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El culito de mi prima
Marico, te voy a contar una vaina que me tiene loco desde hace semanas. Resulta que mi prima Gabriela, a la que no veía desde que éramos carajitos, vino a visitarnos desde Maracay. La última vez que la vi era una chama flaquita, toda huesitos, sin nada que mirar. Pero ahora, a sus 22 años, la muy hija de puta se convirtió en una diablita.
No es que tenga un culo enorme, no. Es pequeño, pero tan paradito, tan redondito, que se le marca hasta con el jean más suelto. Y lo mejor es que ella lo sabe. Se viste con esos pantalones apretados que le moldean cada curva, y cuando camina, ese culito se mueve con un balanceo que me saca la piedra al instante.
El primer día que llegó, me tocó recibirla en la casa porque mis viejos no estaban. Llegó con una maleta y un shortsito que le quedaba como pintado. Se agachó para agarrar algo del suelo y, marico, casi me da un infarto. Vi cómo ese short se le estiró y me mostró toda la forma de su culo, redondo y firme, como dos melocotones maduros. Se me puso la verga tan dura que tuve que quedarme sentado un buen rato para que se me bajara.
Pero la cosa no quedó ahí. Como no hay mucho espacio en la casa, a ella le tocó dormir en el cuarto de huéspedes, que está justo al lado del mío. Y las paredes, marico, son tan finas que se escucha todo. La segunda noche, me desperté como a las 3 de la mañana con unos ruiditos raros. Al principio pensé que era un ratón, pero luego me di cuenta que eran gemidos bajitos. Me acerqué a la pared y pude escuchar clarito. Era Gabriela, jalándose la paja. Se oía el sonido de sus dedos moviéndose rápido en su conchita, y sus jadeos suaves, ahogados en la almohada. «Ay, sí… ahí…» susurró en un momento, y yo me tuve que sacar la verga ahí mismo y empezar a jalármela, imaginando que era mi mano la que estaba en su chocha en vez de la de ella.
Al día siguiente, en el desayuno, no podía mirarla a los ojos. Ella, la muy zorra, se dio cuenta. «¿Qué te pasa, primo? Te vees nervioso,» me dijo, con una sonrisita pícara. Yo solo atiné a decir que no había dormido bien. «Ah, sí,» dijo ella, mordiendo su arepa, «a veces cuesta dormir en camas nuevas.» Y me guiñó un ojo. Marico, esa hija de puta sabía que la había escuchado.
Esa tarde, nos tocó bañarnos porque se fue el agua caliente. Yo me bañé primero, y cuando salí, ella estaba esperando su turno. Iba en toalla, y cuando pasó por al lado mío, se le resbaló y quedó casi desnuda frente a mí. No llevaba nada debajo. Y ahí lo vi todo. Su chocha, depiladita, con los labios rosaditos y un poco hinchados. Y su culo, marico, ese culo que me volvía loco, ahora al aire, perfecto, con dos hoyitos que parecían hechos para mis dedos. Se agachó rápido a recoger la toalla, y en ese movimiento, me mostró todo otra vez. «Perdón,» dijo, pero su tono no era de vergüenza, era de provocación.
No pude más. Esa noche, cuando todos se durmieron, me fui directo a su cuarto. La puerta estaba entreabierta. La vi dormida, boca abajo, con solo una camiseta puesta. Esas piernas flaquitas y ese culo redondo bajo la tela me volvieron loco. Me acerqué silenciosamente y me arrodillé al lado de la cama. Podía oler su perfume, ese olor dulce que usaba. Con mucho cuidado, levanté la camiseta hasta la cintura. Y ahí estaba. Su culo, iluminado por la luna que entraba por la ventana. Era más perfecto de lo que imaginaba. Pequeño, sí, pero tan bien formado, tan blanco, que parecía de porcelana.
No pude resistirme. Me acerqué y le di un beso suave en la nalga. Ella se movió un poco, pero no despertó. Animado, le di otro, y luego otro, hasta que estuve besando todo su culo, saboreando su piel suave. Luego, con la punta de la lengua, le dibujé un círculo alrededor de su ano. Ella gimió en sueños, y separó un poco las piernas. Eso fue mi permiso.
Bajé mi boca hasta su chocha, que estaba calientita y olía a limpio, con un toque de su esencia. Le pasé la lengua por sus labios, y sentí cómo se humedecían al instante. Ella empezó a moverse, a gemir bajito, y sus manos se agarraron de las sábanas. «Sí… no pares…» murmuró, todavía dormida. Yo me puse como un animal, lamiéndola, chupándola, metiéndole la lengua adentro. Sabía a gloria, marico, dulce y salado al mismo tiempo.
De repente, abrió los ojos. Me miró, y por un segundo pensé que me iba a gritar, que me iba a echar de la casa. Pero en vez de eso, sonrió. «Así que eras tú el que me escuchaba anoche,» dijo, con la voz ronca de sueño. «Sí, prima,» admití, sintiendo que me ardía la cara. «Y te gustó lo que escuchaste?» preguntó, sentándose en la cama. Asentí, sin poder hablar. «A mí también me gustó,» confesó, y me agarró de la mano para llevarme a la cama con ella.
Ahí empezó lo bueno. Se quitó la camiseta y quedó completamente desnuda. Sus tetas eran pequeñas, pero con unos pezones oscuros y erectos que me volvían loco. Me los puse en la boca y los chupé como si fuera un bebé, mientras ella gemía y me jalaba el pelo. «Quiero tu verga, primo,» me dijo al oído, y esas palabras me encendieron como gasolina.
La puse boca abajo, con ese culo en el aire, y me puse detrás. Mi verga, que ya estaba dura como una roca, encontró su entrada fácilmente. Estaba tan mojada que resbalé adentro sin esfuerzo. Cuando la penetré, ella gritó, pero era un grito de placer, no de dolor. «Dame más duro, primo,» me pidió, y yo le obedecí. Empecé a cogerla con fuerza, agarrándola de las caderas, mirando cómo mi verga entraba y salía de su cuerpecito flaco. El sonido de nuestros cuerpos chocando era música para mis oídos.
Cambiamos de posición, y la puse de espaldas. Desde ahí, podía ver su carita de placer, cómo cerraba los ojos y mordía sus labios. «Eres el mejor, primo,» gemía, mientras yo le daba más y más rápido. Sus tetitas saltaban con cada embestida, y yo no podía dejar de mirarlas. Luego, le levanté las piernas sobre mis hombros y me metí aún más profundo. Ella gritó, y sus uñas me clavaron en los brazos. «Ahí, ahí mismo,» suplicaba, y yo sabía que estaba a punto de correrse.
Pero yo quería más. La volteé otra vez y, sin sacármela, le dije: «Quiero tu culo, Gabriela.» Ella asintió, sin hablar. Escupí en mi mano y lubricé su ano, que estaba apretadito, virgen. «Despacio, primo,» me pidió, y yo le hice caso. Empujé la punta y sentí cómo se abría para mí. Era más apretado que su chocha, más caliente, y el morbo de ser el primero en metérselo por ahí me hizo enloquecer. Cuando estuve todo adentro, nos quedamos quietos un momento, dejando que se acostumbrara. Luego, empecé a moverme, lento al principio, luego más rápido. Ella gimió, pero era un gemido de puro éxtasis. «Nunca… nadie me había hecho esto,» confesó, y eso me prendió aún más.
La cogí por el culo como un animal, agarrándola de sus caderas delgadas, sintiendo cómo me apretaba cada centímetro de mi verga. Ella no paraba de gemir, de decirme cosas sucias, de que era su puto, que le encantaba mi verga. Yo ya no aguantaba más. «Me voy a correr,» avisé, y ella gritó: «Adentro, primo, lléname el culo!» Esas palabras fueron mi perdición. Con un gruñido, solté toda mi leche dentro de su culo, bombeando hasta la última gota, mientras ella también se corría, temblando bajo mí.
Nos quedamos ahí, jadeando, sudados, con el olor a sexo llenando la habitación. Ella se volteó y me miró. «Esto no puede volver a pasar,» dijo, pero su sonrisa decía lo contrario. «Lo que pase en esta habitación, se queda en esta habitación,» le respondí, y ella asintió.
Desde entonces, cada noche, cuando la casa está en silencio, yo me cuelo en su cuarto y nos damos como condenados. A veces en la cama, a veces contra la pared, a veces en el piso. Y siempre, siempre, termino dándole por el culo, porque es mi parte favorita. Y ella, la muy puta, lo pide a gritos.
Así que aquí estoy, marico, viviendo mi fantasía más sucia con mi prima, y sabiendo que si nos pillan, se arma la de Dios es Cristo. Pero mientras tanto, voy a seguir disfrutando de ese culito que me tiene loco. Porque algunas vainas en la vida son demasiado buenas como para dejarlas pasar.
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