Por
Anónimo
MAMÁ, LA MEJOR ENFERMERA
Una operación de menisco me llevó al hospital durante unos días. Las molestias ocasionadas y el malestar tras la intervención quirúrgica fueron compensados por no tener que ir al cole, no tener que pelearme con mi hermanita en casa y los mimos y atenciones por las visitas de parientes y amigos, pero sobre todo por el extraordinario descubrimiento de las habilidades de mi querida mamá. Me llamo Ramón, Moncho o Monchito para los allegados, y por razones obvias no digo la edad que tenía de aquella, aunque es fácil de imaginar…
Mi mamá – cuarentona gordibuena de figura espectacular y aspecto sensual – era la persona que habitualmente me acompañaba durante las noches en el hospital en mi convalecencia. Durante el día lo hacían otras personas, entre ellas mi papá que, siempre que su trabajo lo permitía, venía a pasar un rato conmigo y me traía alguna golosina o revista del motor. En la cama de al lado permanecía con los dos brazos escayolados un muchacho de unos veintitantos años llamado Marcos que había sufrido un grave accidente de moto y se había roto las dos extremidades. Esa sí era una verdadera desgracia y no mi lesión en el menisco derecho ocasionado por una patada jugando al fútbol. Durante nuestra larga estancia en la habitación charlábamos un rato, sobre todo de autos y motos, y cuando necesitaba llamar a la enfermera, como tenía los dos brazos y manos inmovilizadas, lo hacía yo desde el pulsador del timbre de mi cama.
Marcos era un joven muy atractivo, con cuerpo atlético, y muy buen carácter. Recibía pocas visitas porque al parecer no era e nuestra ciudad, así que se había acoplado a mi círculo familiar y amigos. A mi madre, especialmente, le había caído muy bien. Yo lo notaba por el trato amable que le dispensaba y porque siembre le obsequiaba con alguna de las golosinas que me traían. Más de una vez se acercaba a su cama, le acomodaba en la almohada y le llevaba a la boca un pastelito, unos bombones, un zumo de frutas… , obviamente porque él estaba prácticamente inmovilizado de cintura para arriba. Hasta que una tarde Marcos tuvo necesidad de mear y al no presentarse a tiempo la enfermera para ponerle el urinal – ese aparato de cristal por donde se introduce el pene – tuvo que hacerlo mi madre. Esta, nerviosa y ruborizada por el requerimiento del chico («¡Me meo, me meo!», gritaba Marcos), llevó bajo las sábanas la botella y trató de introducirle el miembro en la boca del urinal, pero aquello resultaba imposible. La polla del muchacho era de considerable envergadura, con una cabeza más gorda que una pelota de tenis. Nada de extrañar si se tiene en cuenta que el pobre chico debía de estar en una calentura y erección permanentes: ¡llevaba varias semanas sin poder hacerse una paja debido a que la escayola no le permitía tocarse! Mi madre notó de inmediato cómo una corriente de excitación recorría su coño hasta mojarse ante aquel panorama, inédito para ella pues su marido – mi papá – tenía una verga de lo más normal. Mamá hizo lo que pudo para que el pis entrase en la botella, aunque buena parte se derramó fuera. Azorada, llevó la micción al cuarto de baño de la habitación para vaciarlo y no le fue difícil observar que una pequeña cantidad de líquido viscoso (precum) flotaba sobre la orina.
– Después de cenar vengo a pasar la noche contigo, Monchito – me dijo mi madre al despedirse dándome un beso y sonriéndole a Marcos.
Y así fue como a medianoche, con el hospital ya en silencio, las luces de las habitaciones apagadas y los pacientes descansando o tratando de dormir, entró sigilosamente mi madre en el cuarto, procurando no hacer ruido para no despertarnos. Ella disponía de un cómodo sillón para acompañantes con una mantita por si se destemplaba y quería taparse. Antes de acomodarse en su asiento comprobó un par de veces si tanto yo como Marcos dormíamos. Eso parecía, al vernos con el rostro tapado hasta la frente con nuestras sábanas y cobijas. Y entonces se dejó llevar por sus bajas pasiones, por aquella calentura que le carcomía desde hacía horas cuando tuvo que colocarle el urinal a Marcos. Estaba cegada por el deseo de volver a acariciar aquel pene juvenil y potente, mil veces más excitante que el de su marido, el pobre diablo que se deslomaba diariamente por traer el sustento a casa pero que la complacía a medias. Ahora la entrepierna dominaba al cerebro. Deseaba con toda el alma coger entre sus manos la verga de Marcos y meneársela hasta vaciarle toda la leche que hinchaba sus huevos, pues sabía de la necesidad del chico (y de la suya). Y no lo dudó dos veces.
A gatas se acercó hasta la cama del muchacho, levantó con cuidado la sábana y la colcha e introdujo su cabeza debajo. Palpó el calzón y aquella polla empezó a crecer. Afortunadamente, el slip tenía abertura, sacó con cierta dificultad la poronga y comenzó a masturbarla. Con su otra mano, la mujer se dedeaba la concha empapada en jugos, tal era el gusto que estaba experimentando. Pero fue más lejos: quería mamar aquel miembro, sentir su sabor y notarlo en el fondo de la garganta, de manera que se medio incorporó y lo introdujo en su boca. El muchacho, semi dormido o vete a saber, empezó a sentir un placer infinito. ¿Estaría soñando? Arqueó su cuerpo y apretó sus nalgas para sentir un goce más intenso. Y, de repente, él también perdió el control: agarró la cabeza de la mujer y le obligó a que bombease rítmicamente más a fondo, hasta tocar su polla las amígdalas de esta… Así hasta correrse en su boca y hacerla tragar hasta su última gota de lefa.
Mi madre se incorporó aterrorizada, aún relamiendo la leche que corría por las comisuras de su boquita pintarrajeada. ¿Cómo era posible que Marcos le empujase la cabeza hasta los cojones si tenía ambas manos escayoladas e inutilizadas? Encendió de golpe la luz de la habitación y casi si cae allí mismo. Habían cambiado de lugar por alguna razón las camas ocupadas por los dos enfermos, gracias a las ruedas que llevan en las patas. En medio de la oscuridad se había equivocado de cama y de destinatario. ¡Y le había hecho una felación a su propio hijo y ella había orgasmado como una perra en celo! Avergonzada y escandalizada mi madre corrió a refugiarse en el cuarto de baño de la habitación.
– ¿Qué ocurre? – protestó Marcos – ¿Por qué está la luz encendida?
Yo, recuperándome del placer infinito que había experimentado hacía unos instantes, rompiendo con el respeto que le debía a mi madre dije lo primero que se me ocurrió:
– ¿Quieres echar un buen polvo, amigo Marcos? Debes estar más salido que un mandril después de tanto tiempo sin meneártela. Haz un esfuerzo y levántate, que las piernas no las tienes rotas. Algo bueno te aguarda en el cuarto de baño.
Mi madre hacía gárgaras en el lavabo cuando Marcos irrumpió en el cuarto de baño. Se sentó en la taza del váter y le dijo a mamá que se acercase. Casi como una autómata ella se fue hacia él y le bajó los calzones. Una verga descomunal erecta al máximo le dio la bienvenida. Ella se arrodilló y empezó a lamérsela desde el glande hasta los kiwis reventones. Después también metió los dos huevos en la boca. Aquello sabía a gloria. No tardó en desnudarse por completo y sentarse a horcajadas sobre el muchacho. Le metió una teta en la boca y comenzó a cabalgar gimiendo como una posesa. Suponía que yo, desde la ranura de la puerta lo estaba viendo todo y eso la excitaba más en aquella noche de lujuria y desenfreno. Marcos no soportó mucho las embestidas, era mucho el tiempo que llevaba sin eyacular. Un río de lechada inundó el útero de aquella zorra y mala – ¿o buena? – madre. Tal eran los gritos de placer de esta que tuve que entrar en el baño arrastrando mi pierna operada y taparle la boca con mi mano, pues iba a despertar a todo el hospital con sus alaridos, La dejé caer al suelo extenuada y vertiendo leche abundante y espesa de su coño, tal era el placer experimentado. Ayudé a Marcos a incorporarse del inodoro, le subí los calzones y lo acerqué hasta su cama. Lo acosté y luego me acosté yo en la mía. Y apagué la luz. Ambos dormimos como unos angelitos; mamá ya se buscaría la vida.



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