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Mi primo y yo en el resort
Ese verano en el resort fue la vaina más caliente que he vivido, y te juro que no exagero. Mi novio, el pendejo, se vino conmigo y mi familia, pensando que sería un viaje tranquilo. Pobre huevón, no sabía en lo que se metía.
Desde el primer día en la playa, mis ojos no podían despegarse de mi primo. Él tiene como 28 años, un cuerpo que pa’ qué te cuento – espalda ancha, abdominales marcados, y esas piernas que delataban las horas que le mete al gym. Pero lo mejor, lo que realmente me tenía loca, era el bulto que se le marcaba en ese traje de baño ajustado. No era normal, huevón. Era un montón de carne que se le apretaba contra la tela y prometía una buena cogida.
Cada vez que salía del agua, mi hermana y yo nos lanzábamos miradas de comadrejas. “¿Viste eso?”, me susurró ella una vez, mientras él se secaba el pelo y ese paquete se le veía aún más pronunciado. “Es un animal”, le contesté, sintiendo cómo la chochita se me humedecía al instante. Mi novio, todo idiota, tumbado al lado mío, ni cuenta se daba. Él no es pequeño, la verdad, tiene una pija decente que me ha dado buenos ratos, pero al lado de la bestia que cargaba mi primo… no, no había comparación.
Las noches eran aún peores. O mejores, depende de cómo lo veas. Todos nos emborrachábamos con unos cócteles del resort, y la tensión sexual en el aire era tan espesa que podías cortarla con un cuchillo. Esa noche en particular, la que todavía me hace mojar cuando la recuerdo, mi novio y mi hermana cayeron rendidos como troncos en el sillón. Yo, con un vodka en la mano y la cabeza dando vueltas, me quedé sola en la sala con él. Con mi primo.
Estábamos viendo una película cualquiera, pero ni puta idea de qué trataba. Yo me recosté en el sofá, y sin pensarlo dos veces, apoyé la cabeza en sus piernas. Fue un movimiento casual, pero calculado, de zorra estratégica. Y ahí pasó. Sentí cómo algo se endurecía bajo mi mejilla. Al principio fue un leve bulto, pero en segundos creció hasta volverse una masa dura y caliente que presionaba contra mi cara. La pija de mi primo se estaba poniendo dura, y yo tenía la cabeza justo encima.
El muy huevón no dijo nada. No se movió. Solo siguió viendo la tele como si nada, pero su mano empezó a acariciarme el pelo. Suaves, lentos, esos dedos se enredaban en mis mechas mientras su verga palpitaba bajo el pantalón de jogging. Yo, la muy perra, cerré los ojos y me froté un poquito más, disimuladamente, para sentir su forma. Era enorme, maricón. Larga y gruesa. Podía sentir el calor que despedía a través de la tela.
Abrí los ojos y miré hacia arriba. Él me estaba mirando fijo, con una sonrisa que no era de primo, sino de depredador. Sus ojos oscuros me recorrían la cara, luego bajaban a mis tetas, que se marcaban bajo mi top escotado. “Sabes que es mejor, ¿verdad?”, me dijo, con una voz ronca que me recorrió todo el cuerpo. No era una pregunta. Era una afirmación. Un desafío.
No supe qué decir. Solo tragué saliva y asentí, casi imperceptiblemente. Mi corazón latía tan fuerte que temía que despertara a mi novio, que roncaba a dos metros de nosotros. Su mano dejó mi pelo y bajó hasta mi hombro, luego a mi espalda, dibujando círculos lentos. “Te he visto mirándome en la playa”, continuó, mientras sus dedos se deslizaban hasta la cintura de mi short. “Esas miraditas de zorra que lanzás… me vuelven loco”.
“Y vos a mí me vuelves loca”, le susurré, sin poder contenerme. “Esa… cosa que tenés ahí… es un monstruo”.
Él se rió bajito, un sonido grave y sensual. “¿Querés verlo? Tocarlo?”.
Antes de que pudiera responder, su mano me agarró de la muñeca y la guió hacia su entrepierna. La tela del jogging era fina, y podía sentir la textura de su verga, dura como una roca y ardiente. Era aún más grande de lo que imaginé. Mis dedos se cerraron alrededor de ella, midiendo su grosor, y él emitió un gruñido bajo. “Así, prima… apretá más”.
Me senté, ya no podía seguir acostada. Nos miramos, y el aire a nuestro alrededor era pura electricidad. Mi novio seguía durmiendo como un muerto, y mi hermana también. Éramos nosotros dos, en medio de la noche, al borde de hacer una locura. “¿Y tu novio?”, preguntó él, con una sonrisa burlona. “No va a despertar, ¿verdad?”.
“No”, dije, con una seguridad que no sabía que tenía. “Y si despierta… que vea lo que se está perdiendo”.
Eso fue todo lo que él necesitó oír. Se levantó de un salto, me agarró de la mano y me llevó a su habitación, que estaba justo al lado. Ni siquiera cerró la puerta del todo, dejando una rendija por la que se colaba la luz de la sala. Me empujó contra la pared, y su boca encontró la mía en un beso salvaje, hambriento. No era el beso tierno de un primo. Era el beso de un hombre que quiere coger, duro y sin rodeos.
Sus manos me levantaron la blusa y me agarraron las tetas, apretándolas con fuerza mientras sus dedos pellizcaban mis pezones. “Quiero verte toda”, gruñó contra mi boca, y me quitó la ropa en segundos. Ahí estaba, desnuda frente a él, temblando de anticipación. Él se bajó el jogging y los calzoncillos, y por fin, ahí estaba. La verga que me había vuelto loca por días.
Era una obra de arte, huevón. Morena, gruesa, con las venas marcadas y la cabeza bien roja, goteando precum. Me arrodillé frente a él, sin poder esperar más. “Chúpamela, puta”, ordenó, y yo no necesité que me lo dijera dos veces. Se la metí entera en la boca, ahogándome con su tamaño, sintiendo cómo palpitaba en mi lengua. Sabía a sal, a hombre, a pura testosterona. Él me agarraba del pelo y me empujaba hacia adelante, follando mi boca como si fuera mi chocha. “Sí, así… así me gusta, zorra”.
Después de un rato, me levantó y me tiró sobre la cama. “Quiero tu culo”, dijo, y me puso a cuatro patas. Escupió en su mano y me lubricó el agujero, luego acercó la punta de su verga. “Vas a gritar, prima”, advirtió, y empujó.
El dolor fue intenso, pero delicioso. Era tan grande que sentía que me partía en dos. Pero luego, cuando se movió, encontró un ángulo que me hizo ver las estrellas. “¡Ahí, papi, ahí mismo!”, gemí, enterrando la cara en la almohada para no hacer mucho ruido. Él me agarraba de las caderas y me daba sin piedad, cada embestida más profunda que la anterior. El sonido de nuestros cuerpos chocando llenaba la habitación.
“Decí que soy mejor que tu novio”, me exigió, mientras me follaba el culo como un poseso.
“¡Sos mejor! ¡Tu verga es mucho mejor!”, grité, y era la verdad. Nunca había sentido algo así. Me llenaba por completo, me llegaba a lugares que ni sabía que existían.
Cambiamos de posición, y me puso boca arriba, levantándome las piernas sobre sus hombros. Desde ahí, me miró fijo mientras me metía su verga otra vez, esta vez en mi pepa, que ya estaba chorreando. “Esta conchita es mía ahora”, declaró, y aceleró el ritmo. Yo no podía más, gemía como una loca, arañándole la espalda, pidiéndole que no parara.
“Me voy a correr”, avisó, con la voz quebrada por el placer.
“Adentro, papi, llename”, supliqué, y eso hizo. Con un gruñido bestial, soltó toda su leche dentro de mí, caliente y espesa, mientras yo también me corría, convulsionando alrededor de su verga.
Nos quedamos ahí, jadeando, cubiertos de sudor, escuchando los ronquidos de mi novio desde la sala. Él se rió. “Tu novio no tiene idea de la puta que tiene”, dijo, y me dio un beso posesivo.
“Y nunca lo sabrá”, respondí, con una sonrisa de zorra satisfecha.
Esa noche repetimos dos veces más, y cada vez era mejor. A la mañana siguiente, mi novio se quejó de que había mucho ruido, pero ni se imaginó lo que pasó. Mi primo y yo intercambiamos miradas cómplices durante todo el desayuno, y su pie rozó el mío bajo la mesa, haciéndome mojar de nuevo.
Ahora, cada vez que mi novio me coge, yo cierro los ojos y pienso en la verga enorme de mi primo. En cómo me llenó, en cómo me hizo gritar. Y sé que, tarde o temprano, voy a encontrar la manera de repetirlo. Porque una vez que probás algo así, ya no hay vuelta atrás.


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