agosto 27, 2025

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La mujer de mi compadre

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A mi compadre Carlos lo conozco desde que teníamos 15 años y jugábamos béisbol en los barrios de Maracay. ¡30 años de amistad, carajo! Soy padrino de sus dos hijos mayores, he comido en su mesa mil veces y hasta le he prestado plata cuando se le ha jodido el carro. Pero verga, pana, cuando se me para el guevo no perdonas ni al papa, y menos cuando la que te está calentando es la misma mujer que le cocina todos los días.

El sábado pasado fue la parrillada por los 50 años del compadre. Él, feliz como una lombriz, con su gorra de «50 y sigo jodiendo», repartiendo cervezas y contando los mismos chistes de siempre. La fiesta estaba buena, la música a todo volumen y el olor a carne asada por todo el patio. Yo me había puesto mi franca guayabera nueva, pa’ verme bien, porque sabía que la mujer de Carlos, Yusmery, iba a estar ahí. Esa mujer… ¡coño! A sus 48 años está más sabrosa que un jugo de mango verde. Tiene unas nalgas que no caben en ningún pantalón, unas tetas que parecen de catálogo y una cinturita que te dan ganas de agarrarla y no soltarla nunca.

Todo empezó normal. Yusmery andaba de arriba para abajo, sirviendo comida, pendiente de todo el mundo. Pero se notaba que estaba tomando más rápido que los demás. Cada rato se metía a la cocina a «buscar hielo» y volvía con los ojos más brillantes y la sonrisa más pícara. Para las 10 de la noche, ya estaba bailando sola en el patio, moviendo esas caderas como si estuviera en un club de Araira en vez de en la finca de su propio marido.

En un momento, Carlos se metió a la casa a atender una llamada de su jefe (el pobre sigue jodido con la trabajo incluso en su cumpleaños). Yusmery me vio mirándola y se acercó tambaleándose un poco. «¿Qué pasa, compadre? ¿No me va a invitar a bailar?», me dijo, pegándome el cuerpo completo. Le olía el aliento a ron y a Coca-Cola, pero por debajo se sentía ese perfume dulzón que siempre usa. «Claro que sí, comadre», le dije, y la agarré para bailar. Pero eso no era bailar, pana. Era frotarme toda esa curvas contra mí, sentir cómo sus tetas me aplastaban el pecho y cómo su mano me bajaba poco a poco por la espalda hasta pararse en mi culo.

«Carlos ya no me pela», me susurró en el oído, y su voz sonaba ronca, caliente. «Dice que está viejo, que le duele la espalda… ¡pero a mí me duele otra cosa, compadre!». Y me apretó las nalgas con fuerza. ¡Verga! Se me paró el guevo al instante, duro como una piedra. Ella lo sintió y se frotó más fuerte, riéndose bajito. «Ay, qué chucha tan dura tiene el compa…».

De repente, me agarró de la mano. «Vámonos pa’ ‘trás. Nadie nos ve». No lo pensé dos veces. La seguí por detrás de la casa, esquivando a los invitados que ya estaban too’ borrachos, hasta llegar al monte que queda al lado de un corral. El olor a mierda de gallina era fuerte, pero a nosotros nos valía verga. Allá atrás, entre unos árboles, me empujó contra un tronco y se arrodilló. «Quiero sentir esta verga en la garganta», dijo, y sin más me bajó el pantalón y me sacó el guevo. ¡Coño! La mujer de mi compadre, la madre de mis ahijados, me estaba mamando como una profesional, con unos ruiditos que parecían porno. Escupía, se lo metía todo, me miraba con esos ojos marrones que parecían decir «te voy a dejar seco». Le agarraba el pelo y la guiaba, y ella no se quejaba, al contrario, gemía como si le encantara.

 

Cuando ya no aguanté más, la puse de pie y le bajé los chorts. No traía calzones, la muy puta. «¿Te gusta esto?», me dijo, empinándose y mostrándome ese culo que siempre me había vuelto loco. «Dame por el culo, que Carlos nunca me lo da». ¡Y dale! Me escupí la mano y me la puse en la verga para lubricar un poco, y luego se la puse en el asterisco. Estaba apretadísimo, pero ella empujaba hacia atrás, jadeando. «Sí, así, que rico compadrito…». Empecé a darle duro, agarrándola de las caderas, escuchando cómo sus nalgas chocaban contra mis huesos. Las gallinas se alborotaron, cacareando como locas, pero nosotros seguimos a lo nuestro. Ella gritaba: «¡Sí, dame más, que el cabrón de tu compadre nunca me coje así!». Yo, sudando como un cerdo, le día con todo, sintiendo cómo se me iba venir. «Abre bien el culo», le gruñí, y le metí los dedos en la boca para que los chupara antes de metérselos otra vez por detrás. Gritó cuando se los enterré, pero de placer, no de dolor.

Terminé viniéndome adentro de ella, porque total, ¿pa’ qué parar? Se quedó temblando, apoyada contra el árbol, con mis mecos chorreándole por las piernas. Nos arreglamos en silencio y volvimos a la fiesta como si nada. Carlos seguía en la llamada. Nos miramos y ella me guiñó un ojo. «Gracias, compa», me dijo, y se fue a servir más comida. Yo me quedé ahí, con el olor a sexo y gallina pegado a la ropa, sabiendo que acaba de cagarme en 30 años de amistad… pero con una sonrisa de oreja a oreja.

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