agosto 5, 2025

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El taxi de medianoche

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Eran las once de la noche y mi cuerpo gritaba de cansancio. La oficina me había devorado viva, los números y las pantallas dejaban mis ojos secos y mi espalda tensa como un alambre. El transporte público a esa hora era una pesadilla de miradas sudorosas y asientos pegajosos, así que levanté la mano con desgana cuando el taxi amarillo frenó junto a mí.

El coche olía a limpio, a árbol de pino colgado del espejo retrovisor y a ese aroma neutro que solo tienen los autos que no han vivido demasiado. El conductor —un tipo de unos cuarenta y tantos, brazos gruesos saliendo de la camisa arremangada— asintió cuando le di la dirección. Ni una palabra más.

Pero yo no quería silencio.

El vestido de oficina, ese trapo gris que me obligaban a usar, se me pegaba a las piernas. Llevaba horas sintiendo cómo la humedad se acumulaba entre mis muslos, esa comezón lenta que no era solo cansancio. Era el estrés, la rabia contenida de un día de mierda, convertida en un pulso bajo la piel.

Y entonces, sin pensarlo, dejé que los dedos resbalaran por mi muslo.

El taxista no dijo nada. Pero en el espejo retrovisor, sus ojos oscuros se clavaron en mi reflejo por un segundo más de lo necesario.

Fue suficiente.

Deslicé la mano un poco más arriba, hasta que la falda se arremolinó alrededor de mis dedos. No llevaba medias. Solo las bragas de encaje negras, las que me ponía por la mañana como un pequeño acto de rebeldía contra el gris de la oficina. El aire acondicionado del taxi rozó mi piel desnuda y sentí cómo los pelos se me erizaban.

El tipo tosió, ajustó el espejo.

Yo sonreí para mis adentros y abrí las piernas solo un poco.

No era la primera vez. Sabía cómo hacerlo. Cómo moverme para que el ángulo fuera perfecto, para que desde su asiento viera el destello de piel entre mis muslos. Mis dedos rozaron la tela de las bragas, dibujando círculos lentos sobre el lugar donde ya empezaba a notar el calor.

—¿Calor? —preguntó él de pronto, la voz ronca.

—Un poco —mentí, porque lo que ardía no era el aire, era yo.

Apreté los dientes cuando el dedo medio encontró el lugar exacto, presionando a través de la tela. Un gemido se me escapó, disfrazado de suspiro. En el espejo, sus nudillos palidecían alrededor del volante.

El taxi aceleró un poco, como si quisiera llegar antes. O tal vez como si no quisiera llegar nunca.

Me hundí en el asiento, dejando que la mano se deslizara bajo la cintura elástica de las bragas. La humedad me sorprendió, pegajosa y caliente. Me tocé con la punta de los dedos, despacio, dibujando el contorno de mis labios antes de hundir dos dedos dentro.

El taxista respiró hondo.

—Cierra los ojos —le ordené, sin saber de dónde había salido esa voz mía, ronca y segura.

Y él obedeció.

El coche siguió avanzando por la noche, pero ahora con sus párpados cerrados, guiándose solo por el sonido de mis dedos entrando y saliendo, por el crujido de la tela cuando me retorcía en el asiento.

—Ábrelos —susurré después, y cuando lo hizo, me encontré con sus ojos en el espejo, negros y hambrientos.

Con la mano libre, me bajé un lado del escote, dejando al aire un pezón duro. Lo pellizqué, imaginando que eran sus dedos los que me lastimaban tan dulcemente.

—¿Cómo te llamas? —pregunté, aunque no me importaba la respuesta.

—Miguel —dijo, y su voz sonó rota.

—Miguel —repetí, saboreando el nombre mientras los dedos seguían trabajando dentro de mí—. ¿Quieres ver más?

No respondió. Pero cuando frenó en un semáforo en rojo, giró todo el cuerpo hacia mí, los ojos devorando cada centímetro de piel que le mostraba.

Fue entonces cuando me vine.

Silenciosamente, con los dientes clavados en el labio inferior, sintiendo cómo el orgasmo me sacudía como un latigazo. El taxi se movió otra vez, pero yo seguí temblando, los dedos empapados, los muslos abiertos como una confesión.

Cuando llegamos a mi edificio, pagué en efectivo. Nuestras manos se rozaron un segundo de más.

—Vuelve a llamarme —dijo él, y el número de teléfono escrito en un papel ya estaba en mi bolsillo antes de que yo supiera cómo había llegado ahí.

Subí a mi apartamento sin mirar atrás. Pero esa noche, en la ducha, cuando me tocé otra vez, fueron sus ojos los que imaginé en la penumbra.

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