Por

Anónimo

marzo 17, 2020

477 Vistas

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Amores de Juventud

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Aparqué el taxi en una calle cercana a la casa. Procuré acercarme utilizando las sombras que me ofrecían los escasos faroles de la calle, utilicé la puerta trasera que, como esperaba, estaba con el cerrojo sin echar. Solo la cerradura que abrí con la llave que me había facilitado la dueña. Sigilosamente cruce el corral y entré en el edificio. Atravesé la cocina y el pasillo con la planta baja en la más completa obscuridad y subí la escalera. Entré en la habitación, como tantas veces. Ella dormía plácidamente bajo las mantas. Me gustaba escuchar su respiración acompasada… Hacía frio. Me desnudé y tiritando me acosté junto a ella, tratando de no destaparla, despertándola.

— ¡Vienes helado! Anda, arrímate y te caliento… ¡Uuhh, qué fríos traes los pies!

El calor que desprendía el cuerpo de Lidia me calentaba, no solo por fuera… Mi polla crecía por momentos y, como si fuera autónoma, se entremetía entre las preciosas nalgas. Me daba la espalda. Solo un impedimento se interponía; el camisón que acostumbraba a ponerse cuando estaba sola. Con su ayuda tiré de la camisola hasta enrollarla en su cintura y ya expedito el camino, desde atrás, acariciando su dorso y pasando la mano por su axila llegué a sus tetas sobre la tela. Con la otra mano pinté con mi brocha la grieta que se me ofrecía. Mi hombría entró en la ya húmeda cavidad que esperaba anhelante. Estaba muy excitado y en apenas unos minutos bombeando con furia, descargaba en su vientre. Ella no disfruto. Le costaba bastante llegar a excitarse.

– Venías cargadito ¿Eh? Me dijo con sorna.

– No puedes imaginarte cuanto mi vida. Llevo una semana esperando este momento…

– Y yo, mi amor… Y yo…

Se giró hacia mí, yo, de lado, sobre mi costado derecho, acaricie su vulva con la mano izquierda, abarcándola en su totalidad; mi dedo corazón se internó en la empapada grieta pasándola desde el perineo hasta su botoncito. Un gemido delataba su placer. Rodeé con delicadeza su capuchón; ella con sus dedos se pellizcaba los pezones. Como pude entré por el escote del camisón para apartar una de sus manos y relevarla en tan grata empresa. En este punto estaba muy excitada. La besé con deseo, nuestras lenguas pugnaban por penetrar al otro y los labios blandos se fundían en una lujuriosa lucha.

Sus suspiros, el temblor de sus piernas inquietas, señalaban la cercanía de su clímax más extemo… Y llegó… – ¡Aaaahhhh, Manoloooo…! ¡Me corrooo! ¡Aaaahhgggggg!

Una convulsión que la levantó de la cama, apoyada en sus talones y la espalda, seguida de otras de menor intensidad marcó el fin del encuentro. Nos quedamos un tiempo abrazados, acariciándonos con delicadeza, besándonos. Me gustaba pasar mi mano por su pelo, peinándolo con mis dedos, acercándolo a mi cara para embriagarme con su olor… De nuevo la excitación enderezó mi hombría que se colaba entre sus muslos. Más besos, más caricias…, con su mano apresó el objeto de su placer para conducirlo hasta su cálida abertura, entró con suavidad, me monté sobre ella y empujé una y otra vez hasta que sus gemidos y la respiración entrecortada me indicó la proximidad de su clímax. Y llegó… Arrollador, sus brazos me apresaron y casi me ahogaban…, yo, sobre mis codos para no descargar mi peso sobre su cuerpo, mordisqueaba su cuello, sus deliciosas orejitas… Bajé mi mano derecha acariciando su cadera y los muslos, me gustaba comprobar cómo se erizaba la piel y se tornaba rugosa debido a la excitación.

Como casi siempre su explosión me sorprendió. Gritó y se contorsionó, levantando mi cuerpo con el suyo hasta dejarse caer desmadejada sobre la cama. Me deslicé hasta quedar a su lado, comprobé como otras veces, que de su boca se descolgaba un hilillo de saliva que yo me apresuraba a sorber con fruición. Poco a poco su respiración se normalizó con su mano en mi sexo. Nos quedamos dormidos y no debíamos… era peligroso. Desperté sobresaltado mirando mi reloj, eran las cinco y me tranquilicé; me levanté deslizándome para no destaparla y que no se despertara. Lo había repetido tantas veces que era ya habitual. Pero Lidia se despertó, se incorporó apoyándose sobre su codo izquierdo, encendió la lamparita de la mesilla de noche… Me sorprendió su mirada extraña.

– Manuel, tenemos que hablar…. Me dijo con cara compungida mientras me subía los pantalones y abrochaba la cremallera y el cinturón.

– ¿De qué, vida mía? Pregunté. Su mirada era sombría.

– No me ha bajado… la regla… estoy muy asustada. Enterró la cara en la almohada y un sollozo rompió su garganta impidiéndole seguir hablando.

Si llegan a derramar un cubo de agua fría en mi cabeza no me hubiera sentido peor. Mi barbilla se descolgó y un escalofrío recorrió mi espalda hasta impactar en la nuca como si me hubieran dado un martillazo. Y no era para menos. Nuestro idilio era secreto, nadie debía saberlo. Llevábamos unos meses así. Lidia estaba casada, su marido, Juan, se tuvo que marchar a trabajar a Alemania con un contrato de tres años y llevaba un año fuera. Estábamos en plena transición política, aún no se había aprobado la constitución española y la política aún se amparaba por las leyes de la dictadura… la sociedad rechazaban de plano la infidelidad. Las precauciones eran imprescindibles. Pero había algo que era casi insuperable. Los anticonceptivos estaban todavía prohibidos. Los preservativos se vendían de estraperlo. Por aquel entonces, Yo era el único taxista en el pueblo a unos cien kilómetros de Albacete. Esta ocupación me permitía pasar desapercibido cuando me movía a cualquier hora del día o de la noche por las calles o las carreteras le las aldeas cercanas. También me permitía conocer los entresijos de las vidas de los vecinos. SI QUIERES LEER EL RELATO COMPLETO, VISITA MI WEB REFERENCIADA EN MI PERFIL.

Lidia y yo nos conocíamos desde niños, tonteábamos en la adolescencia pero a ella su familia la llevo a la capital para estudiar y dejé de verla durante algunos años. Regresó ya casada, su padre lo había arreglado con la familia del marido…, tenían muchas tierras y eran de los pudientes del pueblo, pero la puta crisis del petróleo de 1973 fue minando el patrimonio familiar hasta que los arruinó… el marido tuvo que marcharse a trabajar fuera para salvar lo que pudieran. Un buen día, Lidia me llamó para que la llevara a la ciudad para ver a un médico por un problema de riñón. Era un cálculo no demasiado grave. Por el camino hablamos y acabamos follando en una desviación, dentro del taxi. De esto hacía casi un año y desde entonces ya no pudimos dejarlo. La verdad es que yo quería a esta mujer y creo que ella también a mí. Lo hablamos, pero el divorcio no se aprobaría hasta el 22 de junio de 1981, y para eso aún quedaba, vamos que no estaba permitido en este país y no digamos el adulterio, penado por las leyes franquistas.

– ¡Manolo! ¿No dices nada? Preguntó angustiada.

– Yo… Bueno… Buuff, me has pillado por sorpresa… No sé qué decir… Balbuceé. – Pero ¿Cómo ha sido? ¿No decías que eras estéril? Le dije con una voz que no me salía del cuerpo.

– ¡Síí, eso creía! ¡Con mi marido lo intentamos durante años y no pasó nada! Sus ojos estaban arrasados en lágrimas.

– ¿Y no pensaste que podía ser él el estéril? Le dije como en un lamento.

– ¡¿No me irás a dejar sola con esto?! Su pregunta era un angustioso lamento, me acerqué a ella y la abracé con cariño, ella se arrebujó en mis brazos.

– Buscaremos una solución, mi vida… Déjame pensar en ello. Besé su frente y me levanté, deslizó sus manos por las mías hasta que me separé de ella.

Me deslicé furtivamente por la calle hasta llegar al taxi…, sentado dejé caer mi cabeza sobre los brazos al volante. No podía pensar, mi mente era un caos, un torbellino de fugaces imágenes me aturdían. Me incorporé, arranqué el vehículo y me dirigí a la plaza de aparcamiento de mi taxi. Pasaron unos días. No encontraba solución al problema y me agobiaba. Casi una semana después me llamaron para llevar a un matrimonio conocido a Albacete. Por el camino pude oír algo de su conversación. Al parecer querían tener un hijo pero no venía y se habían sometido a unas pruebas. Hoy recogerían los resultados. Los dejé en la puerta de la clínica y me tomé un café mientras esperaba. Por la ventana del bar vi salir a mis pasajeros. Pagué y salí en su busca, parecían disgustados. Durante el camino de vuelta les escuché hablar. Eran cuchicheos.

Lo que empezó aquí puede continuar en privado. Ver ahora

– Lorenzo, ya has oído al doctor, no soy yo, eres tú. Tuviste esa enfermedad de niño y te dejó estéril, acéptalo, ya no tenemos que preocuparnos más. Adoptaremos uno y ya está… Le decía la mujer.

– Pero Laura, yo te quería dar un hijo y… No pudo seguir, el marido lloraba en silencio, amargamente. Seguían hablando y ya no les presté atención. Una idea bullía en mi cabeza. – ¡Manolo, para en algún sitio, Laura quiere orinar! Me gritó Lorenzo.

– Estamos cerca de una venta de carretera, pararé allí ¿Vale? Les grité yo.

Y así lo hice. Lorenzo y yo nos sentamos en una mesa mientras Laura entraba en los servicios.

– Lorenzo, no he podido evitar oír lo que hablabais y… No me dejó terminar.

– ¡No se lo iras a decir a nadie! Me dijo asustado.

– ¡No… no! Solo quería proponerte algo… Callé esperando su reacción.

– Bueno… Tú dirás…

– Pues… Verás… Yo tengo un niño para vosotros… Me miró con la cara desencajada.

– ¡¿Tú vendes niños?! Su cara de sorpresa me hizo sonreír.

– No hombre no… no me malinterpretes. No vendo… Regalo niños… Veras, hay una mujer que acaba de quedarse embarazada y no puede criar al niño. Lo que te propongo es que tu mujer simule un embarazo y cuando esta mujer vaya a tenerlo, tu mujer hará como si lo tuviera ella. Lo inscribís a vuestro nombre y nadie tiene que saber nada más. ¿Qué te parece?

– ¿Cuánto nos va a costar el niño? Di la verdad Manolo…

– Te he dicho que nada. Bueno, los gastos que pueda generar si hay complicaciones y los gastos de parto… Nada más…

Nuestra conversación se vio interrumpida por la presencia de Laura que nos miraba con curiosidad. De nuevo en el taxi Lorenzo empezó a comentarle a Laura sobre la posibilidad de hacer algo para conseguir un niño. Al principio Laura estaba algo reacia. Pero poco a poco fue aceptando la propuesta hasta que por fin su marido le explicó todo lo que habíamos hablado.

– ¿Puedo saber quién es la madre? Me preguntó Laura desconfiada.

– Laura, lo que os voy a decir no debe saberlo nadie, tanto si aceptáis como si rechazáis lo que le propuse a Lorenzo.

– De acuerdo, entiendo que es algo que te toca muy de cerca… La intuición de Laura me sorprendió.

– Si, muy… demasiado cerca. Lo que sea es… hijo mío y de… Lidia… ¿Lo entiendes ahora?

– Lo imaginaba… Y qué pasa si dentro de unos años quieres recuperar a tu hijo… O Lidia… Laura dudaba.

– Laura, la criatura va a estar registrada a vuestro nombre. Legalmente será vuestra. Y ni a Lidia ni a mí nos interesa que esto salga a la luz… Ni ahora, ni dentro de veinte años. Ya sabéis que el marido de Lidia tiene muy malas pulgas. Además, si confío en vosotros es porque os conozco de toda la vida, sois buena gente, solo pido que me permitáis ver a mi hijo y sé que no me apartareis él. Seremos los padrinos. Seré vuestro compadre, como su tío… Y Lidia como su tía… ¿Estáis de acuerdo? Callé esperando su respuesta.

Tenía mis razones para hablarles claramente. De todos modos la panza de Lidia sería difícil de ocultar. A no ser que, como en este caso, contara con la ayuda y complicidad de estos compadres.

– ¿Podemos pensarlo? Dijo Laura con cara pensativa, que yo observaba a través del retrovisor interno. – Mañana nos vemos en mi casa y te diremos lo que hemos decidido.

– Por mí de acuerdo. Mañana paso por vuestra casa… ¿A qué hora? Pregunté.

– A las seis de la tarde ¿Te viene bien? Propone Laura.

– Bueno… Ya sabéis como es mi trabajo… de todos modos en principio sí, en caso de no poder me paso un momento y os digo cuando ¿De acuerdo?…

Llegábamos a su casa. Bajaron de coche, Laura me miró de forma extraña, me ofreció su mano por la ventanilla, le di un apretón con la mía y sellamos un acuerdo sin palabras. Al parecer ella era quien decidía y no solo en este caso. Lorenzo también me ofreció su mano, que estreché con fuerza, pero la noté blanda, fofa… En invierno las calles del pueblo estaban vacías a las doce de la noche. Me acerqué como un ladrón a casa de Lidia y entré por la puerta del patio, como siempre, con la llave que ella me dio el mismo día que tuvimos el primer encuentro. La luz del cuarto de Lidia estaba encendida, me acerqué por si había alguien en la casa y escuché lamentos. Estaba sentada en la cama, recostada en el cabecero sobre un cojín, con una toquilla sobre los hombros, lloraba. Me pareció bellísima, era muy guapa, el pelo oscuro caía sobre su rostro y se pegaba en sus mejillas bañadas por el llanto. La imagen era de una ternura infinita… Me emocioné, golpeé con los nudillos suavemente en la puerta, levantó su rostro sorprendida, me miró y cubrió la cara con sus manos llorando, ahora sí, convulsionando todo su cuerpo. Me acerqué, nos envolvimos en un apasionado abrazo. Despejé su cara apartando los cabellos y nos fundimos en un beso como nunca antes nos habíamos besado. Sus delicadas manos acariciaron mi rostro, mi mano derecha en su nuca y la izquierda en la barbilla. Me sentía profundamente unido a esta mujer, mi mujer, aunque las leyes dijeran que pertenecía a otro hombre. Una idea fugaz cruzó por mi mente, como un latigazo, como un relámpago. ¿Podría soportar saber que estaba en brazos de su marido cuando este volviera? Deseché la idea por lo dolorosa que esta era. Me centré en ella, en tratar de hacerla feliz, en cumplir sus más íntimos deseos.

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2 respuestas

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