
Por
Anónimo
Mi hermana mayor me deja correrme en su boca
Desde que tengo memoria, mi hermana mayor siempre ha sido mi confidente, la persona que me cuida y me consiente. Recuerdo cuando éramos niños y jugábamos en la bañera, riéndonos sin vergüenza.
Con el tiempo, esos juegos inocentes se transformaron en algo más intenso. Ella empezó a tocarme con curiosidad, sus dedos suaves explorando mi cuerpo, y yo no podía evitar dejarme llevar. La primera vez que se llevó mi pene a su boca, sentí una explosión de placer que me dejó temblando. Fue como si algo hubiera cambiado para siempre entre nosotros.
Ahora, cada mañana es un ritual. Nuestros padres trabajan lejos, y la casa es nuestro reino privado. Entro en su habitación al amanecer, y ella ya me espera entre las sábanas, con una sonrisa cómplice que enciende mi deseo.
No importa cómo elija tomarla—sobre la cama, contra la ventana o en el suelo—siempre se entrega por completo. Su cuerpo es un festín que no me canso de devorar: sus pechos pequeños pero firmes, sus caderas que se arquean hacia mí, su sexo húmedo que me recibe con ansias. A veces la poseo con furia, otras con lentitud agonizante, pero siempre termino derramándome dentro de ella, mientras me susurra que soy el mejor hermano del mundo.
Si un día no voy, se molesta. Su enojo no es de gritos, sino de miradas frías y silenciosos que duelen más que cualquier regaño. Por eso regreso, una y otra vez, adicto a su piel, a su sabor, a la complicidad prohibida que nos une.
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