 
Por
La peor cogida de mi vida
Esta historia me da hasta pena recordarla, pero como soy una mujer que ríe hasta de sus propias desgracias, aquí te la suelto. Tendría como 22 años, recién salida de una relación y con la libido por las nubes. En esa época salía con un muchacho, negro, bien parecido, con un cuerpo que parecía tallado en ébano. Se llamaba Jean Carlos, pero todos le decían «Yan». El tipo tenía un magnetismo sexual que te dejaba bizca.
Una noche de esas calurosas de Maracaibo, decidimos ir a la playa. No a cualquier playa, no, sino a una de esas que se ponen de moda para hacer fiestas, con música a todo volumen y gente por todos lados. Llegamos como a las once de la noche, con una neverita llena de cervezas y las ganas de pasarla bien. Yo me puse un vestidito floreado, super corto y sin nada debajo, porque ya tú sabes, las intenciones no eran precisamente bañarme en el mar.
Tomamos, bailamos un poco en la orilla, nos reímos… y el calor del alcohol se nos subió a la cabeza. Yan me empezó a besar, ahí mismo, con todo el mundo alrededor, y sus manos no paraban de recorrerme. Yo, prendida como vela de cumpleaños, le susurré al oído: «¿Y si nos metemos al agua?». La idea era excitante, peligrosa, la posibilidad de que alguien nos viera le daba ese toque de morbo que a mí siempre me ha vuelto loca.
Él, ni lento ni perezoso, me agarró de la mano y nos adentramos en el mar. El agua estaba tibia, casi caliente, y las olas eran suaves. Caminamos hasta donde el agua nos llegaba a la cintura, lejos enough de la orilla para que la gente se viera como siluetas, pero cerca enough para oír la música. La luna nos alumbraba un poco, y el ruido de las olas tapaba un poco nuestros jadeos.
Él me volvió a besar, con más hambre esta vez, y yo le respondí con la misma intensidad. Sus manos me levantaron el vestido por la cintura y yo, por mi parte, ya le había desabrochado el short. Su verga, dura y caliente, saltó libre en la noche. No era la primera vez que la veía, pero ahí, en medio del mar, con la luna pegándole de lleno, se veía imponente, oscura y llena de venas. Yo me apoyé contra él, con la espalda contra su pecho, y guié su miembro hacia mi entrada. «Aquí, papi,» le jadeé al oído, y él, sin perder tiempo, me penetró de una vez.
El primer impacto fue… incómodo. El agua del mar no es precisamente el mejor lubricante del mundo, pero con la excitación del momento y lo mojada que yo ya estaba, al menos entró. Empezó a moverse, lento al principio, agarrándome de las caderas con fuerza. Yo gemía, tratando de ahogar los sonidos en el ruido de las olas, sintiendo cómo cada embestida me llenaba. La sensación era rara, el agua salada alrededor de nuestros cuerpos unidos, la brisa marina en la piel, la arena bajo mis pies descalzos… todo contribuía a una experiencia que, en teoría, debería haber sido súper erótica.
Pero, mi vida, la realidad es otra cosa. Con cada movimiento, el agua salada se colaba en mi vagina. Al principio no le paré bola, estaba demasiado enfocada en el placer, en la sensación de tenerlo dentro, en lo prohibido del lugar. Él aceleró el ritmo, sus caderas chocaban contra mis nalgas con un sonido húmedo que se mezclaba con el mar. Yo me mordía el labio para no gritar, agarrada de sus brazos, sintiendo cómo el calor se acumulaba en mi vientre. «Así, así, Yan,» le rogaba, «más duro.»
Él obedeció. Me agarró con más fuerza y empezó a follarme como si no hubiera un mañana. Sus gruñidos eran bajos, guturales, en mi oído. Yo cerré los ojos, dejándome llevar, sintiendo que el orgasmo se acercaba. Era una mezcla de dolor y placer, porque el agua salada ya empezaba a hacer de las suyas, ardiéndome un poco por dentro, pero la necesidad era más fuerte. Finalmente, con un gemido ahogado, él se vino. Sentí su cuerpo tensarse detrás de mí y sus embestidas se volvieron espasmódicas hasta que se detuvo, jadeando, pegado a mi espalda.
Nos quedamos abrazados un momento, respirando con dificultad, con el agua meciéndonos. «Coño, qué rico,» murmuró él, dándome un beso en el cuello. Yo asentí, pero por dentro ya empezaba a sentir una molestia. Cuando se salió de mí, noté un escozor inmediato. Como si me hubiera echado ají picante por dentro. «Uy, papi, me está ardiendo,» le dije, tratando de reírme para que no sonara tan dramático.
Él se rió también. «Es el agua, nena, es normal.»
Salimos del mar, y mientras caminábamos de vuelta a la arena, la sensación empeoró. No era solo un ardorcito, era una quemazón real. Me senté en la toalla y me sequé como pude, pero el daño ya estaba hecho. Esa noche, en mi casa, la cosa pasó de ser una molestia a una tortura. Me duché con agua fría, pensando que se me pasaría, pero no. Al día siguiente, amanecí con una irritación vaginal que no te la imaginas. Mi totona, mi conchita, mi pepa… como quieras llamarla, estaba roja, inflamada y me ardía como si me hubieran metido una brasa ahí.
Fui a la farmacia, muerta de la vergüenza, y le conté mi tragedia a la señora que atendía. Me vendió una crema y me dijo, con una sonrisa que trataba de ocultar: «Mija, el agua salada y las relaciones íntimas no se llevan bien. La sal reseca y irrita las mucosas.» ¡Una lección de anatomía y de vida en una sola frase!
Pasé tres días sufriendo. No podía ponerme jeans, caminaba como vaquera del oeste, y cada vez que meaba, sentía que me echaban limón en una herida abierta. Yan me llamaba para vernos de nuevo y yo le inventaba cualquier excusa. «Es que ando con cólicos,» le decía. Mentira, andaba con la concha en llamas, gracias a él y a su brillante idea de coger en el mar.
Al cuarto día, la irritación empezó a ceder, pero la experiencia me dejó marcada. No físicamente, gracias a Dios, pero sí mentalmente. Aprendí que no todas las ideas calientes son buenas ideas. Que lo que en las películas se ve superromántico y sensual, en la vida real puede terminar en una infección o, en mi caso, en una irritación de aquellas.
Yan y yo no duramos mucho, por suerte. Cada vez que lo veía, me acordaba de esa noche y me daba como un repeluzno. No podía evitar pensar en el ardor, en los días de incomodidad, en la crema que me tenía que aplicar con cuidado para no gritar.
Así que, mi amor, la próxima vez que se te ocurra coger en el mar, o en una piscina con cloro, o en cualquier cuerpo de agua que no sea tu ducha, piénsatelo dos veces. El romanticismo y la lujuria a veces nos juegan malas pasadas. Y a mí, me dejaron con la totona hecha un ají por una semana. Eso sí, no me arrepiento, porque al menos ahora tengo una anécdota para contar y reírme. Pero repito, ¡nunca más! Prefiero mil veces mi cama, con sábanas limpias y mi vibrador a la mano, que no me va a dejar con secuelas.
        🔞 Recomendado 18+:
        🔞 Te mereces compañía hoy: entra y conversa.
      



Deja un comentario
Lo siento, debes estar conectado para publicar un comentario.