Por
Bese las tetas de mamá
Oye, la verdad es que esto me tiene la cabeza loca y necesito contarlo en algún lado. Yo siempre he sido muy apegado a mi mamá, vive conmigo en mi departamento desde que mi papá falleció hace unos años. Ella se llama Rosa y tiene 58 años, pero juro que no los aparenta, se cuida mucho y tiene un cuerpo que a cualquier hombre le volvería loco.
La costumbre siempre ha sido que yo le doy las buenas noches cada noche antes de acostarme, un beso en la frente y un abrazo, lo normal. Pero esta noche fue diferente, todo pasó después de una discusión estúpida sobre que yo llegué tarde del trabajo otra vez. Ella se enojó, dijo que no me importaba que ella estuviera sola todo el día, esas cosas. Yo me defendí, la cosa se puso tensa y ella se fue a su cuarto dando un portazo.
Después de como media hora, me sentí mal y fui a disculparme. Llegué a su puerta y la encontré llorando en la cama. Me partió el corazón. «Mamá, perdóname», le dije, y me acerqué. Ella se levantó y sin decir nada me abrazó muy fuerte, como pidiendo perdón ella también. Su cabeza quedó en mi hombro y la mía en el suyo. Y ahí fue cuando pasó.
En ese abrazo apretado, mi cara quedó enterrada en sus pechos. Ella solo tenía puesto una blusa fina de algodón de esas que usa para dormir, y yo juraría que no traía nada debajo porque sentí sus pezones duros rozándome la cara a través de la tela. Un calor me recorrió todo el cuerpo de golpe. Huele a ese perfume suave que siempre usa, a jazmín, y a su piel. Es un olor que me ha calmado desde niño, pero ahora me estaba poniendo nervioso de otra manera.
No pude evitarlo. En vez de separarme, apreté más la cara contra sus senos. Eran tan suaves, tan grandes… Dios mío. Ella hizo un pequeño sonido, como un quejido, pero no me soltó. Al contrario, sus brazos me apretaron más fuerte. «Carlitos», susurró, y no era un regaño. Sentí como su respiración se hacía más pesada. La sangre me empezó a hervir y empecé a notar que se me estaba parando la verga, dura contra mi pantalón del pijama.
Era una situación tan rara, tan prohibida, pero no podía, ni quería, soltarme. Con el corazón a punto de salírseme por la boca, bajé un poco la cabeza y besé su escote. Fue un beso suave, justo donde empezaba a marcarse la curva de sus tetas. La tela de la blusa era tan finita que podía sentir el calor de su piel. Ella tembló y sus manos se cerraron en mi espalda. «Hijo…», dijo, pero otra vez, no como una protesta.
Eso me dio un poco más de valor. Siguieron más besos, un poco más abajo cada vez, siempre en el escote. Mis labios rozaban la tela y sentía sus pezones, duros como piedritas, justo al lado de mi boca. La tentación era demasiado grande. Con una mano que temblaba, me atreví a tocarle un seno por encima de la blusa. Era pesado y caliente, llenaba toda mi mano. Ella gimió, un sonido corto y ahogado, y arqueó la espalda, empujando su pecho aún más contra mi mano.
Ya no podía pensar. Mi dedo pulgar encontró su pezón endurecido a través de la tela y lo rozó en círculos. Ella dejó escapar un «ay, Dios» y su cabeza cayó hacia atrás. Vi su cuello, pálido y vulnerable, y le di un beso ahí. Sus manos ya no estaban quietas en mi espalda; una se metió en mi pelo y apretó, guiando mi boca hacia donde ella quería.
Fue como si se rompiera un dique. Con las dos manos le agarré las tetas, apretándolas, masajeándolas a través de la tela, y ella no hacía más que gemir bajito, con los ojos cerrados. «Mami,» le dije, y mi voz sonó ronca, irreconocible, «tus tetas son tan hermosas.» Ella no dijo nada, solo jadeaba. Bajé mis besos otra vez, pero esta vez no me detuve en el escote. Con dedos que no me obedecían del todo, empecé a desabrochar los botones de su blusa. Ella no me detuvo. Solo miraba, con los ojos vidriosos y la boca abierta. Cuando abrí la blusa, se me cortó la respiración.
Era verdad, no traía nada debajo. Sus tetas cayeron libres, grandes, redondas, con unas areolas color café clarito y unos pezones largos y oscuros, erectos y pidiendo a gritos que los tocara. Me quedé mirándolas, hipnotizado. «¿Te gustan, mi niño?» me preguntó, con una voz sedosa que no le había escuchado nunca.
No pude responder. Me incliné y tomé uno de sus pezones en mi boca. Era salado y suave. Lo chupé con fuerza, como si fuera un bebé, pero con la intención de un hombre. Ella gritó y se agarró de mi cabeza, empujándome más contra su pecho. «Sí, así, Carlitos, chupa a tu mami,» gemía, y sus palabras me prendieron como gasolina.
Con la otra mano le masajeaba la otra teta, apretando ese pezón entre mis dedos. Cambiaba de un seno al otro, chupando, mordisqueando suavemente, lamiendo. Ella estaba perdida, moviendo las caderas contra nada, con las manos enredadas en mi pelo. Después de un rato, me guió hacia la cama. Nos sentamos al borde y ella empezó a desabrochar mi pijama. Cuando bajó el cierre y mi verga salió, dura y palpitando, la vi tragar saliva. «Qué grande te has puesto, hijo,» susurró, y me tocó. Su mano era suave y experta. Me la agarró y empezó a jalármela, con una lentitud que me volvía loco.
Yo, todavía con la boca en sus tetas, le bajé el short de dormir. No se resistió. Se lo quité hasta los tobillos y ahí estaba, con sus bragas blancas y sencillas, empapadas en el centro. Le pasé la mano por encima y sentí el calor y la humedad. Ella gimió y se separó un poco. «Esto está muy mal, Carlos,» dijo, pero era un susurro débil, sin convicción. «Lo sé, mami,» le contesté, «pero no puedo parar.» Y no pude. Le quité las bragas y por primera vez vi su sexo. Estaba depilado, rosado e hinchado, con sus labios gruesos y brillantes de lo mojada que estaba.
El olor era intenso, era el olor de mi madre, pero excitante de una manera que no puedo explicar. Me arrodillé entre sus piernas y, antes de que pudiera pensarlo dos veces, le metí la lengua. Ella gritó y sus piernas se cerraron alrededor de mi cabeza. Sabía a algo único, salado y dulce a la vez, un sabor que se me quedará grabado para siempre. La lamí, la chupé, le metí los dedos mientras ella se retorcía y gemía, llamándome «mi niño» y «mi hombre» en la misma frase.
Cuando sentí que estaba a punto de correrse, me subí sobre ella. Nos miramos a los ojos y por un segundo vi miedo, cariño y un deseo enorme. «¿Estás segura, mami?» le pregunté, por última vez. Ella solo asintió, con lágrimas en los ojos. Y entonces, lentamente, le entré. Estaba tan apretada y tan caliente que casi me vengo ahí mismo. Era una sensación abrumadora, la más rica y a la vez la más pecaminosa que he sentido.
Empecé a moverme, despacio al principio, mirando cómo su cara se contorsionaba de placer. Ella me abrazó fuerte y me enterró la cara en el cuello, gimiendo en mi oído. «Dame más fuerte, hijo, por favor,» me suplicó, y ya no pude contenerme. Le empecé a dar duro, como ella me pedía, agarrándola de las nalgas y metiéndosela toda. La cama chirriaba y nuestros cuerpos sudaban, pegados el uno al otro. Ella no paraba de correrse, una y otra vez, hasta que yo no aguanté más y le eché toda mi leche adentro, con un gruñido que sentí que salía de lo más profundo de mi ser.
Nos quedamos ahí, jadeando, enredados, sin saber qué decir. Después de un largo rato, ella se levantó sin mirarme y se fue al baño. Yo me quedé en la cama, sintiendo el peso de lo que acabábamos de hacer. Sé que está mal, que es un pecado enorme, pero cuando escucho la ducha y recuerdo el sabor de su piel y el sonido de sus gemidos, lo único que puedo sentir es que quiero más. Y eso es lo que más me aterra.


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