo en sombras y el rostro apenas iluminado por la luz del pasillo. Grabé eso. Solo unos segundos. La sensación de tener la puerta abierta… sin saber si alguien podía aparecer… era tan intensa que tuve que parar.

Al día siguiente, en el ascensor, coincidí con un huésped: un hombre mayor, trajeado, mirada rápida. Me preguntó si trabajaba en la obra. Le respondí que sí, sonriendo sin mirarlo a los ojos. Al salir, me dijo con tono neutro:

—»Las noches aquí son muy tranquilas. Demasiado, a veces.»

No sé por qué, pero esas palabras se me quedaron grabadas.

Esa noche, fui más lejos.

Dejé la puerta entornada, sin cerrar. Me senté en la cama con las piernas abiertas, con el plug bien apretado y el móvil grabando desde un ángulo lejano. Esperé así, inmóvil, durante minutos. La puerta oscilaba apenas con el aire del pasillo. Cada sonido hacía que el corazón me saltara.

Imaginaba que alguien aparecía, cruzaba la línea, me tomaba del cuello y me obligaba a quedarme así, quieta, ofrecida.

Pero nadie vino.

Y aún así, esa noche me corrí dos veces, sintiéndome más perra que nunca.

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