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El experimento de los halls
Verónica llegó a mi apartamento con esa sonrisa pícara que siempre precede a nuestras locuras. Traía en su bolso tres sabores de Halls: menta, cereza y ese extraño de miel y limón que siempre me hace toser. «Primo, hoy vamos a comprobar si eso de los caramelos en la vagina funciona», anunció mientras dejaba caer su abrigo sobre el sofá, revelando ese cuerpo que conocía tan bien pero que siempre me sorprendía. Sus curvas, más maduras que las mías por esos cinco años de diferencia, se insinuaban bajo el vestido de lana que tanto me gustaba arrancarle.
Preparamos el escenario con la meticulosidad de científicos locos. Extendimos una toalla sobre mi cama de soltero, iluminamos la habitación con la luz tenue de la lámpara de sal del Himalaya que me regaló mi madrastra (en circunstancias igualmente íntimas), y colocamos los caramelos en un plato como si fueran finos chocolates. Verónica se desvistió con esa parsimonia que me volvía loco, dejando que cada prenda cayera al suelo como acto deliberado de tortura sensual. Cuando por fin quedó desnuda, el aroma familiar de su perfume Chanel N°5 se mezcló con ese olor dulzón que siempre emanaba de entre sus piernas, un aroma a almendras y deseo que me erizó la piel.
Comenzamos con el Halls de menta. Yo, arrodillado ante su altar particular, coloqué el caramelo con reverencia en la entrada de su vulva ya humedecida. La expectación nos tenía tan tensos que nuestras risas nerviosas llenaban la habitación. «¿Sientes algo?», pregunté, observando cómo el pequeño disco blanco comenzaba a disolverse lentamente. Verónica arqueó las cejas con escepticismo. «Solo frío, primo. Como cuando te echas alcohol en una herida, pero… íntimo». Pasados los minutos, decidí probar con mi lengua el efecto real. El sabor fue una explosión surrealista: menta intensa mezclada con el flavor único de sus fluidos, una combinación que alternaba entre refrescante y medicinal. Chupé con dedicación, notando cómo su clítoris se hinchaba bajo mi atención, pero ella solo movía la cabeza con una sonrisa compasiva. «No es lo que esperaba, Roy. Sabe a dentífrico usado en sitios equivocados».
El experimento con el Halls de cereza fue directamente decepcionante. El color rojo began a teñir sus labios vaginales de un tono alarmante que parecía sangre menstrual. «Parece crimen pasional», bromeó Verónica con ironía, aunque su expresión decía claramente que la sensación no era placentera sino más bien irritante. El sabor, cuando lo probé, recordaba a esos jarabes para la tos que detestaba de niño, con un regusto artificial que se adhería al paladar de manera desagradable. Peor aún, comenzó a producir una espuma rosada que nos hizo estallar en carcajadas incómodas. «Esto es asqueroso, primo», admitió ella mientras se limpiaba con una toalla, aunque sus dedos continuaban acariciando su clítoris como buscando rescatar algo de placer del fracaso.
Fue el Halls de miel y limón el que finalmente nos hizo abandonar el proyecto científico. Al contacto con su calor, el caramelo comenzó a derretirse de manera desigual, creando una textura granulosa que se incrustaba incómodamente en sus pliegues más sensibles. Verónica hizo una mueca de genuino dolor. «Arde, Roy. De verdad duele». Actuando rápido, lavé la zona con agua tibia, notando cómo su piel se había enrojecido por la acidez cítrica. La decepción flotaba en el aire entre nosotros, mezclada con el olor persistente a mentol y frutas artificiales.
Pero ahí, en medio del fiasco, ocurrió la magia. Verónica me miró con esos ojos castaños que siempre veían más allá de mis pretensiones y dijo: «Olvida los caramelos, primo. Hazme sentir bien de la manera que de verdad funciona». Su voz tenía esa ronquera que solo aparecía cuando estaba realmente excitada. Me empujó sobre la cama y descendió sobre mi boca en un 69 espontáneo que borró cualquier rastro de decepción.
El sabor de Verónica sin aditivos era un festival sensorial que conocía de memoria pero que nunca me cansaba de saborear. Sus fluidos, ligeramente ácidos con ese toque metálico único de su ovulación, se mezclaban con el residual sabor a miel del caramelo, creando un cóctel extrañamente delicioso. Mi lengua encontró su clítoris ya hinchado por la frustración anterior y comencé a trabajar en él con la precisión que años de práctica me habían dado. Arriba, sentía cómo sus labios me envolvían con esa habilidad que solo una mujer experimentada posee, sus dientes rozando suavemente mi piel en justo la medida precisa para mantenerme al borde del éxtasis.
Cambiamos de posición en un torbellino de limbs entrelazadas. Yo la coloqué boca abajo, elevando sus caderas para penetrarla desde atrás mientras mis dedos continuaban masajeando su punto G. El sonido de nuestros cuerpos mojados chocando se mezclaba con nuestros jadeos sincronizados. Verónica gritaba en cada embestida, pero no de placer abrumador sino de esa deliciosa frustración sexual que a veces es más intensa que el orgasmo mismo. «No voy a venir, primo», gemía entre risas y quejidos, «pero no pares, por favor no pares».
Y no paré. La amé durante lo que pareció horas, cambiando de ángulos, de ritmos, de intensidades. Probamos con la luz encendida y apagada, con la ventana abierta al frío nocturno que enfriaba nuestro sudor, incluso pusimos música de jazz para ver si el ritmo ayudaba. Nada funcionaba para llevarnos al clímax, pero paradójicamente, el sexo era increíble. Nos reíamos entre besos cuando una posición resultaba incómoda, nos mimábamos cuando los calambres aparecían, y nos quedamos mirando fijamente cuando las sensaciones se volvían tan intensas que rozaban lo doloroso.
Al final, nos derrumbamos exhaustos, cubiertos de una capa pegajosa de sudor, saliva y los residuos dulces de nuestro fallido experimento. Verónica descansó su cabeza sobre mi pecho, dibujando círculos en mi piel con ese dedo anular donde había llevado alianza hasta hace un año. «Tal vez los Halls solo funcionen en mujeres más jóvenes», bromeó con ironía, y yo la abracé fuerte, oliendo su pelo teñido que aún conservaba rastros del aroma a menta de los caramelos.
Aunque ninguno llegó al orgasmo, esa noche quedó grabada en mi memoria como una de nuestras mejores experiencias sexuales. No por la intensidad del placer, sino por la intimidad absurda y deliciosa de dos primos que se atrevieron a probar algo estúpido juntos, y descubrieron que a veces el camino hacia ninguna parte es más divertido que el destino.
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