Por

Anónimo

febrero 29, 2016

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PARAISO PARA TRES

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PARAÍSO PARA TRES

JONÁS

Recuerdo muy bien cómo empezó todo. Era una tarde de verano. Nuestra madre estaba en la piscina municipal y yo repantigado en el sofá pasaba aburrido los canales de televisión sin encontrar nada que me interesase. Mi hermana, Silvia, trasteaba en su habitación con el ordenador, chateando con su grupo de amigos. De vez en cuando me llegaba su voz alterada que indicaba por su tono que estaba enfadada con alguien. Ella usaba unos auriculares con micro para mantener conversaciones con su grupo y se aislaba de cuanto sucedía a su alrededor, incluso de las insistentes llamadas de mi madre a la hora de la comida, lo cual provocaba no pocas discusiones entre ellas porque a mi madre le ponía de muy mal humor que se aislase por completo. Ese aislamiento hacía que no se diese cuenta del volumen real de su voz y a veces nos sorprendía con sus conversaciones que parecían dirigidas a una persona sorda. Pero aquel día el volumen de su voz no era debido al uso de los auriculares, sino a un enfado real que se manifestaba en tono creciente hasta que súbitamente terminó en algo que no entendí bien pero que me sonó a insulto. Un portazo y unos pasos enérgicos que llegaban de su habitación al salón donde yo estaba anunciaban la llegada de una tormenta de mal humor. Irrumpió en el salón y en lugar de un rostro de ira me mostró un conmovedor aire de desamparo al tiempo que irrumpía en llanto. Sin decir palabra se sentó a mi lado y ante mis preguntas empezó a balbucear algo que no llegué a entender pero que reclamaba un alivio inmediato en forma de mimos.

Silvia y yo siempre nos hemos llevado muy bien. Tal vez por nuestra diferencia de edad, yo tengo veintidós años y ella dieciocho nunca hemos sentido la rivalidad natural que se da entre la mayoría de hermanos, entre otras cosas porque ella siempre ha sido muy infantil. Al contrario, yo siempre la he mimado y protegido y ella siempre me ha admirado y ha depositado en mí toda su confianza. Así pues, no era aquella la primera vez que me abría su alma para contarme sus problemas. Mientras seguía balbuceando algo que no llegaba a entender, yo acariciaba su espalda dándole palmaditas como hacía cuando era una niña a la que le gustaba sentarse en mi regazo llamándome “tete”. Ella, como si necesitase sentir mejor el alivio que yo intentaba darle, tal vez se sintió niña de nuevo y se sentó como entonces en mi regazo y enterró su rostro mojado de lágrimas en mi pecho.

De pronto algo despertó en mi mente. Abriéndose paso entre las oleadas de ternura que su llanto me inspiraba, aparecía una sensación nueva que no supe identificar, afortunadamente, porque si me hubiera dado cuenta entonces, no habría permitido que se materializase y no habría entrado en el paraíso en el que vivo desde aquel día.

Mis caricias empezaron a percibir que aquel cuerpo que se estremecía entre hipidos era ya el cuerpo de una mujer, un cuerpo cálido y voluptuoso que se apretaba contra el mío buscando un alivio que no parecía encontrar. Decidí darle tiempo a que se calmase pero, casi sin darme cuenta, mis manos empezaron a recorrer indolentemente su anatomía como si necesitase comprobar la portentosa transformación que había sufrido aquella canija que tanto me quería y que la había convertido, sin que en ningún momento me hubiese dado cuenta de ello, en una ninfa adolescente, irresistiblemente atractiva para cualquier hombre que no fuese su hermano mayor.

Estaba ya un poco más calmada cuando empezó a contarme lo que le había pasado, pero era ahora mi mente la que no podía entenderla, abrumada por sensaciones que nunca antes hubiera imaginado que Silvia pudiera generar en mí. Reconozco ahora que la ropa que llevaba, una camiseta de tirante y unos diminutos shorts de algodón que empleaba como pijama de verano, contribuyeron notablemente a que esas sensaciones crecieran con la fuerza de un vendaval que rápidamente arrasó cualquier atisbo de prejuicio moral y me produjeran una poderosa erección que pugnaba con su muslo derecho, muy cerca de sus nalgas. Mi vista se dirigía desde arriba a su busto casi infantil, pero precisamente por ello, seductoramente irresistible y percibía sus tiernas formas que acababan en unos pezones que el algodón ocultaba cruelmente sin poder esconder el hecho evidente de que también estaban erectos, casi tanto como mi dolorido pene. Una fuerza irresistible me empujaba a acariciar aquel busto que había pasado inexplicablemente desapercibido hasta entonces, pero mi mano no llegó a tocarlo porque mis ojos se enfrentaron al rostro sorprendido de mi hermana. Ni su pelo descompuesto, ni sus ojos hinchados por el llanto, pudieron disimular la hermosura irresistible recién descubierta. Sus labios carnosos se abrieron, yo pensaba que para formular algún reproche. Pero en lugar de ello se acercaron a mi boca y depositaron en ella un beso húmedo que derritió cada uno de mis huesos. Cuando se retiró de mi rostro sus labios dibujaban una sonrisa que contrastaba con sus ojos y su nariz enrojecidos por el llanto. A continuación se acomodó frente a mí poniendo una pierna a cada lado y depositando su sexo, que noté húmedo y caliente pese a la ropa que impedía un contacto directo, sobre mi gloriosa erección.

Derrotado y cautivo por la pasión levanté su camiseta y pude gozar en todo su esplendor de aquellos maravillosos pechos que empezaron a agitarse al ritmo del vaivén de las caderas de mi hermana. Me acerqué a ellos y los acaricié con la punta de mi lengua mientras en mis oídos sonaban los gemidos de placer de Silvia. Me retiré para contemplar su rostro que en aquel momento me pareció el más hermoso del mundo. Ella se acercó de nuevo y volvió a besarme mientras aumentaba el ritmo de su movimiento. Yo, ya impuesto en mi papel de amante, busqué su lengua con la mía y la acaricié horizontalmente haciendo que se estremeciese de placer. Entonces sucedió. Sin poder evitarlo, pero sin querer impedirlo de ninguna manera, un fogonazo de placer estalló en mi cerebro y eyaculé en mi ropa interior. Ella lo notó y buscó compartir aquel orgasmo apretando desesperadamente su vulva contra mi pene. A continuación, cuando los espasmos de placer me dejaron exhausto y feliz, ella retiró su rostro del mío. Sus ojos estaban húmedos de nuevo, pero ahora sus lágrimas eran de felicidad. En un susurro que se me antojó pronunciado por un ángel me dijo

─Te quiero.

No tuve la serenidad o la delicadeza, o tal vez, la capacidad de decirle que yo acababa de descubrir que también la amaba, con amor de hombre, no de hermano, como se ama a una mujer. Sin embargo, cuando ella se levantó de mi regazo y se puso en pie, yo hice lo mismo y, sin mediar palabra, la tome en vilo entre mis brazos y la conduje a mi habitación. Ella me miraba enardecida porque intuía lo que iba a suceder a continuación. Nos desnudamos y nos tumbamos en mi cama. Mi mirada se dedicó a acompañar la mano con la que recorría su irresistible figura. Cuando alcanzó su sexo, ella abrió ligeramente las piernas ofreciéndose para ser acariciado. No me hice de rogar. Aprovechando mi experiencia con las dos novias que había tenido anteriormente, presioné su vulva, cerca del clítoris, describiendo con mis dedos círculos de presión variable que encendieron su deseo hasta límites que yo nunca había visto hasta entonces en ninguna de las mujeres con las que había estado anteriormente. A continuación me dediqué a saciarlo como yo sabía que debía a hacer. Abrí sus piernas y tuve la maravillosa visión de un sexo tierno, rosado, brillante de humedad que palpitaba por ser saciado. Me acerqué a él y con mi lengua empecé a beber el néctar del amor mientras jugueteaba con su enardecido clítoris. Sus gemidos de placer fueron creciendo poderosos e impúdicos y culminaron con un orgasmo que la dejó sin sentido durante unos instantes. En ese momento mi pene estaba experimentando una erección todavía más poderosa que la que acaba de morir apenas unos minutos antes.

Cuando ella se recuperó volvimos a acariciarnos, pero ahora con más sosiego, con más ternura. Ella acariciaba mi pene mientras yo repartía mis besos entre sus pechos y su boca de miel y mis manos, insaciables, recorrían su cuerpo estremecido. Ahora deseaba penetrarla, sentirme dentro de ella. Le interrogué con la mirada y ella me respondió con una sonrisa. Me puse sobre ella y Silvia, sin soltar mi pene ni un solo momento, guio mi palpitante deseo dentro de su vientre y se aprestó ansiosa a ser poseída como mujer. Le hice el amor despacio, con toda la ternura que ella merecía, pero con toda la pasión que sin duda me inspiraba. Llegamos al orgasmo al mismo tiempo. Recuerdo que en aquella primera ocasión me sentí como si fuera ella, como si nuestras almas y nuestros cuerpos se fundiesen en uno solo.

Permanecimos en silencio un buen rato, tumbados uno junto a otro. Tardé en darme cuenta de ella tomaba mi mano todo el tiempo. Recuerdo que en ningún momento tuve sentimientos de culpa por lo que había pasado. La sociedad y la cultura ciertamente habrían condenado aquella unión antinatural, pero a mí me costaba aceptar que hubiese habido entre mi hermana y yo nada malo,  nada sucio. Quise saber qué sentía mi hermana al respecto y miré su rostro de nuevo, que ahora era el más hermoso del mundo. Ella me sonrió y para resolver mis dudas me volvió a decir

─Te quiero.

─Y yo también, Silvia ─acerté a decir en esta ocasión─. Te quiero más que a nada en el mundo. Te quiero más que a mi vida.

Hablamos serenamente luego de lo que nos había pasado. Lo hicimos en tierna complicidad,  acariciándonos sin que nuestras caricias despertasen nuevos deseos sexuales porque habían sido completamente satisfechos. Sin embargo supimos encontrar en  ellas placeres espirituales que sólo dos personas enamoradas son capaces de entender. Allí mismo nos prometimos amor eterno, aunque nuestro amor tuviese que ser vivido en secreto, en una esfera privada donde sólo cabríamos ella y yo. Desde entonces vivo en un estado de dicha que nunca pensé que pudiera ser mayor hasta que un feliz acontecimiento vino a demostrarme que estaba equivocado.


 

SILVIA

Ya hace algunas semanas que mis amigas han dejado de molestarme, afortunadamente. Ya no recibo sus insustanciales mensajes de WhatsApp y sólo comparto con ellas asuntos relacionados con nuestros estudios. Mis profesores están encantados conmigo. Dicen que he sufrido una portentosa transformación que nunca antes habían visto y que me está convirtiendo en una alumna ejemplar. Mi tutora dice que he madurado muchísimo y que mi comportamiento es el propio de una mujer adulta, responsable, intelectualmente madura. Sé que mis amigas cuchichean a mis espaldas porque tampoco entienden el motivo de mi cambio de comportamiento. A fin de cuentas la discusión que tuve por internet con Sandra no era más que una tontería por la que ella ya me ha pedido perdón dos veces. Yo les digo que estoy bien, que no me pasa nada. Que simplemente no me apetece salir y que quiero centrarme en mis estudios y sacar nota para entrar en medicina cuando vaya a la universidad. Así pues, se han cansado de insistir y algunas, envidiosas de la felicidad que no puedo disimular en ningún momento, me critican diciendo entre ellas que me he convertido en un especie de monja y que lo más probable es que me haya atrapado alguna secta por Internet. Pobres monjas. Ya quisieran ellas vivir la vida feliz que yo llevo desde que descubrí el amor más pleno y feliz que pueda imaginar un ser humano.

Sucedió cuando mi hermano Jonás y yo hicimos el amor por primera vez aquella tarde de verano en que nuestra madre asistía a sus clases de “aquagym” en la piscina municipal. Siempre he querido mucho a Jonás y sé que él siempre ha sido para mí el mejor hermano que se pueda desear. Nuestro padre murió cuando yo era muy niña y supongo que él ha ocupado el lugar que la figura paterna representa para cualquier niño o niña. Siempre he tenido confianza plena en él. Recuerdo que cuando se presentó mi primera menstruación fue a él a quien primero me confié. Él también conoce mis trastornos menstruales, por los que tomo regularmente anticonceptivos, y a él le confesé, pues no me atrevía a hacerlo con nuestra madre, que había entregado mi virginidad a un “noviete” que había resultado ser un mierda despreciable. Sin embargo nunca lo había considerado como un hombre capaz de atraer mujeres. Jonás era mi hermano, mi “tete”, como decimos por aquí, y aunque tengo que reconocer que es muy guapo y atractivo, nunca me había llamado la atención en ese aspecto.  Él ha tenido varias novias a las que ha dejado porque decía que les faltaba algo, que no le llenaban. Que la mujer de su vida estaba todavía por llegar. Lo que no podía imaginar ninguno de los dos era que esa mujer era yo.

Recuerdo la sorprendente transformación que sufrí aquella dichosa tarde de verano. Había entrado en mi habitación para chatear con mi grupo de amigas sobre nimiedades como una adolescente inmadura. Tuve una discusión con Andrea, aunque no recuerdo exactamente por qué. Lo cierto es que me sentí humillada y salí de mi habitación dando un portazo y acudí a buscar consuelo en la persona en la que siempre lo había encontrado, en mi hermano.

Intenté contarle lo que me había pasado pero los sollozos me lo impedían, así que él, paciente y cariñoso como siempre intentó consolarme con caricias y mimos. Recuerdo que en mi asumido papel de niña desconsolada, me senté en su regazo como hacia cuando en realidad lo era, buscando el alivio que no llegaba. De pronto noté que sus manos recorrían mi cuerpo como nunca antes lo habían hecho, demorándose en lugares que me producían una deliciosa excitación que empezaba a sustituir la congoja que me había llevado hasta él. A continuación empecé a tomar conciencia de que mi hermano estaba excitado sexualmente, como acreditaba la erección que empujaba mi muslo derecho. Al principio me sentí confundida. En ningún momento había concebido una situación semejante entre él y yo, pero se estaba dando. Curiosamente aquello no me produjo rechazo alguno, sino más bien orgullo. Me sentía orgullosa de provocar aquella reacción y casi de repente deseé responder a ella como mujer. Yo creo que en aquel preciso instante murió la niña tonta que había habitado en mí. Separé mi rostro de su pecho mojado de lágrimas y le miré con deseo. Como mujer plena acerqué mi boca a la suya y le besé. Una corriente de placer estremeció mi cuerpo y me impulsó a abandonarme a ella. Maniobré las piernas y me senté a horcajadas sobre su pene, increíblemente duro. A través de nuestra ropa lo sentí palpitar en mi vulva. Cabalgué mientras él me quitaba la camiseta y yo me sentí dichosa por ser capaz de encender así su deseo. Cuando acarició mis pezones con su lengua creí que me iba a desmayar, como me suele suceder tras los orgasmos, pero llegue a tiempo de recibir su boca ávida de besos y su lengua perturbadora sobre la mía. Noté cada una de las pulsaciones de su eyaculación y luego me levante mirándolo orgullosa y feliz por haberle hecho gozar. Él a continuación me llevó a su habitación y allí en su cama con su boca en mi sexo me llevó a cielos de placer que no imaginaba que pudieran existir y perdí el conocimiento. Cuando me recuperé volvimos a acariciarnos, esta vez con infinita ternura y él que había recuperado su prodigiosa erección me tomó como mujer fundiéndonos en el maravilloso orgasmo que fue el preludio de todos los que han venido después. Hablamos de lo que nos había sucedido y concluimos sin dificultad que nos amábamos mucho más allá del amor fraternal y que nuestro amor sería para toda la vida, aunque tuviésemos que vivirlo en secreto.

Yo apenas salgo de casa desde entonces. Él tampoco lo hace porque en nosotros dos está la felicidad más grande que pueda imaginar un ser humano. Ésta felicidad no sólo nos la proporciona nuestra relación sexual, que cada vez es más satisfactoria, a medida que vamos explorando nuestros cuerpos, sino nuestra unión sentimental, nuestro afecto puro y sincero que nos hace felices, simplemente compartiendo nuestra presencia próxima. Cuando nuestra madre sale a sus quehaceres o a sus actividades lúdicas nos buscamos y con apenas unas caricias nos encendemos hasta el paroxismo dedicándonos gozosos a darnos placer físico y a disfrutar de la unión de almas que nuestros orgasmos nos proporcionan. A mí me gusta todo lo que me hace, sin excepciones. Cuando nos entregamos, entablamos una cordial competencia en ver cuál de los dos es capaz de hacer llegar al otro antes al orgasmo, y algunas veces gano yo, pero tengo que reconocer que la mayor parte de las veces es él el que hace que me derrita de placer y es que ha llegado a conocer mi cuerpo de tal manera que hay veces que la simple anticipación del placer que me va a dar hace que me rinda a las oleadas que inmediatamente se apoderan de mí. Hay veces que sólo con soplar sobre mis pezones desnudos es capaz de provocar sensaciones pre orgásmicas. Luego está su boca, sabia, perezosa, pícara, recorriendo mi cuerpo entero para terminar invariablemente en lo que él llama mi esencia: mi sexo. Allí me entrego gozosa a su meticulosa exploración, a sus húmedos besos. Allí rindo casi siempre mi débil resistencia. A él le encanta que cabalgue sobre su pene mientras le miro a los ojos arrobada por el amor que me inspira. Yo me estremezco deslizando mi clítoris mojado e hinchado sobre su firme erección, buscando la base de su glande para frotarla sobre mi centro de placer. Algunas veces tomo su hermoso miembro entre mis manos y lo acerco a mi boca amagando introducirlo en ella, besando su punta, acariciándolo con la lengua, con los labios… En alguna ocasión he sentido su eyaculación abundante en mi boca y me he sentido poderosa, feliz por comerme su esencia vital, dueña de su voluntad y de su vida.

La mayor parte del tiempo la pasamos, lógicamente, sin hacer el amor, pero somos también muy felices de otra manera. Vemos algún programa en la televisión que nos gusta, comentamos alguna noticia, hablamos de nuestras experiencias particulares, compartimos nuestro tiempo sintiéndonos próximos, unidos en un plano que trasciende lo físico, viviendo una felicidad que no soñábamos que pudiera existir. ¿Cómo voy a volver a ser la adolescente insustancial preocupada sólo por las últimas tendencias de la moda, por las últimas nimiedades tecnológicas o sociales, viviendo una vida en la que lo único importante es aparentar y proyectar esa apariencia en redes sociales, cuando tengo la felicidad más sublime al alcance de mi mano, dentro de mi propia casa?

ROSA

Nunca imaginé que podía volver a ser tan feliz desde que murió mi marido, Manolo. Me dejó con dos hijos, Jonás de doce años y la pequeña Silvia, de seis. Nuestra situación económica, no se resintió, afortunadamente, gracias a nuestros ahorros y a mi trabajo, pero cuando él murió sentí que mi vida se acababa y que sólo sería capaz de enfrentarme al futuro por nuestros dos hijos. Yo tenía entonces treinta y seis años y pensaba que me correspondían unos treinta o cuarenta más de felicidad como mínimo hasta que apareciesen los primeros achaques y miserias de la vejez, pero no fue así. Cuando mi vida era plenamente feliz, la maldita enfermedad se llevó a Manolo casi sin darle tiempo a darse cuenta de que nos dejaba irremisiblemente. Como digo, mi vida era absolutamente feliz. Teníamos buenos trabajos, unos hijos sanos, buenos y guapísimos, y mi marido y yo teníamos una complicidad, dentro y fuera de la cama, que era difícil de imaginar por quienes nunca la conocerían. Reconozco que siempre he sido muy fogosa para el sexo y mi apetito sólo lo podía satisfacer alguien tan sensual o más que yo, como sin duda era mi marido. Por esa razón, su pérdida, que sufrí por encima de todo en el plano espiritual y afectivo, dejó también, justo es reconocerlo, un inmenso vacío en mis necesidades sexuales que desde entonces tuve que satisfacer sola con la inestimable ayuda de distintos vibradores que acababa indefectiblemente agotando y averiando por su uso constante. Nunca busqué la compañía de otro hombre. Sabía que nadie podría llenar el vacío de mi corazón y como me veía capaz de “consolarme” en el otro aspecto, no quise arriesgarme a imponer a ningún otro hombre en la vida de mis hijos, así que fui la viuda probablemente más deseada de la ciudad, porque, justo es reconocerlo, sin falsa modestia, me conservo muy bien, hasta el punto de que la mayoría de las personas que no saben mi verdadera edad, creen que tengo al menos diez años menos.

Pasé los diez años que han transcurrido hasta hoy, más o menos bien, viendo crecer a mis hijos con salud, sólo lamentando que mi marido no hubiese vivido lo suficiente como para ver los maravillosos seres humanos en que se habían convertido después de este tiempo.

Sin embargo, un día descubrí que tal vez había vivido una ficción y que tras lo que yo veía como una armonía perfecta, se escondía una sórdida relación que yo nunca, en mis peores pesadillas, habría imaginado. Sucedió una tarde en la que regresaba a casa antes de tiempo porque el taller de pintura al que acudía los jueves de cuatro a ocho se había suspendido por una inoportuna fuga de agua.

Al llegar a casa, pensando en el proyecto de cuadro que estaba materializando, no saludé como solía hacer a mis hijos. Cerré la puerta y por lo visto apenas hice ruido, pues nadie en la casa se apercibió de ello. Me dirigí al salón esperando encontrar a alguno de mis hijos, pues la luz estaba encendida, y no vi a nadie. Iba a regañarles pues saben que me molesta que dejen las luces encendidas innecesariamente. Seguramente sería mi hija, que es la más inconsciente, aunque últimamente su carácter había sufrido una transformación tan sorprendente como positiva. Me encaminé a su habitación. Por la rendija de la puerta entornada salía la tenue luz de su mesita de noche. Iba a abrir la boca proyectando el reproche que había construido en mi mente cuando un sonido extraño me hizo parar en seco. ¿Qué era aquello? Parecían gemidos y no eran precisamente de sufrimiento. Lo primero que pensé era que mi hija se debía estar masturbando, creyéndose sola en casa, y que tal vez se había confiado y no había tenido la previsión de cerrar completamente la puerta. Sonreí comprensiva. A fin de cuentas era hija mía y de su padre. No era extraño que hubiese heredado de nosotros la fogosidad y, al igual que yo hacía en la soledad de mi habitación, necesitaba desahogarse quizás con más frecuencia de lo que yo había imaginado. Pensé que tal vez debería tener una charla con ella. La charla que nunca había tenido sobre el tema y hablarle de los vibradores. Quizás con ellos mi hija encontrase la manera de evitar otras formas de satisfacción que pudiesen tener  consecuencias peores, en forma de enfermedades de transmisión sexual, puesto que el tema del embarazo estaba absolutamente descartado por su tratamiento de anticonceptivos.

Pensé en alguna manera de pasar desapercibida en aquel momento y no hacer evidente que había sorprendido a mi hija en aquel trance. Finalmente decidí seguir hasta mi habitación y cambiarme de ropa silenciosamente. Cuando mi hija saliese de la suya  y se diese cuenta de mi presencia, fingiría no haber visto ni escuchado nada. Recuerdo ahora que en aquel momento la placentera actividad de mi hija me sugirió imitarla aquella misma noche. Al pasar frente a su habitación no pude evitar echar una mirada de curiosidad para ver cómo se masturbaba. ¿Lo haría a la manera clásica? ¿Utilizaría algún instrumento? La sonrisa de picardía se me heló en los labios cuando vi que mi hija no estaba sola. Alguien la cabalgaba frenético mientras ella mirándole a los ojos le susurraba dulces palabras  de amor. La sorpresa inicial dio paso a la estupefacción cuando reconocí el torso y la cabeza del hombre que hacía morir de placer a mi querida Silvia y que no era otro que su hermano, mi hijo Jonás.

No recuerdo el tiempo que permanecí inmóvil contemplando aquella escena mientras ellos ajenos al mundo parecían acercarse al paroxismo a marchas forzadas. Finalmente volví al salón y me senté en el sofá tratando de convencerme de que lo que acaba de ver era una pesadilla horrenda. En mi cabeza empezaron a encajar piezas sueltas que no podía suponer que formaban un mosaico cuya existencia desconocía. La curiosa transformación de Silvia, que había pasado de un día para otro de ser una jovencita inconsistente en una mujercita responsable y amable, que nunca tenía para ella ninguna palabra de desaire o rebeldía, y que siempre estaba con una dulce sonrisa en los labios. La que apenas salía con sus amigas, la que traía a casa tan buenas notas. En Jonás no había observado ningún cambio significativo. El siempre había sido así. Sólo se había dado cuenta de que apenas salía de casa. ¿Para qué? Pensaba ahora con amargura, si tenía en ella lo mejor que se podía conseguir.

No sé cuánto tiempo pasó hasta que aparecieron mis hijos en el salón. Se sonreían embobados, iban cogidos de la mano como dos enamorados cursis. Mi presencia en el salón les sorprendió y se soltaron como si un chispazo eléctrico hubiese saltado entre ellos.

Me preguntaron que qué hacía allí, que cuándo había llegado. No tuve ánimo para responder, pero la expresión sombría de mi rostro  aclaró sus dudas. Y sus temores. Se generó un silencio pesado en el salón. Yo permanecía sentada en el sofá. Ellos de pie, mirándome. Finalmente empecé a sollozar y ellos se sentaron cada uno a mi lado con intención de consolarme.

─¿Nos has visto mamá? ─preguntó Jonás mientras me tomaba una mano.

─Sí.

─¿Qué piensas? ─intervino Silvia a punto de echarse a llorar al ver mi estado de postración.

─Nada. Sólo desearía no haberos visto así.

─Mamá, nosotros nos queremos ─dijo Jonás intentando componer una explicación.

─Sí. Ya lo he visto. Lo que no imaginaba era que la querías así…

─Mamá, Jonás y yo nos amamos de verdad. Como hombre y mujer ─intervino Silvia, sorprendentemente calmada─. Lo que has visto es una manifestación de nuestro amor. No hay nada feo o sucio en ello. Yo daría mi vida por él y estoy segura de que Jonás haría lo mismo por mí. Te lo hemos ocultado porque pensábamos que no lo entenderías.

─No queremos renunciar  a nuestro amor.

─Pero sois hermanos, Lo que estáis haciendo no es normal. No está bien.

─¿Quién lo dice? ¿Las leyes? ¿La religión? Ninguna norma puede cambiar lo que sentimos el uno por el otro ─dijo Jonás sin dejar de sostener mi mano.

─Y, como acaba de decir Jonás no vamos a renunciar a ello ─añadió mi hija─. Por favor, mamá, déjanos vivir nuestro amor. Déjanos ser felices.

Ser felices… Su súplica sonaba en mis oídos con una sinceridad que no dejaba de sorprenderme. Aquella conversación, más serena, de lo que había imaginado, estaba calmando un poco mi ánimo. Yo no haría nada por enturbiar la felicidad de mis hijos, pero mis prejuicios morales no me permitían aceptar aquella relación incestuosa.

Permanecimos un rato en silencio. Jonás me besaba la mano y Silvia se apretaba contra mi costado acariciándome el rostro con ternura. Estaban aguardando a que me calmase, a que asimilase aquella inesperada situación. En algunos momentos me sentía responsable por lo que había pasado. Tal vez debía haber estado más atenta, haber intuido que algo pasaba entre ellos. Luego pensaba que éramos yo y su difunto padre, amantes insaciables, quienes les habíamos transmitido a través de nuestros genes los sentimientos la lascivia que les había llevado a cometer aquel error. Era hasta cierto punto normal que dos jóvenes sanos y sumamente atractivos hubieran en algún momento sentido interés por acercarse físicamente y habían acabado por caer en la tentación. También recordaba que en mi adolescencia yo también me había sentido atraída por mi padre y que mis primeras masturbaciones lo tenía a él como inspirador, lo cual no dejaba de inquietarme hasta que supe que aquello era una fase sexual por la que pasan la mayoría de las personas y que desaparece cuando se encuentran con la persona apropiada. A mis hijos les había pasado algo parecido y habían pensado que ellos mismos eran la respuesta mutua a sus necesidades de amor físico.

Empecé a tranquilizarme y reflexioné sobre las palabras de mi hijo. El incesto era una perversión moral según la religión y la moral de la sociedad, pero también podía abarcar situaciones de amor sincero que, como en otro tiempo las relaciones homosexuales, tal vez sólo era cuestión de tiempo que se superasen. A fin de cuentas ¿quién puede amar más pura e intensamente a otro ser humano que un padre o un hermano? ¿Por qué el sexo tiene que ser un obstáculo para ese amor? Mis hijos no eran malas personas. Al contrario, la relación que acababa de descubrir parecía que les hacía más buenos, más generosos, más cariñosos, mejores… En la mirada de arrobo que Silvia dirigía a su hermano mientras éste la poseía había mucho más que lujuria, había también mucho Amor y yo sabía, porque le conocía muy bien, que si Jonás la tomaba como mujer era porque sentía por ella algo mucho más fuerte que el deseo. Empecé a pensar entonces que tal vez tendría que aceptar aquella relación y la tranquilidad se apoderó de mí casi por completo. Pero sólo fue durante unos minutos. Inmóvil entre mis dos queridos hijos me sentía atravesada por los efluvios de su amor y sorprendentemente me iba contagiando de él. Miré a mi hija que no dejaba e mirarme y de acariciarme y sonreí por primera vez. En sus ojos brillaron súbitamente dos lágrimas de gratitud. Me enterneció su ingenuidad pero también sentí algo parecido a la envidia porque yo ya hacía más de diez años que no había sentido en mi cuerpo la pasión que ella había mostrado a su hermano en su habitación. Luego me volví hacia Jonás que parecía aliviado al ver que estaba dando muestras de aceptación. Lo que pasó a continuación nos sorprendió a los tres. Fue como si una ola de mar derribase de pronto los muros de arena que la prevención había erigido para defender los principios más inalterables.

Mi hijo me miró con una sonrisa franca, irresistible como era la de su padre. Por un instante me recordó a Manolo. Tenía más o menos su edad cuando le conocí, cuando me entregué a él por primera vez. Por eso no me sorprendió cuando se acercó y me dio un tierno beso en los labios. Me dejé llevar y sentí que el deseo se encendía en mi vientre como cuando iba a hacer el amor con mi marido. Jonás se retiró unos centímetros y me dijo

─Mamá te quiero. Te queremos.

A mis espaldas Silvia me empujaba suavemente para que volviese a besar a su amado Jonás. Lo hice, ahora tomando yo la iniciativa y noté que mi hijo se encendía de deseo. Silvia nos animaba con palaras dulces. Jonás acarició mi pecho sobre la blusa y yo busqué su erección para apoderarme de ella. Ayudada por Silvia me quité la blusa y el sujetador y mostré mis pechos todavía firmes a mis hijos. Jonás me volvió a besar acariciando mi lengua con la suya mientras Silvia acariciaba uno de mis pechos, creo que con cierta envidia, y a continuación se dedicaba a rozar con la punta de su lengua la aureola de mis pezones. El deseo se me volvió insoportable y Jonás, como si me leyera el pensamiento, puso su mano sobre mi sexo por encima del pantalón. Loca de excitación me puse en pie y sin pararme a analizar cuestiones morales (ya nunca más lo haría a partir de aquel día), lleve a mis dos hijos a mi habitación. Nos desnudamos los tres con torpe precipitación y nos tumbamos en la  cama. Allí reanudamos nuestros besos y caricias y me sorprendí repartiéndolas entre mis dos hijos por igual. Pero era evidente que yo era la protagonista de aquel trio perturbador. Mis hijos sostenían una cordial competencia en darme el mayor placer posible y debo confesar que al final no sé bien cuál de ellos fue el ganador. Devolví como pude el placer que recibí de ellos y reconozco con orgullo  que conseguí mi propósito. Con mi hijo me resultó más fácil, pero tampoco me costó provocar un satisfactorio orgasmo en Silvia. Yo nunca había estado antes con mujeres en la cama. Ni siquiera me lo había planteado, pero viendo a mi pequeña, tan hermosa, tan apasionada, tan cariñosa conmigo, no me costó ningún esfuerzo complacerla. Dado que ella era carne de mi carne intuía a la perfección cuáles eran sus deseos y los atendía como si fuesen los míos propios. Jonás me tomó como lo hacía su padre con la misma fuerza y delicadeza y consiguió en algunos momentos hacerme creer que era con mi querido Manolo con quien estaba haciendo el amor. Terminamos agotados y felices en la cama. En ningún momento me asaltó el remordimiento por lo que acababa de suceder. Mis hijos me bordeaban y me seguían abrumando con mimos y besos y yo comprendía que aquella relación que acababa de empezar entre nosotros tres iba a marcar una era de felicidad que podía durar muchos años.

Pasamos el resto de la tarde bromeando y riendo por cualquier tontería. Yo ahora podía comprender lo que había pasado entre ellos y no pensaba interponerme en su amor. Amor que ahora podía considerar a la luz de la pureza y la sinceridad y en el que el componente físico sólo era un débil reflejo de la profundidad y la entrega con que lo vivían.

Terminamos la cena que comimos casi sin apetito, embargados nuestros sentidos por el eco de otras sensaciones mucho más placenteras. Me pidieron permiso con la mirada para retirarse a la habitación que compartirían ya sin temores. Se lo concedí con una sonrisa de envidia. Pero ellos me respondieron tomándome de las manos invitándome a compartir con ellos su dicha. Ya he dicho que soy una mujer fogosa. Siempre lo he sido, pero juro que no recuerdo impaciencia mayor por hacer el amor que la que sentí en aquel momento.

En mi habitación volvieron los besos y las caricias. Me apeteció  practicar sexo oral con Jonás. ¡Dios mío cómo anhelaba sentir un pene vigoroso en mi boca! Me incliné sobre él de rodillas en la cama y comencé la mejor felación que le habían practicado en su vida, según reconocería más tarde. Noté a continuación que Silvia se deslizaba entre mis piernas entreabiertas y hundía su boquita de fresa en mi sexo iniciando una exploración con mi lengua tan hábil y placentera que me hico olvidar en algunos momentos lo que estaba haciendo. Jonás se dio cuenta de lo que sucedía y quiso unirse a aquella orgía oral buscando el sexo de su hermana. Unos movimientos precisos ejecutados sin más órdenes que las que dictaba el instinto nos acomodaron de manera que formamos un triángulo  perfecto de placer con una unión ávida de sexos y bocas y en el que prácticamente llegamos al orgasmo al mismo tiempo. Aquella fue la noche perfecta que dio comienzo a una vida nueva en la que vendrían otras muchas más.

Jonás y Silvia se aman con un amor increíblemente intenso y puro y yo tengo el privilegio de asistir a muchos de sus encuentros sexuales como una invitada de honor. Silvia no siente celos de mí porque soy su madre y nunca puedo ser su rival. Jonás ama a su hermana sobre todas las cosas, pero también me quiere a mí. Quiere que seamos felices, todos, y asiste divertido y excitado a las sesiones de sexo lésbico que Silvia y yo le dedicamos con la noble intención de volverle loco de deseo y de recoger a continuación el fruto líquido de su lujuria. Aunque soy, como digo, una invitada, no puedo olvidar también que soy madre y que puedo enseñarles muchas cosas sobre las relaciones sexuales. A Silvia le he regalado un vibrador como el mío y le he enseñado a aprovecharlo al máximo como complemento de sus relaciones sexuales. Me consta que está encantada con él. A los dos les he enseñado la utilidad de introducir variantes y juegos en la cama y los dos compiten en ser el alumno más aventajado. Recuerdo con gran placer el día en que Silvia y yo nos presentamos ante Jonás vestidas con la lencería más sexy que había sido capaces de encontrar. Creo que aquel día fue uno en el que más disfrutamos los tres, aunque tengo en mente cosas que seguramente harán que palidezca en el futuro.

Si alguna vez trasciende a los demás la maravillosa relación que mantenemos en casa, se podrá pensar que somos una familia de enfermos que no salimos de la cama y que necesitamos desarrollar una relación anormal que anula nuestra dignidad y nos esclaviza. Nada más falso. Jonás ha terminado sus estudios con brillantez y ha conseguido una plaza de funcionario por sus propios méritos. Silvia es una de las mejores estudiantes de su curso de medicina y yo he ascendido en mi trabajo ocupando puestos de mayor responsabilidad y remuneración. Para nosotros el sexo es sólo una necesidad que satisfacemos como satisface su hambre aquel que come los más exquisitos manjares y queda satisfecho y saciado por completo. Lo que a nosotros nos hace diferentes y, tal vez, mejores es el amor que sentimos y que ya ha trascendido las etiquetas de maternal, filial o fraternal para ser simplemente intenso, profundo, puro.

 

  

  

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2 respuestas

  1. nindery

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