agosto 15, 2025

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La primaveral

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Nunca fui de esos que fantasean con primas. Hasta ese verano. Daniela acababa de cumplir 18 y llegó a casa de mis tíos con ese cuerpo que ya no era de niña pero conservaba algo dulce que me desarmaba. Morena clara, piernas largas de futbolista y unos labios que siempre estaban medio abiertos, como esperando algo.

Todo empezó en la piscina familiar. Yo, el primo «mayor» (apenas 13 años de diferencia), tratando de no mirar demasiado cuando su bikini se movía con el agua. Pero ella… coño, ella no ayudaba. Se estiraba frente a mí, se ajustaba las tirantes con dedos lentos, y esa sonrisa pícara cuando notaba que me sudaban las manos.

El punto de quiebre fue cuando me pidió que le untara bloqueador. «Santi, ¿me echas crema? No quiero quemarme». Su espalda era un mapa de tentaciones: hoyuelos en la cadera, la columna que llevaba hasta donde el bikini se metía entre unas nalgas que no parecían de recién salida del colegio. Mis dedos temblaban.

«Abajo también», murmuró, y ahí supe que no era imaginación mía.

Al tercer día, nos quedamos solos en casa. Yo en el sofá, pretendiendo ver fútbol, cuando apareció con ese short que debería ser ilegal y una camiseta sin brasier. «¿Me ayudas con el teléfono?», dijo, pero al pasarme el aparato, sus dedos se quedaron en mi mano un segundo de más.

En el cuarto, con la excusa de revisar la conexión WiFi, ocurrió. Me incliné sobre ella para ver la pantalla y sentí sus pezones duros rozarme el brazo. «Dani…», quise advertir, pero ella giró su cara y nuestros labios chocaron con esa urgencia que solo la prohibido puede dar.

 

Su boca sabía a goma de mascar de sandía y a secretos. Mis manos, antes indecisas, ahora recorrían su cintura mientras ella me desabotonaba el jean con dedos ágiles. «Siempre quise saber cómo eras», susurró contra mi boca, y sentí cómo me sacaba la verga ya dura como mástil.

Lo sorprendente no fue que una chica de 18 supiera lo que hacía (esta generación viene con doctorado en sexo), sino cómo me hizo sentir: como un chico de su edad, nervioso y voraz a la vez. Cuando me arrodillé para bajarle el short, supe que estaba mojada desde antes de empezar. El olor de su pepa fresca me mareó.

«¿Te gusta tu prima?», preguntó mientras yo le lamía ese coño rosado que no parecía de principiante. Su gemido al meterle dos dedos fue música. «Más, primo, más fuerte», jadeaba, y obedecí como si mis 31 años no significaran nada frente a su fogosidad.

Al penetrarla, su estrechez me hizo ver estrellas. «Dios, Dani…», gemí, sintiendo cómo me envolvía como un guante caliente. Ella, en vez de quedarse pasiva, me guió: «Así… no tan rápido… ay, ahí, justo ahí». Aprendí más de mujeres en esa hora que en toda mi vida.

La cogimos en tres posiciones: primero de ladito en la cama (para «empezar suave», dijo), luego ella encima (para controlar el ritmo, sus palabras), y finalmente de perrito, donde sus nalgas rebotaban contra mis huesos con un sonido húmedo que todavía me persigue.

Cuando me vine, fue dentro de ella, una irresponsabilidad que solo el calor del momento excusa. Su gemido al sentirlo me erizó la piel. «Qué rico», murmuró, y supe que esto no terminaría aquí.

Y no terminó. Esa semana «arreglamos el WiFi» tres veces más. Hoy, aunque ya no vivimos esa locura, cada reunión familiar lleva esa chispa de complicidad. Ella, ahora en la universidad, me mira igual que entonces cuando sirve el postre. Y yo, el primo «serio», me ajusto el pantalón discretamente.

El segundo round empezó en Navidad. Todos reunidos en casa de los abuelos, brindis y risas falsas. Dani, ahora con 19 años y más descarada que nunca, se sentó frente a mí en la mesa, cruzando y descruzando las piernas con lentitud calculada. Bajo el mantel, su pie descalzo encontró mi entrepierna y empezó a masajearme con la planta del pie. «¿Te gusta el regalo, primo?», murmuró mientras fingía interés en la conversación de su madre.

No aguanté más. Aproveché que todos salieron al patio a ver los fuegos artificiales y la arrinconé en el baño. Esta vez no hubo preámbulos románticos. Le subí el vestido navideño y descubrí que no traía nada debajo. «Puta descarada», le dije mientras le metía dos dedos en la pepa ya chorreando. Ella sólo mordió su labio y susurró: «Te extrañé, papi».

La cogida fue rápida y sucia. La levanté contra la pared, sus piernas alrededor de mi cintura, y la penetré de un solo golpe. «Calladita, que nos escuchan», le ordené, y ella obedecía, mordiendo mi hombro para ahogar los gemidos. Cuando me vine, fue en su boca, obligándola a tragar cada gota mientras afuera la familia brindaba por la unión familiar.

Pero lo mejor vino después.

En Año Nuevo, Dani llegó con un «regalo especial». Me llevó al cuarto de visitas y abrió su bolso: un vibrador pequeño y unas esposas de juguete. «Quiero que me uses», dijo con esa voz de niña buena que escondía una perversión increíble.

La esposé a la cabecera de la cama y pasé una hora explorando cada centímetro de su cuerpo con el vibrador. Primero en sus pezones, luego en el clítoris, deteniéndome justo cuando estaba a punto de venir. «Por favor, primo… déjame venir», suplicaba, pero yo sólo sonreía y cambiaba de lugar el juguete.

Cuando finalmente la penetré con el vibrador todavía dentro de ella, el gemido que soltó fue animal. «Eres mi putita, ¿verdad?», le pregunté mientras le daba nalgadas que dejaban sus cachetes rojos. «Sí, papi, sólo tuya», respondía entre jadeos.

Esa noche descubrimos nuevas fronteras. Dani, la niña bien de la familia, resultó ser una adicta al sexo anal. «Por ahí no…», protestó débilmente cuando le pasé la lengua por ese hoyito rosado. Pero cuando empezó a gemir y empujar su culo contra mi boca, supe que había encontrado su punto débil.

La última vez fue en el auto, estacionados cerca de su universidad. Se subió a mí con ese uniforme de colegiala que tanto me excitaba y cabalgó como una profesional mientras yo le masajeaba su clítoris con una mano y le metía dedos en el culo con la otra. «Vas a venir como puta», le dije, y ella sólo asintió, con los ojos en blanco, antes de estremecerse en un orgasmo que nos dejó a ambos sin aire.

Ahora, cada vez que la veo en reuniones familiares, intercambiamos miradas cargadas de promesas sucias. Y aunque ambos sabemos que esto no puede durar para siempre, por ahora… qué carajo, la familia es lo primero.

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