octubre 1, 2025

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Confesión para desahogarme

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Si eres de México, sabrás a lo que me refiero con esa sensación de estar hasta la madre después de un día larguísimo. Soy de Monterrey y ayer me tocó uno de esos días en el seguro social que parecen no tener fin. Papelería interminable, filas kilométricas y un calor que no perdona. Cuando por fin pude salir, ya era noche cerrada y yo solo quería llegar a casa y derrumbarme en mi cama.

Vi el camión a lo lejos, justo cuando el chofer arrancaba. Corrí como loca, agitando la mano, y por suerte se detuvo. Subí jadeante, pagué mi pasaje y me dirigí directamente a la parte de atrás, que estaba completamente vacía. Perfecto. Solo quería desconectar, poner la frente contra el vidrio frío de la ventana y dejar que el traqueteo del camión me meciera.

Pero el universo, parece, tenía otros planes para mí.

No había pasado ni diez minutos cuando, en un momento en que el camión se detuvo bajo una luz tenue, mi mirada se desvió hacia la penúltima fila. Y ahí lo vi. Un tipo, quizá de unos cuarenta años, con una camisa a cuadros y look de oficinista agotado, tenía la mano dentro de su pantalón. Al principio, mi cerebro se negó a procesarlo. «No mames,» pensé, «¿en serio?». Un asco inicial, instantáneo, me recorrió. Iba a voltear la cabeza, fingir que no había visto nada, pero entonces… me fijé mejor.

Entre sus dedos, sobresalía un pene que no podía ser real. Era grueso, largo, con unas venas que se marcaban bajo la luz mortecina del interior del camión. Mi corazón empezó a latir con una fuerza descomunal, un ritmo acelerado y salvaje que sentía en los oídos. La razón me gritaba que mirara hacia otro lado, pero algo más primitivo, más profundo, me mantuvo clavada en esa imagen.

La curiosidad, mezclada con una dosis enfermiza de morbo, me pudo. Sin mediar una palabra, como si mis piernas tuvieran voluntad propia, me levanté y me deslicé por el pasillo hasta su asiento. Él me miró con unos ojos como platos, una mezcla de pánico y sorpresa, pero no detuvo su movimiento. Yo, sin romper el contacto visual, extendí mi mano y la posé sobre la suya, que aún se movía rítmicamente. Su piel estaba caliente.

Retiré su mano con suavidad y la reemplacé con la mía. Él dejó escapar un gemido ahogado, un sonido gutural de puro alivio. Sentir aquel peso, esa dureza palpitante en mi palma, me electrizó. Ya no había vuelta atrás. Me arrodillé en el suelo sucio del camión, entre los asientos, sin importarme nada más. Acercué mi boca y, con una lengua temblorosa, lamí la punta, saboreando una gota de humedad salada. Él enterró sus dedos en mi cabello, no con fuerza, sino como anclándose a la realidad.

Entonces me lo tragué. O al menos lo intenté. Era tan grande que me costaba, sentía cómo golpeaba el fondo de mi garganta, provocándome arcadas que intentaba contener. Los sonidos que salían de él eran música. Jadeos, gruñidos bajos, mis nombres entrecortados. Yo movía la cabeza con un hambre que no sabía que tenía, enloquecida por la adrenalina del lugar, del riesgo, de su tamaño. Él era un completo extraño, y yo, una chica «bien», lo tenía en la boca en un camión de la ruta 1.

Lo que empezó aquí puede continuar en privado. Ver ahora

Su respiración se volvió caótica, descontrolada. «Me voy…», gruñó, y en lugar de alejarme, apreté más, deseando cada última gota. Cuando llegó, fue con un gemido largo y tembloroso. Un chorro caliente y espeso llenó mi boca y mi garganta, y me lo tragué todo, sin dejar que nada se desperdiciara. Me quedé ahí, arrodillada, con el sabor a sal y a hombre en la lengua, mientras su cuerpo se desplomaba contra el asiento, exhausto.

Me levanté tambaleante, me sequé la comisura de los labios con el dorso de la mano y regresé a mi asiento en silencio. Nos bajamos en la misma parada, sin cruzarnos una sola mirada. Ahora, hoy, escribo esto todavía con el nudo en el estómago, sorprendida por mi propio atrevimiento. Fue asqueroso, fue peligroso, fue lo más excitante que me ha pasado en años. Y la verdad… espero, en el fondo, no toparmelo nunca otra vez. O sí. Quién sabe.

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