
Por
Anónimo
Las vacaciones de mama
Mis amigas, siempre solidarias, se ofrecieron a cuidar a mi hija mientras yo «descansaba» en la playa. Lo que no sabían era que, entre cócteles y risas, había conocido a un hombre jamaiquino de mirada intensa y sonrisa cautivadora. Su voz suave y su confianza me hicieron sentir viva de una manera que había olvidado. Esa noche, mientras mi hija dormía en la habitación del hotel bajo el cuidado de mis amigas, él y yo nos perdimos en la brisa cálida de la playa, lejos de miradas curiosas. Fue un encuentro fugaz pero intenso, lleno de miradas cómplices y susurros que solo el mar escuchó.
Fue bajo la luz de la luna, con el sonido de las olas como testigo, que nuestro encuentro se volvió inolvidable. Sus manos, fuertes pero delicadas, exploraron mi cuerpo con una mezcla de curiosidad y respeto, como si supieran que era la primera vez en mucho tiempo que me permitía sentir placer. Su piel, cálida y suave, contrastaba con la brisa fresca del mar, y su aroma a coco y sal marina me envolvió por completo. Cada beso, cada caricia, era una promesa de que aquel momento no era solo físico, sino también una reconexión con mi propia sensualidad. Cuando finalmente nos fundimos en uno, fue como si el tiempo se detuviera, y por primera vez en años, me sentí completamente libre, deseada y dueña de mi propio cuerpo.
Al día siguiente, mis amigas me preguntaron con complicidad cómo había pasado la noche. Solo sonreí, agradecida por su discreción y por haberme permitido ese momento de libertad. Mi hija, feliz y ajena a todo, solo quería contarme sobre su día en la piscina. Cancún no solo fue un viaje familiar, sino también un recordatorio de que, aunque soy madre, sigo siendo una mujer con deseos y sueños. Y aquel jamaiquino, aunque solo fuera por una noche, me ayudó a recordarlo.
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