Ari: Prisionero de Mi Piel V
El día que me hicieron mujer.
Como todos los dias después que mama se fue a trabajar y más tranquila por lo sucedido el día anterior, iba a empezar a trabajar cuando tocaron a mi puerta yo pensé que seguro era un mensajero o tal vez un vendedor, al abrir la puerta me quedé paralizado. No era un mensajero ni un vendedor como pensé, era Jordan. Sentí un nudo en la garganta y de inmediato traté de cerrar, pero su fuerza me lo impidió con facilidad.
—¿Q-qué haces aquí? —pregunté con la voz temblorosa, apenas atreviéndome a mirarlo.
Él dio un paso hacia adelante, forzando la entrada, con esa sonrisa que me puso aún más nerviosa.
—¿Así recibes a alguien que solo quiere hablar? —me dijo con calma, como si todo lo tuviera bajo control.
Retrocedí sin pensarlo, apretando las manos contra mi pecho. Sentía que el corazón me iba a salir por la boca.
—No… no deberías estar aquí… mi mamá… —balbuceé, sin terminar la frase.
Jordan me interrumpió con firmeza:
—Tu mamá no está. Solo estamos tú y yo.
Bajé la mirada. No podía sostener esos ojos tan seguros, tan dominantes. Estaba tan nerviosa que ni siquiera sabía qué hacer con mis manos.
—Yo… no sé qué decirte… —murmuré, casi sin voz.
Él se inclinó hacia mí, acercándose tanto que sentí su respiración.
—No tienes que decir nada. Solo escucharme.
Tragué saliva, sintiendo un calor extraño en mi cara. Alcé la mirada apenas por un segundo, y sus ojos me atraparon. Fue demasiado, la bajé enseguida.
—Por favor… yo no… nunca… —quise explicar algo, pero las palabras se enredaban en mi boca.
—Shhh… tranquila —me interrumpió otra vez, con ese tono grave que me hacía temblar—. No voy a hacerte daño. Pero tampoco voy a dejarte escapar.
Sentí un escalofrío recorrerme de pies a cabeza.
—Tengo miedo… —admití al fin, con un hilo de voz.
Él sonrió, inclinando apenas la cabeza.
—Está bien que tengas miedo. Eso significa que entiendes quién manda aquí. Mientras me iba acorralando con su enorme cuerpo.
Me quedé contra la pared, sin saber qué hacer con mis manos, sin poder controlar los temblores en mi voz. Jordan me miraba fijo, tan cerca que apenas podía respirar.
—¿Sabes qué no puedo sacarme de la cabeza? —me dijo de pronto, con esa media sonrisa que me heló la sangre.
No contesté. Me limité a bajar la mirada, nerviosa.
—La imagen de ti, con esa lencería… —continuó, bajando la voz como si fuera un secreto solo para mí—. Te veías hermosa.
Sentí que la cara me ardía. Abrí la boca, pero las palabras se ahogaron en mi garganta.
—Yo… yo no… no fue… —intenté explicarme, pero me interrumpió enseguida.
—Shhh —susurró cerca de mi oído—. No tienes que justificar nada. Me gustó. Y quiero volver a ver esa imagen.
Mi respiración se aceleró. Me cubrí el pecho con las manos, como si eso pudiera protegerme de su mirada, pero sabía que él ya había visto demasiado.
—N-no puedo… —murmuré con un hilo de voz, sintiéndome cada vez más pequeña frente a su presencia.
Jordan rio suavemente, inclinando la cabeza.
—Claro que puedes. Lo único que falta… es que me obedezcas.
Sentí que mis piernas flaqueaban. El miedo, la vergüenza y algo más que no quería admitir me tenían atrapada. No podía apartar la mirada de él, aunque lo intentaba.
—Por favor… —susurré, sin saber si le pedía que se detuviera… o que siguiera.
Él sonrió con calma, seguro de sí mismo.
—Te ves aún más hermosa cuando tiemblas —me dijo, y esas palabras me atravesaron como un golpe suave pero certero.
Me quedé quieta, temblando, sin saber si retroceder o dejarme llevar. Jordan me miraba con esa seguridad que me desarmaba.
—Mírame… —ordenó con suavidad.
Levanté la vista apenas, y en ese instante sus labios rozaron los míos. Sentí un escalofrío recorrerme entera, mis rodillas casi no me sostenían.
—No… —alcancé a susurrar, pero mi voz se quebró entre jadeos.
Él me sostuvo del mentón, obligándome a mantener la mirada.
—Sí… —respondió con calma, como si no existiera otra opción.
Su boca volvió a buscar la mía, esta vez con más firmeza. Me quedé sin aire, sin defensas. Cada beso me robaba la voluntad.
Cuando me di cuenta, sus brazos me rodeaban, y con una seguridad que me hizo temblar aún más, empezó a conducirme hacia mi habitación mientras me besaba el cuello y me agarraba la cintura y nalgas. Yo apenas podía caminar, cada paso era un torbellino entre miedo y deseo.
—Tranquila… —me susurró al oído mientras avanzábamos—. No voy a soltarte.
Entramos y la puerta se cerró detrás de nosotros. Mi respiración era agitada, sentía mi piel arder. Él me miraba como si ya fuera suya desde antes de besarme y tocarme.
—Eres mía… —sus palabras fueron un golpe dulce, del que no pude escapar.
Me sentí desarmada. Su presencia llenaba el espacio, y yo, tímida, asustada, apenas podía sostenerle la mirada. Él, en cambio, parecía disfrutar cada instante de mi nerviosismo, y sumisión.
Me habló de la imagen que tenía grabada en su mente desde ayer: yo, en lencería, vulnerable, expuesta. “Te veías hermosa”, me dijo, y esas palabras me atravesaron más que cualquier gesto. Yo temblaba, me encogía, quería esconderme… pero al mismo tiempo sentía que algo dentro de mí se abría paso hacia él.
Sus manos subieron lentamente por mi abdomen, agarrando el borde de mí polera. Yo apenas podía respirar, atrapada entre su pecho y el espejo. Sentí cómo la tela ascendía; rozando mis costillas y me estremecía. Alcé los brazos, temblando, y la prenda salió de mi cuerpo y cayó al suelo, dejándome en buso.
Me miraba fijo, sin prisa, disfrutando de mi vulnerabilidad. Sus dedos entraron por el borde de mi buso, sujetándome y demorando en mi cintura, como saboreando el instante, bajando lentamente hasta mis caderas y nalgas. Sentí cómo me bajaba poco a poco el buso, obligándome a soltar un gemido nervioso. El aire frío de la habitación me envolvió cuando lo retiró por completo, y dejándome expuesta solo con mi cachetero, que se ceñía a mi piel como un secreto íntimo.
Me quedé frente a él, con el pecho agitado, apenas cubierta por mi cachetero. Sentía su mirada clavada en mí, quemándome, desnudándome más que sus manos. Y de pronto, sin apartar los ojos de los míos, comenzó a desabrocharse la camisa.
Uno a uno, los botones se fueron abriendo hasta dejar al descubierto su torso firme. Tiró la prenda al suelo y enseguida bajó el cierre del pantalón. Yo tragué saliva, nerviosa, viendo cómo lo empujaba hacia abajo junto con la ropa interior. Mi mirada tembló cuando su erección apareció desnuda, dura, gruesa, grande, apuntando hacia mí con una intensidad que me hizo estremecer.
Me cubrí instintivamente con las manos, avergonzada, y al mismo tiempo excitada. —Es demasiado… —susurré, temblando, ya que ese descomunal tamaño pudiera romperme. Él se acercó despacio, tomándome del mentón para obligarme a verlo. —No tengas miedo… —murmuró—. Quiero que sientas cómo te deseo.
Con un movimiento firme me alzó y me llevó a la cama, tumbándome sobre las sábanas. Se inclinó sobre mí, atrapándome bajo su cuerpo, y sus manos descendieron directo a mi cintura. Tiró del borde del cachetero lentamente, bajándolo apenas unos centímetros, lo suficiente para hacerme jadear de ansiedad.
Su respiración caliente chocaba contra mi cuello mientras lo deslizaba cada vez más abajo, con una calma cruel, disfrutando de cómo me retorcía entre el deseo y el miedo. Yo cerré los ojos, mordiéndome el labio, hasta que al fin el encaje cedió del todo y quedé completamente expuesta bajo su mirada.
Su erección rozó mis muslos, dura, palpitante, y sentí un escalofrío recorrerme entero. Me sentía vulnerable, atrapada, pero también profundamente encendida. Esa mezcla me desgarraba por dentro, y lo único que pude hacer fue gemir su nombre.
Me hundió en la cama, su peso sobre mí, su respiración enredada con la mía. Podía sentirlo, duro, palpitante, rozando mi piel desnuda como una amenaza dulce e insoportable. Yo temblaba bajo él, encogida, con las manos intentando cubrirme, pero él las sujetó con fuerza contra las sábanas.
—No huyas… —susurró—. Esto es lo que quiero… lo que necesitas.
Me besó con hambre, con una intensidad que me cortaba la respiración, y al mismo tiempo su cuerpo presionaba más, reclamando el mío. El roce se volvió más insistente, más claro, y mi resistencia se quebró entre jadeos. El miedo y el deseo se confundían en un mismo latido.
Su miembro parecía tener vida propia, a que solito empezó a buscar mi hoyito, y su cabezota me empezó a lubricar, lo sentí entrar en mí poco a poco, como una ola que me arrasaba. Gemí, arqueando la espalda, atrapada entre el dolor dulce y el placer que me desgarraba por dentro.
Empezó a penetrarme de pocos y muy suave, creo que me estaba cuidando de no hacerme daño o lastimarme ya que su pene era enorme, yo empezaba a gemir, mientras le decía que por favor no lo haga, Jordán reía mientras me iba penetrando.
Sus embestidas eran firmes, profundas, cada vez más voraces, y yo no podía más que aferrarme a él, clavando mis uñas en su espalda.
—Mírame… —ordenó, y abrí los ojos solo para encontrarme con los suyos, llenos de deseo y dominio. Esa mirada me hizo rendirme por completo.
El ritmo se aceleró; mis gemidos llenaban la habitación, y la tensión en mi cuerpo crecía hasta ser insoportable. Sentí cómo me consumía, cómo todo se quebraba dentro de mí al mismo tiempo que un clímax me atravesaba, haciéndome gritar su nombre.
Y en ese instante, ya no había miedo. Solo entrega, solo fuego, solo nosotros.
Jordan me estaba asiendo el amor, me sentía diminuta, frágil , débil, vulnerable, me olvide que yo era un hombre y empecé a disfrutar como una verdadera mujer, le empecé a decir que lo amaba mientras lo abrazaba fuerte, le decía que no me deje , que soy tuya , lo abrazaba fuerte, así estuvimos como media hora, yo gritaba y gemía fuerte hasta que empecé a convulsionar, sentía que me iba de este mundo no se que paso pero perdi el conocimiento después supe que lo que había pasado era que había tenido un orgasmo.
Quedé tendida bajo su cuerpo, la respiración desordenada, el sudor pegando mi piel a las sábanas. Mis piernas aún temblaban, abiertas, vulnerables, mientras él permanecía encima de mí, caliente, firme, sin apartar su mirada de la mía.
Quise cubrirme, esconderme, pero me sostuvo del mentón con suavidad, obligándome a mantener los ojos abiertos.
—Mírate… —susurró—. Nunca fuiste tan hermosa como ahora.
Sentí un nudo en la garganta. Yo estaba desnuda, frágil, entregada, y aun así esas palabras me atravesaban más que todo lo demás. Me descubrí sonriendo entre lágrimas, temblando, y entendí que la vulnerabilidad que tanto me asustaba era también la que me hacía sentir viva.
Él me rodeó con su brazo, apretándome contra su pecho fuerte, y en ese silencio solo se oía nuestro jadeo compartido. Yo sabía que el deseo no había terminado; que esa tensión seguía ardiendo entre nosotros, lista para devorarnos otra vez.
Su respiración comenzó a calmarse, pero sus manos nunca dejaron de recorrer mi piel. Yo pensaba que todo había terminado, que me dejaría descansar, pero su cuerpo seguía ardiendo contra el mío. Sentí cómo su erección seguía como al inicio, rozando mis muslos aún sensibles, y un escalofrío me recorrió entera.
—¿Creías que ya había terminado? —me susurró al oído con una sonrisa oscura.
Apreté las sábanas, temblando, sabiendo que me provocaba otra vez. Su lengua se deslizó por mi cuello, bajando hasta mis pechos, y mis gemidos reaparecieron, más débiles, rendidos. Intenté apartarlo, con un “ya no puedo” apenas audible, pero él me sujetó las muñecas sobre mi cabeza y me obligó a mirarlo.
—Sí puedes… conmigo siempre puedes.
Su boca y sus manos volvieron a encender cada rincón de mí, hasta que el deseo me devoró de nuevo. El segundo encuentro fue distinto: más salvaje, más desesperado, Jordan era un experto me dominaba a su antojo me puso boca abajo donde sentía su cosota llegar hasta mi estómago, me puso en 4, me hizo el amor por toda mi habitación en varias posiciones. Cada embestida era un choque de cuerpos y emociones, un incendio que nos consumía. Yo gritaba su nombre, él me reclamaba con fuerza, y en medio del caos sentí que me rompía y me volvía a armar dentro de sus brazos.
Cuando finalmente caímos exhaustos, cubiertos de sudor y jadeos, me abrazó con fuerza. Su pecho era una muralla caliente donde hundí mi rostro, aún temblando. Me besó la frente con ternura, como si ese gesto simple fuera más íntimo que todo lo anterior.
—Eres mía —dijo en un susurro—. Y yo, me sentía suya mientras me aferraba fuerte a su pecho.
Me quedé en silencio, desnuda en su abrazo, sabiendo que esa mezcla de deseo, miedo y ternura era lo que me mantenía viva. Y aunque estaba agotada, dentro de mí ardía la certeza de que esa tensión jamás se apagaría.
La habitación quedó en silencio después del torbellino, todo el lugar estaba impregnado del olor a sudor y sexo. Yo estaba tendida en la cama, desnuda, apenas podía moverme, rendida, con el cuerpo agotado y tembloroso. Mis piernas aún no respondían, mi respiración era corta, muda de tanto gemir y sin embargo no podía apartar los ojos de él. Jordan seguía erguido, mirándome como si yo fuera suya desde siempre, como si mi entrega fuera la única certeza que necesitaba.
Jordan se levantó sin apuro, sereno, como si todo hubiera sido parte de un plan cuidadosamente ejecutado. Se vistió frente a mí, abrochando cada botón de su camisa con calma, sin necesidad de hablar. Yo lo miraba en silencio, con los ojos vidriosos, sintiendo un vacío extraño en el pecho: agotada, pero con el corazón latiendo con fuerza.
Cuando estuvo listo, se acercó y me tomó del mentón, obligándome a alzar la mirada hacia él. Su sonrisa era oscura, dominante, y su voz un susurro que me atravesó:
—Mírate, Ari… cansada, rendida, y aun así deseando más. Sabes que eres mía.
Mis labios se abrieron, pero no encontré palabras. Solo un suspiro, una confesión muda de que tenía razón. Yo estaba rota y al mismo tiempo llena, enamorada hasta la médula, atrapada en un lazo que no podía romper.
Me besó la frente como si fuera un dueño marcando su posesión, y se apartó sin mirar atrás. La puerta se cerró con un clic suave, dejándome sola en la penumbra.
Me abracé a las sábanas arrugadas, todavía oliendo a él. Y en ese momento lo supe: Jordan me tenía. Me tenía por completo. Yo era suya, estaba enamorada de ese niño de 19 años de ese macho 6 años menor que yo… y aunque él se hubiera ido, su dominio se quedaba conmigo, grabado en cada rincón de mi piel.
Jordan no solo me tomó: me transformó. Después de esa primera vez, ya no fui la misma marcando un antes y un después en mi vida.


Deja un comentario
Lo siento, debes estar conectado para publicar un comentario.