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diciembre 3, 2025

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Mi vida en celo perpetuo

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Acá te lo cuento con todo el morbo, que no me da vergüenza una mierda. La cosa empezó en Salou, un verano que parecía que el mundo entero estaba en celo. Tenía 18 recién cumplidos, estaba hecha una yegua salvaje con ganas de que alguien me domara. La primera noche en la disco, un tipo que tenía más años que yo pero un cuerpo que daba miedo – moreno, tatuajes hasta en el cuello, ojos que te clavaban – me sacó a bailar. No hicimos ni dos vueltas y ya me estaba arrastrando al baño de los chicos. No dijo nada, solo me dio un beso que me dejó sin aire y me subió la falda de un tirón. Me sentó en el lavamanos, me abrió las piernas y se puso de rodillas. Su lengua fue directa al punto, ché, sin avisar. Fue como un shock eléctrico, un latigazo de placer que me hizo agarrarme de los bordos de la pileta para no caerme. En dos minutos, menos quizás, ya estaba gimiendo y temblando como una idiota, corriendome en su boca. Después, me bajó, me dio la vuelta y me empujó contra la pared. Sentí su pija enorme, dura como una roca, buscando mi entrada. Ni siquiera me preguntó si tenía forro. Solo un «¿querés?», y yo, ahogada, dije «sí, sí, dámela toda». Me la metió de un solo golpe y el dolor se mezcló con un placer tan brutal que vi estrellas. Me folló ahí, de pie, con la música retumbando del otro lado de la puerta, sus manos apretándome las tetas, sus gruñidos en mi oído. Cuando se corrió, sentí el chorro caliente adentro, llenándome, y supe que esa sensación me iba a enganchar para siempre. Salí del baño, con su leche escurriendome por los muslos, y solo atiné a decirle «gracias» antes de perderme entre la gente. Ni su nombre le pedí.

Volví a casa, a la Patagonia, pero ya no era la misma. En la uni, me compré faldas que apenas me tapaban el culo y tops que dejaban mis tetas casi al aire. Y lo mejor: dejé las bombachas. Para siempre. Me da igual el frío del Bolsón, prefiero sentir el aire rozándome la concha, manteniéndome mojada y alerta todo el día. Es como una caricia constante, un recordatorio de que ahí abajo hay un pozo de fuego listo para que alguien lo apague.

En la residencia comparto pieza con Laura, una cordobesa tímida pero con una mirada que delataba sus ganas. Una noche la escuché jadear. Me di vuelta y ahí estaba, bajo las sábanas, con la mano entre las piernas. En vez de hacer la dormida, me levanté, me saqué la remera y me metí en su cama. «Dejame ayudarte», le dije, y le besé el cuello. Ella se congeló un segundo, pero después me agarró la cabeza y me la llevó entre sus piernas. Tiene un sabor dulce, a fruta madura, y gemía bajito como un pajarito. Esa noche nos comimos hasta el amanecer, y desde entonces dormimos juntas casi siempre. A veces su novio, desde Córdoba, nos pide videollamada. Nosotras, como las perras que somos, usamos un consolador doble, una en cada punta, y nos follamos delante de la cámara mientras él se pajea y nos pide que hagamos cosas más sucias. Esa mezcla de exhibición y placer me vuelve loca.

Pero las minas, por ricas que estén, no me llenan del todo. Necesito pija, necesito esa cosa dura y palpitante que te abre y te llena hasta el tope. Los viernes, mi ritual es ir al «Cervantes», un bar cerca de la facu donde se juntan los de últimos años. Me siento en la barra, pido un fernet, y abro las piernas con descaro. No uso bombacha, así que con solo un poco de luz, se me ve todo. Mi concha rosadita, ya humedecida de solo pensar en lo que viene. Nunca espero más de veinte minutos. Algún boludo, con la pija dura viéndome, se acerca y me ofrece una copa. Y siempre la misma pregunta: «¿Subimos a tomar la última a algún lado?». Y yo, con una sonrisa de zorra, siempre digo que sí.

Una de esas noches fue épica. Un rubio alto, con cara de buenito, y su amigo moreno, más canchero, me rodearon. «¿Te animás a algo más fuerte?», me dijo el rubio. Les seguí hasta un depto vacío que alquilaban para fiestas. Ni bien entramos, el moreno me empujó contra la pared y me besó, mientras el rubio me agarraba las tetas. Me hicieron arrodillar en medio del living. «Abrí bien la boca, puta», dijo el moreno, y me metió su pija hasta la garganta. Mientras yo me ahogaba, el rubio se paró frente a mí y me la restregó en la cara. Iban turnándose, una pija en mi boca, la otra en mis tetas, y yo con una mano en mi concha, tocándome como una desesperada. Después me tiraron al sillón, me abrieron las piernas y el rubio se metió primero. Me follaba lento, profundo, mirándome a los ojos, mientras el moreno me daba su pija para que se la chupara. Cambiaban cada rato, y yo me corría una y otra vez, sin control, los dedos de ellos en mi clítoris, sus bocas en mis tetas. Al final, jadeando, me pidieron que eligiera dónde quería su leche. «Los dos adentro de mi concha, por favor», gemí. Y así fue. Se pusieron uno al lado del otro y me llenaron, los dos al mismo tiempo, una avalancha caliente que sentí inundándome por dentro. Me quedé ahí, con las piernas abiertas, viendo cómo su mezcla me salía a hilos, espesa y blanca. Hasta me saqué una foto con el celular, una foto que todavía guardo y que me moja al instante cuando la veo.

Otra vez, en el tren de larga distancia volviendo a casa por Navidad, me senté al lado de un señor de unos cincuenta, con cara de aburrido. Yo con un vestidito negro, cortísimo, y sin nada debajo. Me hice la dormida y dejé que mis piernas se abrieran solas. Sentí su mirada, pesada, caliente, recorriéndome. Después, un movimiento furtivo a mi lado. Abrí un ojo y lo vi, con la mano en el bulto de su pantalón, mirándome fijo. Me desperté de golpe, lo miré a los ojos y le susurré, tan bajo que casi era un aliento: «¿Te gusta lo que ves?». No dijo nada, solo asintió, con los labios apretados. Sin romper el contacto visual, metí mi mano bajo mi vestido y empecé a tocarme, despacio, mostrándole todo. Él, entonces, se desabrochó el pantalón y se sacó la pija. Era gruesa, venosa. Se puso a pajearse mirándome, y yo me masturbé mirándolo a él, en ese vagón casi vacío, con el paisaje patagónico pasando como una mancha verde por la ventana. Me corrí en silencio, con un temblor que me recorrió de pies a cabeza, y él, con un gruñido, se vino en un pañuelo justo cuando el tren frenaba en mi estación. Me bajé, con mi concha chorreando y el olor a sexo y a hombre pegado en mis dedos.

Así es mi vida ahora. Me despierto con la concha palpitando y me meto los dedos antes de siquiera abrir los ojos. Salgo a la calle y elijo mi presa del día: puede ser el chico de la librería, la profesora de teoría literaria, un grupo de mochileros perdidos a los que les ofrezco una «guía» especial por las montañas. Los llevo a algún mirador escondido, a una cueva que conozco, o simplemente me los follo entre los árboles, con el sonido del viento y el río de fondo. No quiero amor, no quiero un novio que me ate. Solo quiero esto: pija, lengua, dedos, leche caliente adentro o en la cara. Quiero que me usen, que me griten «puta» mientras me dan, que me graben para sus amigos, que me presten. Soy Lucía, la del Bolsón, y mi único deporte es la caza. Y la caza, che, siempre es buena.

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