El aire acondicionado del viejo Chevrolet no funcionaba, pero el calor que sentía no venía del sol de julio. Federica, mi prima de 28 años, se había acomodado en el asiento del copiloto con ese vestido blanco que se le pegaba al sudor, marcando las curvas que desde los 18 años me quitaban el sueño. Íbamos solos a la casa de playa familiar, un viaje que debería haber durado tres horas y que se convirtió en una tortura de deseos cuando la lluvia nos obligó a refugiarnos en un motel de carretera.

«Solo una noche, Roy» dijo, sacando del bolso un bikini negro que dejó caer deliberadamente a mis pies cuando se inclinó.

El olor a coco de su bronceador se mezclaba con ese perfume barato que usaba desde la adolescencia, el mismo que olía en las reuniones familiares cuando pasaba rozándome «sin querer». Pero esa noche no había tíos ni primos que nos vigilaran. Solo una habitación con una cama que crujía y un espejo en el techo.

Federica no fue sutil. Se quitó el vestido frente a mí, mostrando el bikini que dejaba más piel al descubierto que cubierta. Sus pechos —más grandes de lo que recordaba— se movían con cada respiración acelerada, los pezones oscuros marcando la tela.

«¿Vas a quedarte mirando o me ayudas con la crema?» preguntó, tendiéndome el bote mientras se acostaba boca abajo en la cama.

Mis manos temblaron al aplicar el líquido en su espalda, bajando lentamente hacia ese culo que siempre escondía bajo faldas largas en las reuniones. Ahora, con solo desatar un nudo, estaría completamente desnuda.

«Más abajo, primo» susurró, empujando su pelvis contra el colchón.

El primer dedo se deslizó bajo el hilo de su bikini sin resistencia. Federica gimió, arqueándose para darme mejor acceso. El segundo dedo encontró su clítoris hinchado, y el sabor cuando me llevé los dedos a la boca fue salado, con un toque ácido que me hizo perder la compostura.

«Quítame esto» ordenó, tirando del hilo dental que le separaba las nalgas.

Lo hice con los dientes.

Lo que siguió fue un festival de pecado:

Ella arrodillada en el borde de la cama, yo detrás saboreando cada pliegue de su vagina mientras mis dedos le abrían el ano. Federica gritó cuando mi lengua encontró su perineo, un sonido que nunca le había escuchado en años de familia.

El primer condón lo rompió con sus uñas pintadas de rojo. El segundo lo sacó a medias cuando ya estaba dentro de ella, diciendo «quiero sentirlo como Dios manda».

Mis manos ahogando sus gritos mientras la penetraba por detrás, viendo cómo sus tetas rebotaban en el reflejo. Ella con las piernas sobre mis hombros, mis labios bebiendo su sudor mientras le murmuraba «esto es lo que querías cuando te sentabas en mi regazo en Navidad, ¿verdad?». Federica llegó primero, con un chorro que empapó las sábanas (algo que ninguno de los dos esperaba). Yo seguí moviéndome dentro de ella, saboreando sus pezones hasta vaciar mis testículos en su útero con tres bombadas finales que la hicieron gritar de nuevo.

La mañana después fue incómoda. Federica se vistió en silencio, evitando mi mirada hasta que, al subir al auto, dejó escapar:

«Tu madrastra tenía razón… sabes usar esa lengua mejor que tu padre».

El resto del verano fue un juego de miradas furtivas en las reuniones familiares, de rozones «accidentales» cada vez que pasábamos cerca, y de noches en las que ambos sabíamos que volvería a pasar.

Y volvió a pasar. En el baño de la boda de su hermana, contra el refrigerador de la casa de playa, incluso en el estacionamiento del instituto donde estudio. Pero esa primera noche en el motel, con el sonido de la lluvia tapando nuestros gemidos, sigue siendo el recuerdo que me hace durar menos cuando me masturbo.