diciembre 2, 2025

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Una noche con mi hermana

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Anoche fue una de esas noches que te dejan el cerebro dando vueltas y el cuerpo en un estado raro, como si hubieras echo algo que no debías, aunque en realidad no paso nada. O al menos, nada físico.

Mi hermana, Andrea, apareció de la nada. Tiene 34 años, vive en otra ciudad, y no avisa nunca. Me llamó al celular, la voz un poco tensa. «Santi, estoy en casa de los papás pero no están. Se fueron a un evento de la iglesia, creo. No quiero estar sola acá, ¿podés venir?». No lo pensé dos veces. Aunque estoy casado, mi esposa estaba en una cena con sus amigas, así que no habría problema. Además, con Andrea la relación es buena, pero ha estado rara desde que tuvo unos problemas con mi mujer. No se hablan, y la verdad, yo trato de mantenerme al margen.

Cuando llegué, ya había abierto una botella de vino tinto. Ella estaba en la sala, con un jeans y una sudadera, viendo la tele sin poner atención. Me saludó con un abrazo largo, más largo de lo normal, y sentí que temblaba un poco. «Gracias por venir, hermanito», me dijo, y su voz sonó frágil, como de vidrio.

Nos sentamos en el sofá y empezamos a tomar. Al principio, la conversación fue normal. Del trabajo, de los papás, de sus planes. Pero después del tercer vaso, las cosas empezaron a torcerse. O a enderezarse, no sé bien.

«Tu esposa me cae mal, ¿sabés?», soltó de pronto, mirando el fondo de su copa. «Siempre me trató como si fuera una rival, como si le fuera a robar algo.» Yo me quedé callado, no sabía qué decir. «No es personal, Andrea», traté de sonar neutral. «Es solo que es muy celosa.»

«Celosa de qué?», preguntó ella, levantando la mirada. Sus ojos, del mismo color café que los míos, me perforaron. «¿De que estemos cerca? Somos hermanos, por Dios.» Respiró hondo y tomó otro trago. «Mamá también tiene sus ideas. Me dijo el otro día que debería buscar un hombre ya, que el reloj no para. Como si mi valor estuviera en tener pareja.»

Empezó a soltar cosas, una tras otra. Cosas fuertes. Que mi mamá le había confesado que, antes de casarse con mi papá, tuvo un amor que la marco mucho. Que mi papá, en su juventud, no fue ningún santo. Detalles íntimos, dolorosos, que yo nunca quise saber. Y yo ahí, escuchando, con el vino pesándome en la cabeza.

Luego, cambió el enfoque. «Y vos, Santi. Sé cosas de vos también.» Me miró con una sonrisa medio torcida, juguetona, pero con algo oscuro detrás. «¿Ah sí? ¿Como qué?», pregunté, tratando de sonar relajado, pero el corazón me latía más rápido.

«Se que en la universidad no eras tan santo como aparentabas. Que te gustaba una compañera de Carla, ¿te acordás? La rubia de la falda escocesa. Y que una vez, en una fiesta, casi te la cogés en el baño.» Me quedé helado. ¿Cómo sabía eso? Nunca se lo conté a nadie. «Carla tenía lengua larga», fue lo único que atiné a decir.

«Y no solo eso», continuó, acercándose un poco más en el sofá. Su pierna rozó la mía. «Se que antes de casarte, tuviste una aventura. Una tipa del gimnasio. Duró tres meses.» El aire se me salió del cuerpo. Eso sí que nadie lo sabía. Fue un error, una tontería de la que me arrepentí, y que juré llevar a la tumba. «¿Quién te dijo?», pregunté, con la voz ronca.

«Tengo mis fuentes», dijo ella, con un misterio que no me gustó. Pero no paró ahí. Empezó a hablar de ella misma. Cosas que nunca me hubiera imaginado. Que en su último trabajo, su jefe la acosó, pero ella nunca lo denunció porque le gustaba el poder que sentía al tenerlo en la palma de su mano. Que había tenido una relación con un hombre casado, y que lo que más le excitaba era cuando la llamaba a escondidas, arriesgándose a que los descubrieran.

«Lo prohibido tiene un gusto diferente, ¿no te parece, Santi?», me preguntó, y su mirada ya no era la de mi hermana. Era la mirada de una mujer que estaba mostrando sus cartas, una a una.

Yo estaba pasmado. El alcohol y la crudeza de sus palabras me tenían en un estado de shock. Y entonces, se levantó. «Hace calor», dijo, y sin más, se quitó la sudadera. Abajo traía un top blanco, ajustado, sin mangas. No traía sostén. Se le marcaban los pezones perfectamente, duros, contra la tela fina. Luego, se bajó el jeans. Tenía unos shorts de dormir cortísimos, de esos de satín, que le dejaban las piernas casi al descubierto. Se sentó de nuevo, pero ahora de una manera distinta, más abierta, más consciente de su cuerpo.

Mi boca se secó. No podía dejar de mirarla. No es que Andrea sea una modelo, pero tiene un cuerpo bonito, cuidado, y en ese momento, bajo la luz tenue de la lámpara, se veía… disponible. Peligrosamente disponible.

«No deberías vestirte así», dije, tratando de sonar a hermano mayor, pero mi voz sonó débil, sin convicción.

«¿Por qué? ¿Te molesta?», preguntó, desafiante. Se inclinó para tomar su copa, y el escote del top se abrió. Vi la curva suave de sus pechos, la sombra entre ellos. «¿O te gusta?»

«Sos mi hermana, Andrea», fue lo único que pude decir, pero era como si las palabras no tuvieran peso. Ella sabía que me estaba afectando. Se notaba.

«Relájate, no va a pasar nada», dijo, pero su tono era todo menos relajante. «Solo somos dos adultos tomando y hablando de la vida. De secretos. De cosas que nos prenden.» La palabra «prenden» la dijo lenta, saboreándola.

Pasamos como una hora más asi. Ella contando más cosas, cada vez más íntimas, mientras yo luchaba por mantener la compostura. Mi mente estaba dividida. Una parte, la racional, el ingeniero, gritaba que esto estaba mal, que debía irme. La otra parte, la que llevaba años enterrada bajo responsabilidades y rutina, observaba fascinada el espectáculo de su hermana desnudándose emocional, y casi físicamente, frente a mí.

En un momento, se levantó para ir al baño. Caminó lento, haciendo conciencia de cada paso, de cómo los shorts se le pegaban al culo. Cuando volvió, traía un olor fresco, a jabón, y su piel brillaba un poco. Se sentó aún más cerca, y su muslo presionó contra el mío. El calor de su piel se traspasaba la tela de mi pantalón.

«¿Te acordás cuando éramos chicos y nos escondíamos en el closet?», susurró, su aliento olía a vino y a menta. «Jugábamos a que éramos espías. A veces estabamos tan apretados que podía sentir tu corazón latir.»

Lo recordaba. Eran juegos de niños, inocentes. Pero en su boca, en este contexto, sonaban a otra cosa.

«Sí, lo recuerdo», dije, sin poder moverme.

«Yo también», dijo, y luego guardó silencio, mirándome fijamente. El aire en la sala era espeso, cargado de alcohol, de confesiones y de una tensión sexual que crecía como una maleza venenosa.

Al final, no pasó nada. El momento crítico llegó y pasó. Sonó el celular de ella, era una amiga, y la conversación se rompió. Como si un hechizo se hubiera desecho. Ella se puso la sudadera de nuevo, y poco a poco volvimos a ser hermanos.

Me fui como a la una de la mañana. Cuando llegué a mi casa, mi esposa ya estaba dormida. Me metí a la ducha y me dejé caer el agua fría en la cabeza, tratando de aclarar mis ideas.

Pero aquí estoy, al día siguiente, escribiendo esto. No puedo sacarme de la cabeza la imagen de ella en ese top, la crudeza de sus palabras, la tentación que estuvo ahí, tan cerca. No hice nada. No la toqué. Pero en mi cabeza, en esa parte oscura que no quiero admitir que tengo, algo pasó. Y no sé qué pensar. Solo sé que anoche, por unas horas, dejé de ser el esposo, el ingeniero, el hermano responsable. Y me convertí en un hombre tentado, confundido, y terriblemente excitado por algo que nunca, nunca debería desear.

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