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El pecado con el hijo del pastor
Ay mi madre, tengo que contar esta vaina que me tiene las piernas temblando todavía. Soy Rosita, tengo 36 años y vivo en Maturín, en la parroquia La Cruz, donde todo el mundo se conoce. Resulta que el pastor de mi iglesia es primo de mi mamá, y su hijo mayor, Junior, es como mi primo también pero lejano, porque esas vueltas de la familia ni el mismo Dios las entiende.
Junior tiene 40 años, está casado hace como 15 con esa mosquita muerta de Yurimar, y siempre se hace el santurrón en la iglesia, pero yo siempre le he echado el ojo porque el tipo está bueno, alto, moreno, con unas manos grandes que me imagino en mis tetas.
La cosa pasó el domingo pasado. Después del culto de la noche, yo me quedé ayudando a limpiar la iglesia porque soy de la hermandad de servidores. Junior se quedó también porque tenía que revisar unas cosas del sistema de sonido. Total que nos quedamos solos en la iglesia, con esas luces tenues y el olor a incienso todavía en el aire. Yo andaba con un vestido bien ajustado, de esos que uso para provocar, sabiendo que Junior estaría ahí.
Cuando pasé por donde él estaba, me dijo «Rosita, qué bien te ves» con una voz que no era la de hermano en Cristo, sino la de hombre que quiere algo. Yo le sonreí y le dije «tú también, Junior, siempre tan guapo». Me acerqué como para ver lo que hacía en el computador y deliberadamente le rozué las tetas contra el brazo. El tipo se quedó tieso, y yo vi cómo se le marcaba la verga en el pantalón.
Sin decir mucho, me agarró de la mano y me llevó al baño de damas que está al fondo de la iglesia. Cerró la puerta con llave y ahí mismo me empotró contra la pared. «Hace rato te quiero dar, prima», me susurró mientras me levantaba el vestido. Yo no me resistí, al contrario, le ayudé a bajarme las bragas. «Pero tú estás casado, Junior», le dije, pero era pura pantalla porque ya estaba mojada como playa en marea alta.
El muy hijueputa se bajó el cierre y me enseñó la verga. ¡Ay santos! Era más grande de lo que me imaginaba, gruesa y con unas venas que se le marcaban impresionantes. «Esto te voy a meter, pecadora», me dijo, y me la restregó en la cara. Yo me la comí completa, metiéndomela hasta la garganta, ahogándome pero con gusto, sabiendo que era la verga del hijo del pastor, de mi primo, de un hombre casado.
Después me puso de espaldas contra el lavamanos y me la metió por detrás. Grité pero él me tapó la boca con su mano. «Calladita, que aquí viene el Espíritu Santo», me dijo mientras me daba duro. Sentía sus bolas golpeando mi culo y el ruido de nuestros cuerpos chocando que resonaba en el baño. En un momento me dio la vuelta y me sentó en el lavamanos, abriéndome las piernas. «Quiero ver esa conchita que tiene tentando a los hermanos», dijo, y se puso a chuparme como un loco.
Mientras me comía, yo miraba hacia el crucifijo que tenía tatuado en su brazo y me sentía la mujer más pecadora del mundo, pero qué rico pecado, mi madre. Después me puso de rodillas y me vino en la boca, un chorro caliente y espeso que me llenó la garganta. «Trágatelo, Rosita, trágate mi pecado», me ordenó, y yo obedecí como la perra que soy.
Pero ahí no acabó la cosa. El hijueputa se puso duro otra vez y me llevó al altar mayor. Ahí, frente al pulpito donde su padre predica cada domingo, me puso a cuatro patas y me volvió a meter la verga, esta vez por el culo. «Aquí es donde mi papá da la hostia, ahora te voy a dar la mía», jadeaba mientras me agarraba del pelo. Yo gemía como una posesa, con la cara contra la alfombra sagrada, sintiendo cómo me llenaba el culo con su verga.
Cuando terminamos, los dos estábamos sudados y jadeando. Me ayudó a levantarme y me dio un beso que sabía a mi propio jugo. «Esto se queda entre nosotros, ¿ok?», me dijo, arreglándose el pantalón. Yo asentí, pero por dentro estaba planeando cómo hacer para repetir.
Desde ese día, no he podido dejar de pensar en esa verga. En la iglesia, cuando lo veo al lado de su mujer, me sonríe con esa sonrisa de santo pero yo sé que debajo de ese traje está el diablo que me folló en el baño. Ya le mandé un mensaje diciéndole que quiero confesarme con él, pero en el cuarto de atrás de la iglesia. Y estoy segura de que va a venir, porque el hijueputa también quedó enganchado.
Ahora cada vez que voy a la iglesia, me pongo las bragas más sexys debajo del vestido, por si acaso. Y rezo, pero no para que Dios me perdone, sino para que Junior me vuelva a coger en el sagrario. Porque si el cielo es así de bueno, prefiero quedarme en el infierno.
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