Por

Anónimo

febrero 19, 2022

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Apuestas arriesgadas

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Cualquiera se sentiría camino del Paraíso si se encontrase enfrascado en la profusa tarea de abrirse paso entre los pliegues húmedos y mullidos de su flor, mecido por los suaves jadeos entrecortados y gemidos deliciosos que revoloteaban desde sus labios entreabiertos, acunado por las caricias de la franjita de vello púbico recortado.

La situación era idílica: los dos tumbados en la cama, ella con sus muslos abiertos, repantigada; una camiseta vieja grisácea como única prenda, en cuya tela se perfilaban con claridad las coronas puntiagudas de sus pechitos.

Mis manos los acariciaban, rodeándolos con las yemas de los dedos con la pericia de un soldado experimentado, concentrado en darle tanto placer como pudiera.

La preparaba, deseando verla lo antes posible a cuatro patas, con su culito respingón estrellándose contra mí, apreciando su cabellera ondulada y trigueña saltando alegremente por los hombros y espalda. Sin embargo, la opción de permitir que se subiera y me cabalgara como si se tratase de una indómita amazona sedienta de sexo no era tampoco una idea que me chirriase.

Tan excitado me encontraba, que incluso me restregaba un poco sobre la cama, notando la dureza de la lanza que pronto apuntaría hacia la gruta de su deseo.

-Nena, ¿qué te apetece para comer? – escuché repentinamente tras mi espalda, una voz grave que dejaba arrastrar levemente las sílabas, como si le costase esfuerzo pronunciarlas con rapidez.

– ¡Papá! -exclamó sorprendida Cris, dando un brinco para enderezarse y tirando con fuerza de la camisa para tapar la visión de su sexo desnudo, mientras yo conseguía tumbarme al lado de ella y cruzaba las piernas, visiblemente acalorado y con los ojos a punto de salírseme de las órbitas, buscando alguna salida para aquella situación tan horrible e incómoda.

-Ah, lo siento, estabais…, bueno, luego me dices-respondió mi suegro, sin un ápice furibundo en su voz. Juraría incluso que casi vislumbré en la mirada de sus ojos grises un brillo cómplice y divertido, como si no le importara lo más mínimo que su hija estuviera liándose con su novio en la propia cama de matrimonio de su cuarto.

-Me dijiste que tu padre no iba a estar en casa-le reproché a Cris, saliendo de la cama y buscando mi ropa como si fuera a desvanecerse súbitamente.

-Sí, eso me dijo él, que iba a irse al cine esta tarde, ¡yo qué sé! -protestó Cris, colocándose las braguitas rosas y los vaqueros.

-No parecía muy enfadado, ¿no? – añadí, como hablando para mí mismo, pero Cris me escuchó perfectamente.

-Tranquilo, si no ves ahora a mi padre con la escopeta es que no está enfadado-respondió ella con naturalidad.

-¿Có…,mo?- tartamudeé, clavando mis ojos espantados en la madera caoba de la puerta y deseando que fuera metálica y maciza, o igual su padre era también capaz de derribarla de una patada buscándome con el arma cargada y los ojos inyectados en sangre.

Una palmada en el culo y su risa risueña me despejaron la mente.

-Anda, bobo, que mi padre no se ha comido a nadie-bromeó, guiñándome el ojo.

-No tiene gracia, Cristina-repliqué, ganándome una mirada enfadada de sus ojos zafiros, a sabiendas de que no le gustaba nada que la llamasen por su nombre completo.

-Lo mismo le digo a mi padre que practique un poco de tiro con tu culo-me amenazó, burlona, pero depositó un suave beso en mis labios para calmar mis reticencias.

-Anda, nos vemos esta tarde en la cafetería, ¿vale? -me recordó, abrochándose el sujetador como cierre de despedida de nuestro breve pero fogoso reencuentro. Asentí con la cabeza y me dispuse a salir del cuarto de sus padres, que había elegido ella por el carácter mullido del colchón y el espacio que ofrecía.

-Adiós, guapa-me despedí de ella, lanzándole un beso fugaz, a lo que ella respondió con su característica sonrisa cristalina y radiante.

De esa forma, fui bajando por los escalones, alegre y agradecido de que no me hubieran mandado a volar por los aires desde el balcón o que hubieran practicado tiro al plato conmigo.

Sin embargo, cuanto más me alejaba de la presencia de Cris y más me acercaba al silencio sepulcral que reinaba en la planta baja, más creía en mi interior la sensación de meterme en una trampa mortal.

-Bueno, ¿ya te vas? -me espetó la voz de mi suegro demasiado cerca, y casi tropiezo con mis propios pies al volverme hacia él.

-Chico, parece que hubieras visto un fantasma-bromeó en voz baja, apagando la luz del sótano y observándome atentamente con sus ojos grises, fríos y marciales.

Para tener cincuenta y tantos años largos, mi suegro Emilio no se encontraba lastrado por el tiempo, sino todo lo contrario. Mantenía un físico recio, hombros anchos, brazos fibrosos y unas piernas sometidas a la tralla de ocho kilómetros diarios corriendo. Su expresión era cuadrada, nariz afilada y un mentón pronunciado completaban el perfil que se esperaba de un hombre que había pasado cerca de treinta años en el ejército.

-No, no se preocupe, ya me iba-le respondí nerviosamente, como si mis veinticuatro años se esfumasen y en su lugar hubiera quedado un crío de seis años atemorizado de sufrir una regañina.

-A propósito, ¿cómo te llamabas?, ¿Raúl era? – preguntó Emilio, entrecerrando los ojos.

-No, Raúl era su ex, yo soy Carlos-le corregí-señor.

– ¡Me gustas, Carlos!, ven, te invito a tomar una cerveza, anda-exclamó alegre Emilio, dándome una fuerte palmada en la espalda que casi me estampa contra la pared. Antes de que pudiera reaccionar, ya me encontraba sentado en un taburete, con una lata fría de cerveza en la mano.

-Bueno, Carlos, ¿y a qué te dedicas? -me preguntó Emilio, apoyándose en el mármol de la cocina y cruzándose de brazos, mirándome atentamente, como si me estuviera sometiendo a un escrutinio.

-Trabajo en un pequeño taller, soy mecánico, ya sabe, arreglo motos, coches, ciclomotores-le decía, luchando contra la sensación de garganta seca que me asaltaba. Bendita cerveza, había hecho bien en darme una. Y Cris que no aparecía, dejándome a merced de su padre…

-Sí, yo también he tenido que lidiar con los motores en el ejército, hay que ensuciarse las manos un poco antes de ascender a general, ¿sabes? -me explicó, con una sonrisa forzada.

– ¿Cuántos años tienes?

-24, recién cumplidos-le respondí enseguida, y no pude evitar que mis ojos volasen fugaces hacia la puerta de la cocina.

-Así que no has querido seguir estudiando, pero parece que sabes desenvolverte en los negocios, la nena ha tenido buen ojo al escogerte-comentó Emilio, bebiendo un trago.

Asentí, sin saber qué añadir a eso. Me entraron ganas de comentarle que esta vez sí había tenido buen ojo, algo que le falló estrepitosamente con su ex, que había resultado ser un pendenciero y, a juzgar por lo que decían, coqueteaba con las drogas.

– ¿Y qué te parece la nena?, ¿tenéis planes para el futuro? -me preguntó.

-Bueno, su hija Cristina me parece una chica formal, responsable, inteligente, guapa-empecé a decirle, extrañado, sintiéndome cada vez más y más incómodo.

-Todo eso está muy bien, es necesario que haya…, ¿cómo le llamáis los jóvenes hoy día?, ¿Feeling? -respondió Emilio, frunciendo levemente sus estiradas cejas canosas. Asentí, percibiendo que la conversación se estaba convirtiendo en la típica que tendría un padre al conocer por primera vez al novio de su hija.

-Y bien, Carlos, ¿qué te parece el chochete de la nena? -quiso saber Emilio, volviendo a darle otro trago a la cerveza.

Di gracias a Dios, Budá o quien fuera porque en ese momento no estaba bebiendo, sino, me habría atragantado con la espuma de la bebida.

-Cómo…dice? -le pregunté, con un hilillo de voz, sintiendo como las mejillas me ardían, y no sabía si era de la vergüenza, o como preludio a las bofetadas que iba a recibir.

-Sí, el chochete de la nena, ¿te gusta como lo tiene?, ¿con esa franjita de vello? Chico, no sé qué le ve a eso, yo hubiera preferido otro estilo.

Le miraba sin saber qué responder. ¿Estaba hablando con mi suegro realmente del coño de su hija?, ¿pero qué tipo de mente retorcida se atrevía a inquirir en tales asuntos tan íntimos?

-Creo…, creo que me tengo que ir, señor, sí, se ha hecho un poco tarde, sabe, mi jefe, … menuda bronca me puede echar-le decía, levantándome y dejando con estrepito la lata sobre la mesa.

– ¿Ibas a follarte a mi hija en horario laboral? -me preguntó, y el tono de su voz retumbó en mis oídos como si fuese el de un trueno anunciando la llegada de la tormenta.

-No, no, estaba todo pensado, iba a darme tiempo, no…Bueno, me tengo que ir, un placer charlar con usted-le respondí, nervioso, caminando hacia el portal, sonriendo forzadamente y sintiendo que el corazón se me iba a salir del pecho.

Un portazo anunció mi despedida, y creo que batí mi marca personal corriendo como una gacela para marcharme de allí.

-Papá, ¡qué cosas tienes! – exclamó Cris, entrando en la cocina con una sonrisa y riéndose.

-Pero ¿qué me estás contando? -preguntó Cris, sonriendo y lanzándome una mirada incrédula mientras sostenía entre sus dedos la taza de té que se había pedido.

-Como lo oyes, yo creo que tu padre, o sea, no sé si me estaba vacilando o qué se proponía, pero…-callé repentinamente, al ver que Cris casi se atragantaba de la risa al tomar un trago.

– ¿Mi padre te preguntó que te parecía mi…conejito? -reformuló Cris, en voz baja y acercando su rostro sin perder la sonrisa.

-Sí, sí y es algo que no…-di un respingo al sentir una presión incómoda en una zona altamente sensible e importante para los varones.

-Oye, Cris, ¿qué estás haciendo con el pie? -le pregunté, lanzando un rápido y nervioso vistazo al resto de personas que rondaban por el bar, reunidas en torno a mesas y charlando animadamente entre ellas. Por suerte, nos habíamos sentado en una mesa que contaba con un sillón que ocultaba los bajos fondos, pero cualquier camarero avispado o cliente que se encontrase de pie nos podría pescar en plena faena.

-Esta mañana me dejaste a medias, y ahora me dices eso de mi conejito, te portas muy mal conmigo, Carlitos-comentó Cris, ladeando la cabeza y con un brillo pícaro reflejado en el profundo zafiro de sus ojos.

Los rasgos suaves de su rostro almendrado, la suave curvilínea de los labios rojos y carnosos, sugerentes y anhelantes, y el leve mohín que se dibujaba en su mentón cuando fruncía sus delicadas cejas eran dignos de haber sido inmortalizadas en alguna estatua.

-Y, dime, ¿qué te parece mi conejito? – me preguntó, en voz baja, arrastrando las sílabas, mientras su imperioso pie no paraba de refregarse contra mi paquete.

-Que me va a parecer, que es…, no sé-las palabras se me enredaban en la garganta, sintiéndome cada vez más incómodo y nervioso, pero, a la vez, notaba la excitación haciendo mella en mi cuerpo.

-Delicioso-acerté a decir, soltándolo de golpe.

– ¿Y por qué no le dijiste eso a mi padre?

Su pregunta me dejo a cuadros, y no sabía si estaba tomándome el pelo o me lo había dicho en serio. El semblante serio y solemne de su rostro me recordaba vagamente al aire marcial que envolvía a su padre, y por un instante, me estremecí.

– ¿Cómo le voy a decir eso a tu padre, a mi suegro, Cris?

-Sabes que valoro mucho la honestidad, la franqueza y la confianza, y a mi padre le pasa lo mismo-me explicó, sin dejar de magrearme el paquete.

-Pero, ¿por qué me preguntó eso?, ¿qué sentido tuvo su pregunta? -le inquiría saber, sintiéndome tan torpe como un pato mareado. Y encima aquel diabólico pie no abandonaba la entrepierna, y me estaba empezando a sentir acalorado de la excitación. Deseé haberme pedido un café helado, aunque estaba seguro que no habría tenido efecto alguno.

Mi mente no paraba de elucubrar y plantear escenarios, a cada cual, más irreal y fantástico, y solo Cris podía solucionar aquel embrollo, pero ella parecía distante en sus pensamientos, con sus ojos desviados hacia el suelo.

-A mi padre le has gustado, y bastante. Le caes simpático y te tiene en gran estima-me explicó, mirándome con seriedad.

– ¿Y eso que tiene que ver con…?

-No seas impaciente, Carlos-me dijo, acallándome con un dedo sobre mis labios.

– ¡Vero, la cuenta, por favor! -exclamó, alzando la mano y sonriendo a la joven camarera que se acercó hasta nosotros. Su maniobra me pilló desprevenido, e intenté zafarme del pie que aprisionaba mi paquete, pero fue en vano y, peor aún, Vero nos pilló claramente, ya que abrió los ojos sorprendida, y se ruborizó levemente.

-Vero, ¿nos podrías dejar subir al saloncito privado de arriba? -le preguntó con amabilidad Cris, a lo que la pelirroja muchacha regordeta asintió, recogiendo el billete que le tendía Cris-quédate con el cambio.

En un visto y no visto, subimos las escaleras, yo detrás de Cris pendiente de la sugerente cadencia de sus caderas ceñidas por el pantalón vaquero, y tras empujar con suavidad la puerta que se encontraba antes de entrar a la segunda planta, noté como su mano me guiaba por la oscuridad que nos envolvía tras cerrar la puerta hasta que me detuvo.

-Cris, ¿cómo…? -le pregunté, pero me acalló con un súbito beso, ardiente y deseoso, que me embriago y obnubilo.

-Vero y yo somos amigas desde hace mucho tiempo y me debe un par de favores, ya sabes que le salvé al chucho que tiene gracias a que estudio Veterinaria-me explicaba, mientras hurgaba y porfiaba con los pantalones con una mano.

-Pero, Cris, ¿y si alguien nos…?

-Nadie va a subir aquí y sí sube, me van a ver en pelotilla picada jugando con la flauta de mi chico-me susurró al oído, apretando con una mano mi miembro viril. Sin necesidad, o tal vez para enardecerme, se apretó zalamera contra mí, y pude notar con claridad las aristas de sus pechos.

Para despejarme cualquier duda, condujo una de mis manos hasta sus caderas, permitiendo que engarfiara sus redondeces expuestas a mi antojo. Como había conseguido desnudarse sin que me diera cuenta es algo que solamente podía atribuir a una explicación mágica.

Enseguida sentía la húmeda presencia de la punta roma y salvaje de la lengua de Cris rodeando libidinosa la punta de mi erección, y no pude reprimir un suspiro placentero cuando sus labios tendieron a engullir glotones la lanza cálida que se aprestaba a empalarla.

Gracias a la oscuridad, y a la concentración que mantenía para captarla, percibí el ligero chapoteo alegre de sus dedos en la flor de su sexo, al mismo tiempo que sus jadeos entrecortados irradiaban su calor en el tronco viril.

Sonreí, retrotrayéndome al pasado, a la primera vez que me proporcionó el delicioso espectáculo de sus tocamientos íntimos, a cómo sus mejillas cobraban color cuando ella entreabrió sus muslos y deslizó sus dedos con la gracia de un músico sobre las cuerdas del violín, y cómo sus maniobras táctiles parecían torpes hasta que sus ojitos zafiros encontraron el rostro sonriente e inmortalizado de la fotografía de su padre, incapaz de sostener la vergüenza de verme allí plantado, contemplándola indecente.

Una sombra inquieta despertó en mí un terrible pensamiento que al mismo tiempo provocó un delirante estremecimiento que me sacudió por dentro. Intenté contener las palabras, refrenar ese impulso que me invitaba a lanzarme al abismo, pero tenía que saberlo.

-Cris…-dije, casi sin aliento, temblando por la excitación y el miedo. Sentía su mirada atenta clavada en mí, tal vez sorprendida, porque jamás la llamaba cuando estábamos entregados en la faena. Su mejilla acariciaba tiernamente el tronco de mi polla, como si fuera una gata haciendo arrumacos.

– ¿Alguna vez te has tocado pensando en tu padre?

La pregunta me dejó sin resuello apenas, e incluso sentía las piernas temblorosas, no sé si por las oscuras implicaciones de la respuesta que ansiaba y temía recibir, o por la consternación de que empezaba a descubrir la verdad que se cobijaba tras aquella límpida mirada marina.

-Sí.

Se reanudaron los besos y lamidas, como si fuera la cosa más normal que se dijera entre sí una pareja.

– ¿Y él…, te ha visto…, tocarte?

Se levantó, colocándose a mi lado, acariciando con sus nalgas el dorsal de mi mano y se enfrentó a mí vestida de oscuridad,

-Sí.

La contundencia de su respuesta me paralizó, y un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Sentía las piernas flácidas y las manos temblorosas, impotente para articular palabra alguna.

Fue Cris la que tomó las riendas de la situación, y cuando quise darme cuenta, me encontraba tumbado en una especie de amplio sofá, con ella situándose encima de mi cuerpo excitado.

Intenté reaccionar, dar sentido al torrente de pensamientos e inquietudes que brincaban furiosos dentro de mi atormentado espíritu, sin embargo, enmudecí cuando el mástil carnal que ella tanto deseaba se fue hundiendo en su interior incendiario y húmedo.

Ahogó un gemido junto a mi oído, y fue cabalgándome a su antojo, dándose impulso con una mano apoyada sobre mi febril pecho, restallando las prietas nalgas contra mis muslos.

– ¿No es esto lo que tanto querías, Carlos? -me preguntó ella, mentón contra mentón, mientras continuaba porfiando en su empresa, alzando la cintura y dejándose caer levemente.

-Sí…-acerté a responder, mientras el coño de Cris continuaba dejándome inerme y atenazado por la lujuria y el placer.

Creí adivinar la sonrisa que se dibujó en sus labios y mientras su cintura empezó a contornearse, retorciéndose y aferrándose a mi polla, y yo comenzaba a sentir como el delirio de mis sentidos atormentados me arrastraban hacia el orgasmo, ella continuó diciendo, entre gemidos y jadeos.

-Como tú, nadie me ha follado ni tocado.

Súbitamente, ella se alzó y se alejó de mí, a lo cual protesté como si fuera un niño al que le quitan un caramelo e intenté buscarla en la oscuridad, fútilmente.

– ¡Cris!, no me puedes dejar así-le reproché, ofuscado.

-Nos quedamos así ambos-rectificó ella, con una risa cristalina, pero que a mí se me antojó cruel y despiada-lo mejor, Carlos, hay que reservarlo para el final.

– ¿El final? -pregunté, dubitativo y rascándome la cabeza, sintiéndome tan perdido como un náufrago. Cada palabra y revelación que Cris me hacía, me aturdía cada vez más. Y de esta forma, sin perder su sonrisa tan característica, fue desvelándome, palabra a palabra, una propuesta que me dejó las piernas temblorosas y el ánimo agitado.

No levantó la vista del periódico ni un solo milímetro, y pese a que parecía que no había advertido su presencia, sabía perfectamente que se encontraba allí. Así era el carácter y el temple de papá, un hombre recio, adusto, parco en palabras, pero afectuoso y atento con aquellos con quienes compartía lazos de amistad y complicidad.

-Ya estoy en casa, papá-dijo Cris, antes de entrar en su despacho. Un breve vistazo a los estantes que adornaban las paredes le permitió saber que su padre había estado enfrascado limpiando los volúmenes que atesoraba como si fueran su más preciado tesoro, y eso que a él aquellas lecturas le parecían vagas e irreales, plagadas de fantasías y mundos distantes, pero continuaba custodiándolas con tanto fervor como lo había hecho su madre, Catalina.

Cris advirtió que sobre el escritorio reposaba un viejo mechero cobrizo, y arrugó el entrecejo. Su padre ya no fumaba, no desde que habían diagnosticado aquella terrible enfermedad que se llevó a su madre cuando ella se encontraba en plena niñez, pero a veces, sorprendía a su padre ensimismado en sus pensamientos contemplando impasible la llama prendida.

– ¿Y bien? -preguntó Emilio, doblando el periódico y alzando sus ojos hasta encontrarse con los de su hija.

-Lo has impresionado mucho, papá, pero creo que…, hay una posibilidad bastante firme de que vendrá-le contó Cris, aproximándose hasta él. Emilio observó que Cris había cerrado tras de sí la puerta, y sonrió para sus adentros. Discreción, era una de las premisa que habían pactado y cumplido desde hacía años.

Capturó los dedos de la mano diestra de Cris y la aproximó hasta su rostro, aspirando el olor que emanaba de la piel, tan suave y cálida.

-Has estado con él-dijo Emilio, sin un ápice de reproche o enojo.

Cris le sonrió, y se situó detrás, abrazándolo y permitiendo que su cabellera rubia trazase tiernas caricias en sus mejillas ásperas y pobladas de una insulsa barba.

-Había que convencerlo.

– ¿Se lo has contado todo? -preguntó Emilio, casi temblándole la voz. Cris detectó su vacilación y le respondió con su jovial risa.

-No temas, papá-le respondió, depositando un casto beso en sus mejillas.

Cris se alejó de él y fue deambulando por la sala, acariciando los lomos de los libros y volúmenes. Tanto saber se cobijaba entre aquellas hojas, tantos conocimientos y personalidades, pensamientos e inquietudes, creencias y afecciones…

-Cris-dijo Emilio, con su habitual tono seco, pero que ella tan bien había naturalizado y que sabía interpretar a la perfección.

Volvió sus ojos hacia su padre y, por un instante, a Emilio le pareció ver a otra persona, tan parecida a ella, tal vez con las mejillas más carnosas, la mirada más inocente, la curvatura de los labios más pronunciada…

-Te pareces tanto a ella-se le escapó entre los labios, y al instante, casi se arrepintió de decirlo. Una sombra de dolor y pena asomó por la mirada de su hija. En ocasiones, temía que ella creyese que solo veía en ella a una sombra de Catalina, pero no era así. Cristina era una persona distinta, madura y consciente, alguien tan preciado que no dudaría en sacrificarse si así fuera necesario por ella.

Ella navegó en los ojos de Emilio, que parecían vastos océanos insondables, preñados de fosas abismales y rotos por islas salvajes e inexploradas, junglas oscuras y tenebrosas como únicas dueñas de tales territorios, pero ella había conseguido abrirse paso entre aquellas olas caóticas, había naufragado y sobrevivido a los fieros acantilados.

Y por segunda vez en aquel día, permitió que una mirada ajena, pero próxima, cariñosa pero severa, cómplice pero secuaz, fueran testigos de la desnudez de su cuerpo. Un leve pulso pudoroso sacudió la diestra de Cris, cuyos dedos recalaron por el muslo para ocultar inútilmente el triángulo del sexo.

-Cristina, Cristina-susurró Emilio, y ella le sonrió, como tantas otras veces, como llevaba haciendo tantos años, como acostumbraba desde que era una niña, convirtiéndose en una adolescente, floreciendo como mujer.

Como había hecho la primera vez, como hacía cuando lo acogía entre sus brazos o cuando susurraba ese título que lo abrasaba por dentro y atormentaba, lo enardecía y lo sacudía.

Recordó la puerta entornada, la oscuridad atravesada por los haces lunares que asaetaban las sábanas inquietas, el rumor del roce, la milenaria cadencia, la inquieta mirada, la boca entreabierta y asustada, los pétalos dibujados bajo la tela de la prenda, la expresión temerosa…

Se vio a sí mismo siendo un intruso, vulgar ladrón de tesoros ajenos, sentándose junto a su víctima, junto a su asesina, observándose, descubriéndose, conociéndose. Y ella acogió su mano, buscando su calor su afecto, su cuidado, y solo reaccionó cuando las yemas de los dedos percibieron ese calor que se antojaba emanando del muslo cubierto.

¿Fue su mano o la suya? Nunca lo pudo aclarar, nunca se lo preguntó, tal vez ambas se unieron para hundirse en el infierno.

Sintió temor, pánico y horror, pero a la vez, una extraña abrasión, un furor vital que hacía mucho tiempo que no le asaltaba. Y los tiernos, pero palpables labios acariciaron sus yemas con deleite y gozo, como el primer beso que otorga la amada a un retornado náufrago, y fue horadando y surcando su interior, poco a poco, estremeciéndose ambos.

Su boca, sus labios, los ojos entornados, el delirio impregnando la dulzura angelical del rostro, sus muslos cada vez más abiertos, rogando por su omnisciencia, regando el cómplice silencio con los jadeos entrecortados y los quedos gemidos.

La otra mano profana se coló zalamera por debajo de la camisa del pijama y se regocijó con la presencia asaetada de las cimas de sus pechitos que se escondían avergonzados.

Los apretó tiernamente, recordando aquella turgencia remota, el néctar fluyendo entre los labios, el líquido níveo surcando la garganta, los lloriqueos y berreos de la pequeña criatura, la misma que ahora despertaba con los gemidos esa olvidada abrasión de la juventud.

Y cuando su cintura revoloteó como los torpes aleteos de un pajarillo que pretende escapar del nido, regando la sequedad de la palma de la mano con la miel de su sexo, fue consciente que su hija ya no dependía de su autoridad, ni tanto de sus cuidados, que se había convertido en una nueva mujer fuerte, autónoma y decidida.

-Gracias, papá-fue su respuesta, antes de escapar de la habitación, antes de dejarlo solo con sus pensamientos, con sus dudas e inseguridades, con sus temores y resignaciones.

Sin embargo, la culpa no emergió, ni el horror o la repulsión. Habían sido dos adultos que se habían encontrado y entendido, y que, al día siguiente, tomarían caminos distintos. Él, hacia un destino inseguro donde tal vez la muerte le aguardase; ella, a un internado distante, para formarse y continuar sus estudios.

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  1. helenx

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