Por
Anónimo
El Culo de la Señora del Metro
Era un viernes por la tarde, de esos en los que el metro se convierte en un infierno rodante. Yo venía cansado después de un día eterno en la oficina, con la única idea de llegar a mi casa, tirarme en el sofá y no moverme en horas. El vagón iba a reventar, la gente apretujada como sardinas, ese calor humano que se mezcla con los olores a perfume barato, sudor y el metal caliente del tren. Yo estaba cerca de la puerta, agarrándome del tubo superior, tratando de encontrar mi burbuja de espacio en medio del caos.
En la siguiente estación, la puerta se abrió y subió más gente. Entre ellos, una señora con una niña de tal vez ocho o nueve años. La señora… bueno, la señora era imposible de ignorar. Tendría unos cuarenta y pocos, con ese aire de madre cansada pero que aún se cuida. Llevaba un vestido estampado, uno de esos que se veían baratos pero que en su cuerpo se transformaban en otra cosa. Y vaya cuerpo. Era gorda, sí, pero de esas que llaman gordibuenas con toda la razón. Unas caderas anchas, unas tetas que prometían ser generosas y, sobre todo, un trasero inmenso. Redondo, carnoso, un par de nalgas que parecían tener vida propia, moviéndose bajo la tela del vestido como dos planetas en órbita.
Por el gentío, ella y la niña terminaron justo a mi lado. La niña se agarró del tubo, pero la señora, al ser más baja, no alcanzaba. Así que se quedó ahí, sin apoyo firme, balanceándose con el movimiento del tren. Y entonces empezó el baile.
Con cada arranque y cada frenada del metro, su cuerpo se iba hacia delante y hacia atrás. Y su culo, ese monumento a la carnosidad, empezó a chocar contra mí. No contra mi pierna, no contra mi brazo. Justo contra mi entrepierna. La primera vez fue un roce casual, suave. Ella se disculpó con un «uy, perdón» rápido y una sonrisa tímida. Yo asentí, tratando de no parecer un pervertido.
Pero el metro no daba tregua. Frenó de nuevo, más brusco esta vez, y todo su peso, concentrado en esas nalgas poderosas, se estrelló contra mi paquete. Fue un impacto más firme, más directo. Sentí la redondez de su trasero, la firmeza de la carne bajo el vestido, la presión justo donde empezaba a crecer mi excitación. Un calor repentino me subió por la espalda. No pude evitar que mi pene, que hasta entonces estaba en un estado de reposo total, empezara a despertar.
Ella se disculpó de nuevo, pero esta vez con una risita. No una risa de vergüenza, sino algo más… cómplice. Como si supiera exactamente lo que estaba pasando. «Es que no me puedo agarrar bien», dijo, y sus ojos me miraron un segundo de más. Yo, por mi parte, trataba de disimular la erección que empezaba a formarse, apretando las nalgas y cambiando un poco la postura. Pero era inútil.
Llegamos a una estación y bajó un montón de gente. De repente, había espacio. Yo me corrí un poco hacia un lado, esperando que ella hiciera lo mismo y se acomodara para tener su propio sitio. Pero no. En vez de eso, hizo algo que me dejó sin aliento. Se colocó justo delante de mí, de espaldas, tan cerca que su vestido rozaba mi pantalón. Agarró el tubo que estaba detrás de mí, a cada lado de mi cuerpo, encerrándome prácticamente. Sus brazos me flanqueaban, y su trasero… su trasero quedó perfectamente encajado contra mi entrepierna.
No era un roce accidental ya. Era una posición deliberada. Su culo, enorme, caliente, se aplastaba contra mi ahora evidente erección. Podía sentir cada curva, la separación entre sus nalgas, la forma en que se hundía un poco bajo la presión. El vestido, fino, casi no era una barrera. Sentía el calor de su cuerpo a través de la tela, la humedad del sudor pegajoso de la tarde.
El tren arrancó y su cuerpo se movió con el vaivén, frotándose contra mí. Era un movimiento sutil, rítmico, una danza lenta y perversa. Cada vez que el metro giraba o cambiaba de velocidad, ella se balanceaba, y sus nalgas masajeaban mi pene, que ya estaba completamente duro, palpitando dentro de mi pantalón. Era una tortura exquisita. Quería ajustarme, moverme, pero cualquier movimiento solo profundizaba el contacto.
Ella no hacía nada por evitarlo. Al contrario, en una curva cerrada, se agarró con más fuerza del tubo y se hundió más contra mí. Un gemido casi me escapa. Podía sentir la dureza de mi verga, cómo se marcaba contra el algodón de mi boxer y el denim del pantalón, y cómo ella, sin duda, también lo sentía. Su cuerpo no se tensaba para alejarse; se relajaba, permitiendo el roce, incluso buscándolo sutilmente.
Miré hacia abajo, arriesgándome. La vista era surrealista. Mis jeans, con el bulto prominente, desaparecían entre la inmensidad de su trasero. Su vestido se arrugaba alrededor del punto de contacto. Podía ver la forma de sus nalgas, cómo se expandían, cómo la tela se estiraba sobre ellas. Era una imagen brutalmente erótica. Una mujer madura, con un culo de escándalo, frotándose contra un desconocido en el metro como si fuera lo más normal del mundo.
La niña, a su lado, estaba absorta en una tablet, ajena por completo al juego perverso de su madre. Eso lo hacía aún más picante, más prohibido. La señora miraba hacia adelante, pero en el reflejo de la ventana oscura del vagón, pude capturar su mirada por un instante. No había arrepentimiento. Había un brillo de diversión, de complicidad, incluso de placer. Sabía lo que estaba haciendo.
En otra frenada fuerte, su trasero se impactó con fuerza contra mí, y un jadeo se le escapó. Fue un sonido bajito, casi ahogado por el ruido del tren, pero lo oí. Un sonido de placer. Sentí una humedad repentina en la punta de mi pene, una gota de mi propio líquido pre-eyaculatorio que manchaba mi ropa interior. Estaba tan excitado que me dolía. Quería agarrarla de las caderas, apretar esas nalgas contra mí y frotarme hasta venirme en los pantalones como un adolescente.
Pasaron así varias estaciones. Cinco, para ser exactos. Cinco estaciones de esta fricción constante, este juego mudo y callejero. Cada minuto que pasaba, mi respiración se hacía más pesada. Trataba de disimular, de mirar el teléfono, pero era inútil. Mi mundo se había reducido a la sensación de su culo aplastado contra mi verga. El olor de su perfume, un aroma dulzón y barato, mezclado con su sudor, se me metía en la nariz y me mareaba de deseo.
Ella, por su parte, parecía disfrutar cada segundo. A veces se movía un poco, cambiando el ángulo, rozando la punta de mi miembro de una manera que me hacía contener la respiración. Otras, se quedaba quieta, permitiendo que el movimiento del tren hiciera el trabajo. Y siempre, después de un roce particularmente intenso, ese «perdón» seguido de una risita ahogada, una risa que ya no era de disculpa, sino de burla y de estímulo.
Finalmente, el tren se acercó a su estación. Lo anunciaron por los altavoces. Ella se enderezó un poco, y por un momento, el contacto se interrumpió. Sentí un vacío frío. Pero entonces, justo antes de que las puertas se abrieran, se giró ligeramente, rozando mi erección con el costado de su nalga de una manera final, deliberada. Nuestras miradas se encontraron. Me sonrió. Una sonrisa amplia, descarada, que decía «lo sé, y a mí también me gustó».
«Nos bajamos aquí, mami», le dijo a la niña, y con un último movimiento de caderas que fue una clara despedida, se abrió paso entre la gente y salió del vagón.
Yo me quedé ahí, pegado a la puerta, con el corazón a mil, la respiración entrecortada y una mancha húmeda y vergonzosa en mi boxer. Mi pene aún latía, dolorosamente erecto, recordando la presión de esas nalgas magníficas. El vagón se vació un poco y pude sentarme, tratando de calmarme, de que la erección bajara.
Miré por la ventana, tratando de verla una última vez entre la multitud en el andén. La vi agarrar de la mano a su hija y perderse entre la gente, su vestido estampado y ese trasero inolvidable moviéndose con una confianza que me dejó seco.
El resto del camino a casa fue un borrón. Llegué a mi departamento, cerré la puerta y, sin poder evitarlo, me saqué la verga, todavía dura y sensible. Me corrí en menos de un minuto, pensando en su sonrisa, en su risa, en la imagen de su culo inmenso aplastándose contra mí. Fue uno de los orgasmos más intensos y sucios que he tenido.
Nunca más la volví a ver. Pero hasta el día de hoy, cada vez que me subo al metro y veo a una mujer con un buen trasero, recuerdo a la gordibuena madura que convirtió un viaje agotador en una de las experiencias más excitantes de mi vida. A veces, el infierno del transporte público tiene sus pequeños paraísos.


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