agosto 26, 2025

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Mi Tía

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La relación con mi tía Laura siempre había sido cordial, incluso cálida, dentro de los parámetros normales de una familia numerosa como la nuestra. Ella es la hermana menor de mi padre, apenas doce años mayor que yo, lo que la sitúa en una edad que, lejos de la madurez severa, la mantiene en un territorio de plenitud física muy atractiva. Es una mujer de estatura media, cabello castaño oscuro que siempre lleva recogido en un moño algo desordenado, y una figura que delata su dedicación al yoga y a la natación; curvas firmes y pronunciadas, especialmente en sus caderas y glúteos, que son, sin lugar a dudas, su atributo más destacado.

El ritual comenzó de manera casi inconsciente. En nuestras reuniones familiares, el saludo habitual siempre era un beso en la mejilla y un breve abrazo. En una de esas ocasiones, quizás movido por un impulso subterráneo que ni yo mismo reconocí en el momento, al inclinarme para besarla, la trayectoria de mi brazo derecho, que debería haber rodeado su espalda en un gesto casto, se desvió ligeramente hacia abajo. Mi mano, en lugar de posarse sobre su omóplato, se cerró suavemente sobre la curva de su nalga derecha. Fue un contacto fugaz, apenas un par de segundos, pero la sensación quedó grabada en mis dedos: la firmeza del músculo bajo la tela de su vestido, un tejido ligero de algodón que no ocultaba nada.

Lo extraordinario fue su reacción, o la ausencia de ella. No hubo un sobresalto visible, ni un apartamiento brusco, ni una mirada de reproche. Simplemente aceptó el contacto, respondió al beso en la mejilla con su habitual sonrisa y continuó con la conversación como si nada hubiera ocurrido. Mi corazón latía con fuerza, no por el miedo a ser descubierto, sino por la electricidad de aquel contacto prohibido y, sobre todo, por su permisividad tácita.

Esto se repitió en los siguientes encuentros. Cada vez, mi mano descendía un poco más, se posaba con mayor deliberación sobre su glúteo, y a veces, incluso, me permitía una presión ligera, un apretón casi imperceptible que buscaba comprobar la consistencia de esa carne perfecta. Ella nunca se inmutó. Su silencio era un océano de posibilidades. Comencé a estudiar sus reacciones minuciosamente. Noté que, en ocasiones, tras mi atrevimiento, su respiración se aceleraba levemente, y un tenue rubor subía hasta sus mejillas, aunque su rostro mantuviera la compostura. Otras veces, sus ojos me miraban por un instante, con una profundidad que no sabía descifrar: ¿era complicidad? ¿Expectativa? ¿O simplemente una tolerancia condescendiente hacia el atrevimiento de su sobrino?

La última vez fue la más audaz. Fue en la cena de cumpleaños de mi abuela. Ella llevaba un pantalón de corte slim, de un tejido elástico y fino que se moldeaba a su anatomía como una segunda piel. Cuando me acerqué a saludarla, el ambiente estaba bullicioso, lleno de gente, y eso me dio un valor adicional. Al inclinarme, mi mano no solo se posó en su nalga, sino que se deslizó hacia la parte inferior, donde la curva se encuentra con el muslo, un área de una suavidad y redondez exquisitas. Mi meñique rozó, deliberadamente, el comienzo de su entrepierna. Fue un roce calculado, una intrusión mínima pero cargada de intención.

Ella sí reaccionó entonces. Un pequeño espasmo, casi un estremecimiento, recorrió su cuerpo. Sus ojos se encontraron con los míos y esta vez no hubo duda: no había enfado, sino una chispa de alerta, de excitación contenida. Sus labios se entreabrieron como si fuera a decir algo, pero solo exhaló un suspiro casi inaudible. Mi mano permaneció allí un segundo más de lo habitual, disfrutando del calor que emanaba de su cuerpo incluso a través de la tela. Olía a su perfume habitual, una mezcla de jazmín y vainilla, pero también, y esto pudo haber sido una invención de mi deseo, olía a algo más íntimo, a piel caliente y a un arousal apenas perceptible.

 

Al separarme, su mano, que había permanecido a su lado, se elevó y me tomó del brazo. No fue un gesto de apartarme, sino todo lo contrario. Sus dedos se cerraron alrededor de mi bíceps con una presión firme, y su voz, un susurro que solo yo podía oír, dijo: «Ten cuidado, Roy. La gente podría malinterpretar». No dijo «para», no dijo «no lo hagas». Dijo «ten cuidado». Fue la confirmación más clara que podría haber esperado. Mi pulso se aceleró de manera brutal.

Desde entonces, el juego ha adquirido una nueva dimensión. Ya no es una transgresión unilateral; es un diálogo mudo, un baile de insinuaciones. He comenzado a notar cómo ella, a veces, se coloca de una manera determinada cuando me ve acercarme, ofreciendo esa parte de su anatomía de una forma más accesible, casi invitante. En la última reunión, incluso llevaba una falda ajustada, y cuando la saludé, noté que no llevaba ropa interior. La sensación bajo mi palma fue directa, piel contra piel a través de la fina tela, y la humedad que percibí, leve pero indudable, me dejó absolutamente claro que este juego no es de un solo jugador.

Ahora, cada saludo es una ceremonia cargada de erotismo. Mi mano ya no se limita a posarse; explora, acaricia, posee durante esos breves instantes que la etiqueta familiar nos permite. Y ella responde con una leve presión contra mi mano, o con un movimiento casi imperceptible de sus caderas. El olor a su excitación, un aroma almizclado y dulce que me resulta profundamente intoxicante, se ha vuelto más notable para mí, como una firma personal que me entrega en cada encuentro.

Estoy planeando el siguiente paso. La próxima vez, en lugar de mi mano, será mi cuerpo el que se presione contra el suyo durante el abrazo. Quiero sentir toda su longitud contra mí, quiero que note mi erección, que no hay duda de lo que me provoca. Y, basándome en sus respuestas hasta ahora, tengo la certeza casi absoluta de que no solo no se apartará, sino que se arqueará contra mí, buscando ese contacto con la misma urgencia silenciosa que yo. Este juego de saludos se ha convertido en el preludio más excitante que he experimentado, y la anticipación de lo que podría venir después, de si finalmente traspasaremos ese umbral de lo tácito a lo explícito, domina mis pensamientos constantemente. Su silencio no es una barrera; es la invitación más clara que he recibido nunca.

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