Por
En diez años de relación nunca había experimentado sexo tan salvaje
La resaca del placer de aquella noche con Leo fue un veneno dulce que se filtró en los días siguientes. Mi cuerpo, ahora un territorio cartografiado por manos ajenas, recordaba cada sensación con una nitidad obscena. Los besos de mi novio, antes reconfortantes, ahora sabían a poco. Sus caricias, predecibles. Sus movimientos en la cama, una coreografía aprendida que ya no bastaba para apagar el fuego que aquel desconocido había avivado en mis entrañas.
Mi novio, por su parte, estaba eufórico. Interpretaba mi silencio postcoital como timidez, mi distancia como procesamiento. «Fue increíble, ¿verdad?» no paraba de repetir, sus ojos brillando con la llama recién recuperada. «Verte así… fue lo más excitante de mi vida. Tenemos que hacerlo otra vez. ¡Podemos ir más lejos!»
Así que planeamos el segundo encuentro. Esta vez, una pareja. Él argumentó que sería más «equilibrado». Encontramos a una pareja en sus cuarenta, atractivos, sofisticados, con una reputación en círculos discretos por sus juegos. Se llamaban Claudia y Marcos. La cita fue en un restaurante caro, y la conversación fue un baile de dobles sentidos y miradas cómplices. Claudia era una mujer voluptuosa, de mirada inteligente y manos que no dejaban de tocar a su marido. Marcos, alto, con una calvicie a lo Mr. Clean pero una sonrisa que desarmaba, me miraba con una curiosidad que hacía que me ruborizara como una adolescente.
De vuelta en nuestro apartamento, con una botella de vino vacía sobre la mesa, la tensión era diferente. Menos eléctrica que con Leo, pero más compleja, más estratificada. Claudia se acercó a mí primero, sus labios encontrando los míos en un beso experto, suave pero insistente. Era extraño, pero no desagradable. Tenía las manos suaves y sabía cómo tocar. Mientras ella me besaba, sentí a Marcos detrás de mí, sus manos grandes en mis hombros, bajando para desabrochar mi sostén. Mi novio, por su parte, ya estaba desvistiendo a Claudia con una urgencia que denotaba su fascinación por ella.
Terminamos en el salón, sobre la alfombra gruesa. Era un ballet de cuerpos entrelazados, un intercambio constante. Besé a Claudia mientras Marcos me acariciaba los pechos desde atrás. Vi a mi novio, embelesado, perderse entre las piernas de Claudia, y un punzante celo, absurdo e irracional, me atravesó por un segundo. Pero entonces Marcos me giró y me besó, y su boca sabía a vino y a poder, y el celo se transformó en otra cosa.
Marcos era bueno. Muy bueno. Tenía una técnica depurada, una paciencia de artesano. Me hizo venir con su boca, un orgasmo largo y profundo que me dejó temblando. Pero aunque fue intenso, no fue… alucinante. No tuvo esa cualidad brutal, esa sensación de descubrimiento salvaje que tuvo Leo. Fue un placer de lujo, predecible en su excelencia.
Fue Claudia quien, con una sonrisa pícara, propuso el siguiente paso. «¿Alguna vez los han penetrado a los dos al mismo tiempo?» preguntó, mirándonos a mi novio y a mí.
El aire se cortó. Mi novio me miró, y en sus ojos vi un destello de ansiedad, pero sobre todo, de un deseo oscuro y enorme. «No», dijo, su voz ronca. «Pero… podemos intentarlo».
La logística fue torpe, hilarante incluso en medio de la lujuria. Terminamos en la cama, yo de lado, en posición de cuchara con mi novio detrás de mí. Él, después de un momento de nerviosa preparación, guió su pene, ya familiar, a mi sexo, que estaba inundado por los juegos previos. Entró con facilidad, un suspiro conocido. Luego, Marcos se posicionó frente a mí, de rodillas entre mis piernas, que yo tenía levantadas y abiertas sobre la cadera de mi novio. Su mirada era seria, concentrada. Aplicó lubricante con cuidado en su pene y luego en mi ano, un contacto frío que me hizo estremecer.
«Relájate», murmuró, y su voz era calmada. «Confía en mí».
Sentí la punta, más grande que cualquier cosa que hubiera pasado por ahí (solo juguetes pequeños), presionando. Mi novio me abrazó por detrás, susurrándome al oído: «Tú puedes, mi amor. Para mí». Y por él, por esa chispa en sus ojos, lo hice. Respiré hondo, dejé ir la tensión, y Marcos empujó.
El dolor fue agudo, una quemadura invasiva que me hizo gritar. Pero fue breve. A medida que se adentraba, milímetro a milímetro, el dolor se mezcló, se transformó. Mi novio empezó a moverse dentro de mi vagina, un vaivén lento, y la sensación de estar llena por dos lados, de ser el centro de un sándwich humano de carne y deseo, fue abrumadora. El dolor en mi ano se diluyó, reemplazado por una presión insana, una plenitud que no tenía nombre.
Marcos encontró su ritmo, sincronizándose con los empujes de mi novio. Y entonces… dios. Entonces pasó. Los dos penes, moviéndose en contrapunto, crearon una fricción interna, un punto de encuentro a través de la delgada pared que separaba mis dos agujeros. Fue como si se rozaran el uno al otro dentro de mí. Una sensación completamente nueva, inimaginable, indescriptible. Un circuito de placer se cerró en mi centro, una bola de fuego que creció con cada embestida coordinada.
Gemí, un sonido que era puro abandono. Mi cabeza cayó hacia atrás sobre el hombro de mi novio. Claudia, observando desde un lado, se acercó y empezó a besarme, a acariciar mis pechos, añadiendo otra capa de sensación al torbellino. Yo ya no era una persona; era un conjunto de nervios al rojo vivo, un receptáculo de placer puro.
El orgasmo no llegó como una explosión, sino como una inundación. Empezó en lo más profundo, donde los dos miembros se encontraban, y se expandió como un anillo de fuego líquido por todo mi cuerpo. Temblé, convulsioné, grité sin palabras, mientras sentía a los dos hombres correrse dentro de mí, casi al unísono, sus gruñidos de liberación mezclándose con mis gemidos. Fue una posesión total, una entrega completa. Fue, en una palabra, delicioso.
Después, mientras la pareja se vestía con elegancia, intercambiando números con mi novio entre risas, yo me quedé en la cama, hecha un ovillo, sintiendo sus semillas mezcladas escaparse de mí. Mi novio vino y me abrazó, radiante. «¿Lo ves? Esto es lo que necesitábamos. ¡Esto nos ha unido más!» Me besó en la frente, y yo cerré los ojos.
Porque la verdad, de nuevo, era traicionera. Sí, la doble penetración había sido una revelación física brutal, un vértigo delicioso. Pero mi mente, de forma automática e ingobernable, comparaba. Comparaba la penetración de Marcos con la de Leo. La de Marcos había sido experta, técnica, incluso tierna en su control. La de Leo había sido una conquista. Una había sido un banquete gourmet; la otra, una cacería primitiva. Y mi cuerpo, la fiera ahora despierta, anhelaba la cacería.
Mientras mi novio se dormía, satisfecho y convencido de haber salvado nuestra relación con estos experimentos, yo me quedé mirando al techo. Claudia y Marcos se habían ido. Pero la sombra de Leo, el primer desconocido, se había agrandado en mi mente, convirtiéndose en un fantasma corpóreo, en una promesa de un placer que no solo llenaba huecos, sino que creaba nuevos abismos de deseo. Y sabía, con una certeza que me helaba y me calentaba a la vez, que no podría vivir mucho tiempo solo con el recuerdo…



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