Valeria Sofía Mendoza

noviembre 11, 2025

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El baile en el rio con mi primito me hizo ver que de primito nada

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Uy, sí, ya sé, soy una perra sin remedio, pero es que hay cosas que una no puede evitar, sobre todo cuando se trata de un muchacho tan sabroso como mi primito. Se llama Juan David, pero yo le digo Juanda, y tiene apenas 18 añitos recién cumplidos, un moreno alto, de esos que se ven jugando fútbol en el parque y a una se le sale la babita. Tiene unos ojos marrones que parecen miel y una sonrisa con esos dientes blancos que a uno le dan ganas de morderlo todo. Pero lo mejor, lo que realmente me volvía loca desde hace rato, era saber que ahí, en ese shortcito que siempre usa, tenía una verga que se le marcaba de una manera que me hacía crujir los dientes. Uy, qué gonorrea, pensar en eso me tiene mojada otra vez.

Bueno, la cosa fue así. Hace como tres semanas, la familia entera se organizó para un paseo a un río por allá en Choachí. Todos, primos, tíos, abuelos, un despelote de gente. Yo llegué con mi bikini bien metido en el culo, un tape azul eléctrico que sabía que me hacía ver ese booty que tanto trabajo me cuesta mantener. Y ahí estaba él, mi Juanda, con un short de esos de basketball, negro y pegado, que le dejaba ver cada músculo de esos muslos y, Dios santo, la verga. Se le marcaba completa, parada, gruesa, un bulto que no podía esconder ni aunque quisiera. Y yo, la muy hpta, no podía dejar de mirarlo. Cada vez que se movía, esa cosa se le estiraba y se le apretaba contra la tela y a mí se me hacía agua la boca.

Empezó la tomadera, aguardiente con mango biche, y la música a todo volumen. Yo ya iba medio alegre, riéndome de todo, bailando sola, pero con la mira puesta en él. En un momento, sonó un reggaetón y mi tía, la mamá de Juanda, gritó: «¡Báilense ustedes dos, que son los más jóvenes!». Parce, yo me congelé un segundo, pero él, con una sonrisa pícara, me agarró de la mano y me llevó al «salón» de baile, que era un pedacito de tierra al lado de la nevera portátil.

Y ahí, en medio de la familia, con los tíos borrachos gritando y los primos chiquitos corriendo, empezamos a bailar. Al principio fue suave, pero la música se puso más pesada y él me pegó el cuerpo. Uy, no joda, sentí el calor de ese muchacho a través de mi vestido y su short. Yo le restregaba el culo contra esa verga que se le notaba dura como una piedra. Me agarró de la cintura y me apretó contra él, y yo podía sentir cada centímetro de ese miembro caliente a través de la tela. Me bajé un poco, rozándolo con toda la fuerza, y él me susurró en el oído: «Primi, cuidado, que esto se está poniendo feo». Y yo, bien atrevida, le respondí: «A mí lo que me gusta es lo feo, mi amor». Me reí y le eché más culo, sintiendo cómo él se estremecía.

La gente empezó a corear y a reír, pero ellos no sabían la bomba que estaba a punto de estallar. Él me agarró más fuerte, y su mano se deslizó un poquito más abajo de mi cintura, rozándome el top del bikini que asomaba por el vestido. Yo cerré los ojos y solo sentía su respiración caliente en mi cuello y el roce de esa verga enorme contra mis nalgas. Fue un baile que se sintió como una hora, sudados, jadeantes, y cuando la canción terminó, los dos quedamos como si nos hubieran dado una paliza. Él se fue rápido a meterse al río, y yo me quedé temblando, con las piernas tan débiles que casi no podía parar. Toda mi tanga estaba empapada, mojada de mis calenturas y de las ganas que le tenía a ese muchacho.

Las dos semanas que siguieron fueron una tortura, parce. Cada día me lo pasaba recordando ese baile, esa verga marcada en el short, su aliento en mi piel. No aguanté más. Hoy, hace dos días, lo mandé a buscar en un Uber. Le dije que necesitaba ayuda para mover un mueble en mi apartamento. Qué mentira tan mala, pero él aceptó al toque.

Cuando llegó, yo ya estaba lista. Me puse un body negro, de encaje, sin nada debajo, y unos tacones altos. Abrí la puerta y lo vi ahí, parado, con una sudadera y un jean, pero se le notaba la excitación en los ojos. «Hola, primi», dijo, con esa voz que ahora era más grave, más de hombre. «Pasa, mi vida», le contesté, cerrando la puerta con la cadena puesta.

Ni bien cerré, lo empujé contra la pared y le di un beso que nos dejó a los dos sin aire. Él me agarró de las nalgas y me levantó, y yo le enredé las piernas en la cintura. «Hace rato te quiero comer enterita», me gruñó en el cuello, mientras me mordisqueaba. Lo llevé al cuarto, casi corriendo, y lo tiré sobre mi cama.

«Quítate esa ropa, quiero ver esa verga que tanto me calentó en el río», le ordené, y él, con manos temblorosas, se desvistió en segundos. Y ahí estaba. Parce, les juro que nunca había visto una verga tan hermosa. Morena, como él, gruesa, con las venas marcadas, y la cabeza bien rosadita, goteando. Larga, demasiado para sus 18 años. Yo me la quedé mirando, embobada, antes de arrodillarme frente a él.

«Esto es lo que me tenía loca, ¿ve?», le dije, y se la empecé a chupar. La sabía a limpio, a hombre joven, a pura testosterona. Se la metía toda hasta la garganta, ahogándome, y él gemía y me jalaba del pelo. «Así, primi, chúpame toda esta porquería», me decía, y a mí me encantaba oírlo hablar así de sucio. Con la lengua le lamía los huevos, que eran peluditos y apretados, y luego volvía a la verga, chupándola como si fuera un helado.

Después de un rato, me puso boca abajo en la cama y me arrancó el body. «Este culo es mío», dijo, y me lo abrió con las dos manos para meterme la lengua. Uy, no joda, cómo lamía ese muchacho. Me comió el culo y la chocha como si no hubiera comido en días, y yo gritaba y gemía, enterrándole la cara en mis partes. «Más duro, Juanda, no seas marica», le gritaba, y él me daba nalgadas que me sonaban en todo el cuarto.

Cuando no pudo más, me puso a cuatro patas y, sin avisar, me metió la verga de una. Parce, me llenó toda. Era tan grande que sentía que me partía en dos. Al principio dolió, pero luego fue un dolor rico, que se volvió en un placer de esos que hacen ver estrellas. «¿Te gusta esta verga, puta?», me preguntó, agarrándome de las caderas para darme más fuerte. «Sí, papi, me encanta, rómpeme», le gemía, y él me follaba con una fuerza que hacía crujir la cama.

Cambiamos de posición varias veces. Me puso de espaldas y me levantó las piernas, metiéndosela hasta el fondo mientras me miraba a los ojos. Luego me sentó en él y me hizo cabalgar, y yo, enloquecida, movía las caderas sintiendo cómo me llenaba. «Voy a venirme, primi», avisó, y yo le dije: «Afuera no, adentro, quiero tu leche». Y así fue. Con un gruñido profundo, me llenó toda, caliente, y yo sentí cómo me chorreaba por los muslos.

Pero este muchacho era una máquina. Después de correrse, se quedó tieso, y a la media hora estábamos otra vez. Esta vez fue más lento, más sensual. Me la chupó a mí también, hasta que me vino en su boca, y luego me la metió otra vez, esta vez de lado, agarrándome una teta para chuparla mientras me daba por detrás. Volvió a correrse, otra vez dentro de mí, y yo ya no podía más, estaba adolorida, pero feliz.

Amaneció y el muy hpta se despertó con la verga otra vez parada. «Una última vez, primi, para desayunar», dijo, y yo, que soy una gonorrea, se la chupé hasta que se vino en mi boca. Me tragué toda su leche, espesa y salada, y luego nos quedamos abrazados, sudados, oliendo a sexo todo el día.

Él se fue como a las once, y yo me quedé en la cama, destruida, pero con una sonrisa de oreja a oreja. Mi primito, ese muchacho que vi crecer, me había dado una de las mejores cogidas de mi vida. Qué delicia de muchacho, en serio. Ahora cada vez que lo vea en las reuniones familiares, voy a recordar su verga adentro mío y se me va a mojar la tanga al instante.

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