
Por
Anónimo
Terapia con mi tía 5
Ese día salí del departamento de mi tía sintiéndome en las nubes. Es cierto que aún fue un poco raro vestirme frente a ella y al despedirnos no atinamos más que a darnos un beso en la mejilla, como las normas mínimas y clásicas de convivencia dictan. Pero, vaya, que la sesión había ido mucho mejor de lo que pensaba.
—Nos vemos la siguiente semana — había dicho yo al salir, pero ella me tomó suavemente del brazo, y en voz baja, como si alguien pudiera oírnos dijo:
—Escríbeme.
Y vaya, era una idea inteligente al final, no sé cómo no se me había ocurrido antes.
Volví a casa y mi madre debió notarme más feliz y contento pues hasta ella comentó:
—Vaya, pero es que veo que la terapia te funciona.
—¡Vaya que sí! — respondí, riéndome para mis adentros.
El fin de semana pasó volando. Salí con mis amigos Miguel y Raúl, fuimos a una fiesta donde la música sonaba tan fuerte que apenas podíamos escucharnos, como debe de ser. Bailamos, bebimos algunas cervezas y reímos hasta que el cansancio nos venció. No conecté con ninguna chica, lo cual no tiene que ser una desgracia, pero habría coronado ese finde como una verdadera victoria.
Entre bromas, música, cigarros baratos y alcohol, casi olvidé por completo mi encuentro con Sofía.
El lunes, de regreso en la rutina, me di cuenta de que tal vez valía la pena abrir nuestra comunicación unpoco.
“Hola!, bonita semana” tecleé y envié.
“Adrián, muchas gracias. Saludos y bonita semana para ti también” recibí en respuesta.
Y realmente no le di más importancia durante la mañana. No fue sino hasta la tarde, en mi habitación mientras me sacudía la verga que pensé en que tal vez deberíamos hablar más, pero la verdad es que no teníamos mucho de qué platicar. Teníamos una relación cordial, como he contado, pero nunca llegamos al punto de conocernos realmente.
Esa noche simplemente me masturbé y me quedé en mis asuntos, pero a la mañana siguiente, sólo despertarme, tuve una revelación.
“Buenos días, Sofía, hoy amanecí con una erección de campeonato”
Me reí mientras lo tecleaba, pero bro uno no puede ser Neruda nada más levantarse.
En cuanto presioné enviar, una mezcla de nerviosismo y emoción me recorrió el cuerpo. La respuesta no tardó en llegar, pero no era la reacción juguetona que esperaba. “Buenos días, Adrián. Espero que tengas un buen día.”
Si bueno, no era precisamente una invitación al pecado y la tentación como yo esperaba, pero, PEEERO, el que hubiera respondido me dejaba pensar que las cosas no iban tan mal.
Esa noche, después de una larga jornada llena de distracciones necesarias, decidí arriesgarme nuevamente. Con el corazón latiendo fuerte, le escribí: “Sofi, ¿qué tal tu día? ¿Cansada?” Esperé ansiosamente por su respuesta mientras miraba el techo de mi habitación, las sombras danzando a la luz tenue de mi lámpara.
La contestación llegó rápida: “Cansada.” Era simple y directa. Un golpe bajo para mis expectativas. Cansada. ¿Era eso todo lo que tenía que decir? No estaba haciendo las cosas más fáciles.
Decidí dejarlo ser y me fui a dormir.
El martes debe ser el día que más odio de la semana. Sin personalidad ni actitud.
Y quizá por eso decidí darte una inyección de emoción a mi día:
“Buenos días, Sofía, otro día que amanezco así” decía el mensaje, que no era precisamente críptico pues estaba acompañado de una foto directa de mi entrepierna, mostrando una erección matutina imponente.
La espera fue tortuosa, aunque afortunadamente no demasiado larga.
Finalmente, después de lo que pareció una eternidad, el tintineo familiar de un mensaje rompió el silencio. Abrí la conversación con ansiedad contenida y ahí estaba su respuesta: una risita acompañada del mensaje “las virtudes de la juventud”. Mi estómago se volvió un remolino de emociones; su tono parecía más ligero, más abierto. Era un pequeño triunfo que llenó mi pecho de euforia.
No pude resistirlo. Decidí seguirle la corriente:
“¿Y tú qué traes puesto?” envié, consciente de lo atrevido que era ese comentario pero incapaz de contenerme. El deseo crecía como una llama avivada por el viento.
La respuesta llegó casi al instante, y cuando vi la foto, me quedé sin aliento. Sofía estaba de pie frente a su espejo, luciendo espléndida un conjunto mínimo de ropa interior: bragas y sostén a juego. La luz suave acentuaba cada detalle: la piel dorada por el sol y la delicadeza de sus contornos hacían que mi mente se desbordara de pensamientos lascivos. Era imposible no dejarme llevar por la imagen.
Excelente manera de empezar el día.
Respondí el mensaje simplemente con un par de fueguitos, y me preparé para ir a la escuela.
Muchos de mis compañeros y hasta amigos estaban siendo extremadamente emocionales con el fin de curso. La verdad es que de no ser por la incipiente relación con mi tía, probablemente yo los estaría acompañando en esa avalancha de sentimientos, pero afortunadamente no era así.
Ese segundo día, le pasé como en una bruma extraña, mezcla de excitación y felicidad.
A la noche, en la soledad de mis habitaciones, pensé en llevar las cosas más allá. Quería dejar un precedente, que yo fuera lo primero en lo que mi tía pensara al despertarse o acostarse…
Sí, una idea hasta infantil, pero ¿qué podía salir mal?
Me levanté de la cama y miré alrededor de mi habitación. Estaba hecha un desastre, como siempre. Decidí arreglarla un poco, el objetivo principal sería no dar asco.
Con todo listo, me quité la ropa apresuradamente.
Me miré al espejo, dudando si quitarme también los calzoncillos. Al final me los saqué de un tirón, quedando completamente desnudo.
Me coloqué frente al espejo de cuerpo entero, buscando el ángulo perfecto. Quería que se viera todo mi cuerpo, pero sin ser demasiado explícito. Después de varios intentos, encontré la pose ideal: de pie, con una pierna ligeramente flexionada para ocultar sutilmente mi entrepierna.
Con el corazón acelerado, tomé la foto y se la envié a Sofía sin pensarlo dos veces. Los minutos que siguieron fueron eternos.
Seguía desnudo y aunque estaba excitado, me sentía sobre todo vulnerable.
No tenía frío, pero mis dientes tiritaban de manera apenas perceptible.
Justo cuando estaba por rendirme, llegó su respuesta. Abrí el mensaje con dedos temblorosos y casi se me cae el celular al ver la imagen: eran sus pechos, perfectamente redondos y firmes, una de sus manos los estrujaba, lo que resaltaba su tamaño y redondez. Deliciosos.
La sangre me hirvió al instante. Sin poder contenerme, empecé a acariciarme mientras miraba la foto una y otra vez.
“qué hermosa vista” escribí y envié, para después actuar en consecuencia: comencé a masturbarme frenéticamente.
El placer se intensificó rápidamente hasta que alcancé el clímax con un gemido ahogado. Me quedé tendido en la cama, jadeando, con una sonrisa de satisfacción en el rostro.
El miércoles, increíblemente, me desperté con un humor radiante.
Las interacciones con Sofía habían alcanzado un nuevo nivel de intimidad y el morbo entre nosotros crecía de manera exagerada. Me sentía como un adolescente otra vez, con las hormonas alborotadas y pensamientos lascivos ocupando cada rincón de mi mente.
Durante el desayuno, no pude evitar sonreír al recordar la foto de sus pechos. Mi madre me miró con curiosidad, pero no dijo nada. En la escuela, me costaba concentrarme en las clases. Mi mente divagaba, imaginando escenarios cada vez más atrevidos con Sofía.
Esa tarde, decidí llevar nuestro juego un paso más allá. Entré al baño para ducharme, pero esta vez con una intención diferente. Dejé que el agua caliente corriera por mi cuerpo, formando riachuelos que resbalaban por mi piel. Con el corazón acelerado, tomé mi celular y me posicioné frente al espejo empañado.
Capturé la imagen perfecta: el vapor del agua creaba un efecto neblinoso, añadiendo un toque de misterio. Mi verga se insinuaba erecta en el emborronado espejo.
La mandé sin comerme mucho la cabeza.
Terminé de bañarme y llegué a mi cuarto sólo envuelto en una toalla, mi pene se negaba a relajarse y sentía cómo mi corazón latía más fuerte de lo normal.
Finalmente, mi celular vibró. Abrí el mensaje con el corazón en la garganta. La imagen que apareció en la pantalla me dejó sin aliento: Sofía, en su propia ducha, con el agua cayendo sobre ella como una cascada sensual. Su cabello oscuro se pegaba a su cuello y hombros, enmarcando su rostro con una expresión de deseo apenas contenido. Sus manos cubrían estratégicamente sus pechos, pero dejaban ver el inicio de su pubis completamente depilado.
Se me secó la boca, no voy a mentir.
Iban a ser unos días difíciles y largos.
Por lo cual ahorraré el fastidio en la historia y pasaremos a la parte interesante: el sábado.
¿Pero no eran sus “terapias” los viernes? Pues sí, pero Sofía me pidió simplemente pasarlas al sábado.
—No puedo seguir cancelando mis citas del viernes, necesito trabajar también.
Había explicado en uno de los mensajes que me mandó en los siguientes días.
Como sea, finalmente llegamos al día prometido.
Me dejé caer por su departamento a eso del medio día, no sé si era la mejor decisión porque el calor del verano comenzaba a hacer mella en mí.
A pesar de eso, llegué finalmente un poco más sudado de lo necesario pero emocionado y listo para lo que me esperara detrás de la puerta.
Apenas toqué, Sofía me abrió, como si me hubiera estado esperando.
Cuando Sofía abrió la puerta, me quedé sin aliento. Estaba totalmente distinta a como la había visto antes. En lugar de su habitual atuendo formal de psicóloga, llevaba ropa casual que resaltaba cada curva de su cuerpo maduro. Vestía una blusa blanca de tirantes finos que dejaba ver un generoso escote, sus pechos se movían suavemente con cada respiración. La tela era tan fina que podía adivinar el contorno de su sostén de encaje debajo.
Sus piernas torneadas quedaban al descubierto gracias a unos shorts de mezclilla ajustados que abrazaban sus caderas y su trasero de forma perfecta. Llevaba el pelo suelto, cayendo en ondas sobre sus hombros desnudos.
Sentí cómo mi verga cobraba vida con tan solo verla así.
—Pasa, Adrián —me dijo con voz suave, haciéndose a un lado.
Pero no pude contenerme.
Ya estábamos haciendo todo mal y era momento de que se pudriera todo.
En un impulso, me abalancé sobre ella, empujándola contra la pared del recibidor. Mis labios buscaron los suyos con urgencia y la besé con una pasión desenfrenada.
Como si se tratara de un imán, mis manos se fueron directo a estrujar su trasero. Ella sólo atinó a cerrar la puerta con una de sus manos mientras yo intentaba devorar su boca.
Sofía intentó apartarme suavemente, poniendo sus manos sobre mi pecho.
—Adrián, esper…—susurró, entrecortadamente, pero no me importó. La interrumpí y comencé a morderle los labios.
—Por aquí — dijo entre gemidos, intentando mostrarme el camino hacia su dormitorio.
Pero antes de que pudiéramos avanzar, mis dedos ya estaban desabrochando su blusa con urgencia.
Llegamos al dormitorio entre tropiezos, dejando un rastro de ropa. Le quité los shorts de un tirón, revelando unas diminutas bragas a juego con el sostén. No pude resistir y le di una nalgada que resonó en la habitación.
Con un movimiento brusco, la empujé sobre la cama. Sofía cayó de espaldas, riendo pícaramente. Sus piernas se abrieron en una invitación silenciosa que hizo que mi verga palpitara dolorosamente dentro de mis pantalones.
Me desnudé en cuestión de segundos, arrojando mi ropa al suelo sin cuidado. Mi pene erecto se irguió orgulloso, listo para la acción. Sofía sonrió al verme.
Había una mezcla de miedo, ansiedad y emoción en su mirada, y reconocí todos esos sentimientos, pues también me inundaban a mí.
Pero no era tiempo de sentir ni de pensar.
Salté sobre ella, posicionándome entre sus piernas.
Me posicioné entre sus piernas abiertas, mi verga rozando su entrada húmeda. Sin más preámbulo, comencé a penetrarla lentamente. Su vagina ya estaba mojada, lo que facilitaba el trabajo, pero aun así sentí cierta resistencia.
—Despacio —susurró Sofía, su voz temblorosa.
Asentí y seguí empujando con cuidado. Su entrada era más estrecha de lo que esperaba, apretando deliciosamente mi pene. Centímetro a centímetro, me fui hundiendo en su cálido interior. Sofía jadeaba suavemente, sus manos aferradas a mis hombros.
Tardéun par de minutos en entrar completamente. Cuando por fin estuve totalmente dentro, nos quedamos inmóviles, nuestras respiraciones agitadas mezclándose. Podía sentir los latidos de su corazón alrededor de mi verga.
Nos miramos a los ojos, una mezcla de deseo y ternura en nuestras miradas. Lentamente, acerqué mi rostro al suyo y la besé con suavidad. Nuestros labios se encontraron en un beso tierno, casi casto, que contrastaba con la forma en que nuestros cuerpos estaban unidos.
Sus labios sabían dulces, con un toque de menta. Nos besamos lánguidamente, saboreando el momento. Sentí cómo Sofía se relajaba a mi alrededor, su cuerpo estaba acostumbrándose a mi intrusión.
Comencé a moverme lentamente, retirándome apenas unos centímetros antes de volver a entrar. Sofía gimió suavemente, con sus uñas clavándose ligeramente en mi espalda. Repetí el movimiento una y otra vez, estableciendo un ritmo suave y constante.
Sus pechos se balanceaban con cada embestida, hipnotizándome. No pude resistir la tentación y me incliné para tomar uno de sus pezones en mi boca. Lo succioné gentilmente mientras continuaba moviéndome dentro de ella.
—Ah, Adrián… —suspiró Sofía, arqueando su espalda.
Incrementé gradualmente la velocidad de mis movimientos, sintiendo cómo su vagina se contraía alrededor de mi verga. Los sonidos húmedos de nuestros cuerpos uniéndose llenaban la habitación, mezclándose con nuestros jadeos y gemidos.
De repente, Sofía tensó todo su cuerpo. Sus ojos se abrieron de par en par y su boca formó una perfecta «O». Un gemido largo y profundo escapó de sus labios mientras su vagina se apretaba rítmicamente alrededor de mi pene.
—¡Oh Dios, oh Dios! —exclamó, sacudiéndose bajo mi cuerpo.
Me quedé inmóvil, maravillado por la intensidad de su orgasmo. Sofía temblaba, pequeños espasmos recorrían su cuerpo. Cuando finalmente se calmó, me miró con ojos vidriosos.
—Para… por favor —susurró—. Estoy muy sensible.
Obedecí de inmediato, retirándome con cuidado. Me recosté a su lado y la besé tiernamente en los labios, acariciando su rostro sonrojado. Nos quedamos así varios minutos, recuperando el aliento y disfrutando de la cercanía.
Pasado un rato, Sofía se incorporó sobre un codo y me miró con una sonrisa pícara.
—¿Qué te parece si ahora me pongo encima? —sugirió, en tono muy amistoso que jamás le había oído.
Asentí entusiasmado. Sofía se movió ágilmente, posicionándose a horcajadas sobre mí. Tomó mi verga aún dura y la guió hacia su entrada. Lentamente, comenzó a descender, envolviéndome nuevamente en su calidez.
Gemí de placer al sentirme completamente dentro de ella otra vez. Era una delicia, su cabello le caía en el rostro, cubriéndolo parcialmente. Puse mis manos en su caderas, invitándola a bajar más, hasta que de nuevo, nuestros pubis se unieron religiosamente.
Sofía comenzó a moverse lentamente, elevando sus caderas hasta que casi salía por completo, para luego volver a descender sobre mí. Sus movimientos eran fluidos y sensuales, como si estuviera bailando sobre mi verga. Cada vez que bajaba, sentía cómo me envolvía completamente, apretándome con sus músculos internos.
Mis manos recorrieron su cuerpo, subiendo desde sus caderas hasta llegar a sus pechos. Los tomé con firmeza, sintiendo su peso y suavidad. Acaricié sus pezones con mis pulgares, haciéndolos endurecer aún más. Sofía echó la cabeza hacia atrás, gimiendo de placer.
El ritmo de sus movimientos fue aumentando gradualmente. Sus caderas se movían en círculos y de arriba a abajo, creando una fricción deliciosa. El sonido húmedo de nuestros cuerpos chocando llenaba la habitación, mezclándose con nuestros jadeos y gemidos.
Observé fascinado cómo sus pechos rebotaban con cada movimiento. Su piel brillaba por el sudor, dándole un aspecto casi etéreo bajo la luz tenue de la habitación. Su rostro estaba transformado por el placer, con los ojos entrecerrados y los labios entreabiertos.
Sentí cómo la presión comenzaba a acumularse en mi bajo vientre. Cada embestida de Sofía me acercaba más al límite. Por los gemidos cada vez más agudos de mi tía, supe que ella también estaba cerca.
—Adrián… voy a… —susurró entrecortadamente.
—Yo también —logré decir entre jadeos.
Nuestros movimientos se volvieron más frenéticos, más desesperados. Sofía se inclinó hacia adelante, apoyando sus manos en mi pecho. El cambio de ángulo hizo que mi verga golpeara un punto dentro de ella que la hizo gritar de placer.
De repente, sentí cómo su vagina se contraía violentamente alrededor de mi pene. Sofía arqueó la espalda, echando la cabeza hacia atrás mientras un gemido largo y profundo escapaba de su garganta. La visión de su rostro contorsionado por el éxtasis fue suficiente para llevarme al límite.
Con un gruñido, me corrí dentro de ella. Oleadas de placer recorrieron mi cuerpo mientras vaciaba mi semilla en su interior. Nuestros orgasmos parecían sincronizados, prolongándose el uno al otro.
En un momento Sofía se desplomó sobre mí, haciendo que nuestras sudadas pieles se pegaran.
Dios, este era el paraíso.
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