La cama compartida
Esa noche empezó como cualquier plan entre amigos: unas copas, música baja y la típica charla que se alarga hasta la madrugada. Éramos tres: yo, mi amiga Carla y su mejor amiga, Daniela, una morena de curvas generosas que siempre me había sacado miradas de reojo. La idea original era que yo me retiraría temprano, pero el whisky y la buena onda hicieron que me quedara más de lo planeado.
«Javi, no manejes así, quédate a dormir», dijo Carla con esa voz medio arrastrada que le sale cuando toma de más. Yo, que no soy tonto, asentí como si me hicieran un favor.
El detalle es que solo había una cama.
«Tranqui, somos amigos, no pasa nada», soltó Daniela mientras se estiraba sobre las sábanas como si fuera su derecho de nacimiento. Yo me quedé parado, mirando ese cuerpo que llenaba cada centímetro de su ropa ajustada. «¿Seguras?», pregunté, tratando de sonar caballeroso y no como el pervertido que en realidad soy.
Me acosté en la orilla, con los jeans puestos y tratando de no respirar muy fuerte. Carla se durmió al instante, pero Daniela quedó en medio, su espalda contra mi pecho. El olor de su pelo me mareó: una mezcla de vainilla y algo más dulce que no pude identificar.
No sé a qué hora me desperté, pero cuando abrí los ojos, mi verga estaba tan dura que me dolía. Y peor: Daniela estaba pegada a mí, su culo firmemente encajado contra mi paquete. Lo peor (o mejor) fue darme cuenta de que ella no llevaba ropa interior bajo esas mallas que le marcaban cada curva.
Me alejé un poco, tratando de ser decente, pero la muy hija de puta se echó hacia atrás, buscando el contacto. «No puede ser», pensé, pero ahí estaba, con mi nepe palpitando como si tuviera vida propia.
Decidí probar suerte. Con movimientos lentos, desabroché mi pantalón y dejé que mi amigo saliera a tomar aire. Daniela no se movió, pero cuando apoyé mi verga entre sus nalgas, sentí cómo se tensó por un segundo antes de relajarse de nuevo.
Fue entonces cuando empecé a moverme, apenas un poco, suficiente para que mi cabeza rozara ese lugar perfecto entre sus piernas. Ella fingía dormir, pero sus pequeños gemidos ahogados delataban que estaba más despierta que yo.
Las mallas de Daniela eran tan delgadas que podía sentir su calor. Me acomodé mejor, agarrando su cadera con una mano mientras con la otra me aseguraba de que mi verga siguiera el ritmo que ella marcaba con sus movimientos sutiles.
«¿Estás despierta?», susurré, pero solo recibí un quejido como respuesta.
No importó. Seguí adelante, cada empujón más decidido que el anterior. Ella empezó a mover las caderas en sincronía conmigo, y pronto estábamos frotándonos como adolescentes en un baile escolar.
Fue entonces cuando sentí que se mojaba. No era mi imaginación: sus mallas estaban empapadas, y el olor a su excitación llenaba el cuarto. Carla seguía roncando a mi lado, completamente ajena al espectáculo.
No pude aguantar más. Con un último empujón, me corrí como un maldito adolescente, llenando mis boxers de una leche que parecía acumulada desde la pubertad. Daniela se tensó por un segundo, luego se relajó, como si nada hubiera pasado.
A la mañana siguiente, me levanté antes que ellas, con la ropa arrugada y la vergüenza a cuestas. «Hoy duermo en el auto», me juré a mí mismo.
Pero entonces llegó el mensaje de Daniela: «Los sueños son inocentes, ¿no?». Y ahí supe que esa noche repetiría.
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