La puta Argentina
Mire, para serle sincero, a mis años uno ya ha visto de todo en esta vida. Tengo 53, no soy ningún chamaco, y después del divorcio hace cinco años, he aprendido a disfrutar de la vida sin complicaciones. No ando buscando otra señora para que me ate, para nada. Prefiero la libertad, y de vez en cuando, si se presenta la oportunidad, un buen palo sin compromiso. Y esta vez, la oportunidad se llamaba Florencia.
La conocí en un bar por la zona de Polanco. Yo había salido con unos cuates del trabajo a echar unas cervezas, nada pesado. Ella estaba en la barra, sola, con un vestido negro bien puesto, ese que no es muy corto pero se le veían unas piernas que parecían no acabar. Morena, con un pelo largo que le llegaba hasta la espalda baja, y una mirada que si no sabías que era del oficio, te podía engañar. Pero yo me doy cuenta. A mi edad, ya se conoce la mirada de una mujer que está trabajando. No es una mirada vacía, no, es una mirada que te mide, que calcula, y que tiene una chispa de interés que es puro negocio.
Después de la segunda cerveza, me acerqué. «Buenas noches, ¿se puede?», le dije, señalando el asiento vacío a su lado. Ella me sonrió, una sonrisa profesional, pero con clase. «Claro que sí, caballero». Caballero. Ya con eso supe. Nos pusimos a platicar, tonterías, del clima, de la música que sonaba. Me dijo que era argentina, de Buenos Aires, que estaba de visita en México un tiempo. Su acento, caray, ese acento argentino que a las mujeres les queda tan sensual, me tenía hipnotizado. A los diez minutos, ya me había dicho, sin decirme, claro, cuál era el trato. Cien dólares por toda la noche. O por lo que durara.
Le dije que sí, sin pensarlo mucho. Pagué mi cuenta, y salimos del bar. Afuera, el aire de la noche estaba fresco. Ella se agarró de mi brazo como si fuéramos novios, y caminamos hacia mi camioneta. En el camino, no paraba de reírse de mis chistes, de tocarme el brazo. Sabía cómo hacer su trabajo, la muy zorra, y lo hacía bien. No se notaba la farsa, o al menos, no quería que se notara.
Manejamos a un hotel por la zona, uno discreto que ya conocía. En el elevador, se me pegó toda, y yo pude sentir sus tetas contra mi brazo. Eran grandes, naturales, se movían con un balanceo que me traía loco. «Tranquila, mamita, que ya llegamos», le dije, y ella se rió, un sonido como de campanitas. «Ay, papi, con esas ganas me tenés», me contestó, y me mordió el lóbulo de la oreja suavemente. La hija de su madre sabía lo que hacía.
Entramos al cuarto y lo primero que hice fue echar el cerrojo. Ella se dejó caer en la cama, con una sonrisa picara. «¿Y ahora, papi? ¿Cómo quieres que empecemos?». Yo me quité la chamarra y me acerqué a la cama. «Empecemos por quitarte ese vestido, a ver qué traes debajo». Se levantó y se dio la vuelta. «Desabróchamelo», me dijo, con una voz ya más ronca, más puta. Yo, con los dedos que me temblaban un poco de las ganas, le bajé el cierre. El vestido se le cayó al suelo, y ahí estaba, en pura lencería negra. Un corpiño que le levantaba esas tetas como ofreciéndomelas, y una tanga que apenas era un hilo entre sus nalgas, que eran redondas, firmes, de esas que piden a gritos que les den una nalgada.
La jalé hacia mí y la besé. Su boca sabía a cerveza y a menta, y su lengua era una víbora que bailaba con la mía. Mis manos le agarraron las nalgas y apreté, fuerte. Ella gimió en mi boca y se frotó contra mi entrepierna, donde ya tenía una erección que me dolía. «Así, papi, así me gusta», jadeó entre besos. La tumbé en la cama y me puse sobre ella, pero ella me empujó suavemente. «Yo primero», dijo, y me hizo recostarme.
Se arrodilló entre mis piernas y me desabrochó el cinturón, el pantalón, y me los bajó junto con el boxer. Cuando mi verga salió, dura y palpitando, ella abrió los ojos como si le hubiera enseñado un tesoro. «Qué linda tenés, papi», murmuró, y la agarró con su mano. Sus dedos eran suaves, hábiles, y empezaron a jalármela con una lentitud que me volvía loco. Luego, bajó la cabeza y me la chupó.
Caray, cómo mamaba esa mujer. No era de esas que lo hacen por hacer, no. Se notaba que le gustaba, o al menos, fingía que le gustaba de una manera que me la creí. La lengua le daba vueltas a la cabeza, luego bajaba por el tronco, metiéndose entre mis huevos, lamiéndolos como si fueran dulces. Después, se la metía toda a la boca, hasta la base, y la sacaba lentamente, con los labios apretados, haciendo un ruidito húmedo y obsceno que llenaba el cuarto. Yo gemía como un muchacho, con las manos en su cabeza, guiándola, pero ella tenía el control. «Sí, así, chúpamela bien, putita», le decía, y ella me miraba con esos ojos negros mientras lo hacía, como desafiándome a aguantar.
Después de unos minutos que se me hicieron eternos, ya no pude más. La levanté del pelo, suavemente. «Ahora te toca a ti», le dije, y la puse boca arriba en la cama. Le quité el corpiño y, caray, qué tetas. Grandes, pesadas, con unos pezones oscuros y erectos que parecían moras maduras. Me incliné y me puse a chupar uno, mientras con la mano masajeaba el otro. Ella arqueó la espalda y gritó, un grito genuino, de placer. «Sí, papi, mordéme la teta, por favor». Y yo obedecí, mordisqueando su pezón, chupándolo con fuerza, sintiendo cómo se ponía más duro en mi boca.
Bajé, pasando por su estómago, hasta llegar a su tanga. La aparté con los dedos y ahí estaba, su concha, bien depilada, rosadita, y brillando de mojada. El olor era fuerte, a mujer, a sexo, y me mareó de gusto. «Abre las piernas, puta», le ordené, y ella lo hizo, mostrándome todo. Me lancé sobre ella y le metí la lengua de lleno. Sabía salado, dulce, a pura lujuria. La lengua le daba vueltas a su clítoris, que ya estaba duro como una piedrita, y luego me metía adentro de su vagina, sintiendo sus paredes calientes. Ella no paraba de gemir, de mover las caderas, de decir obscenidades en ese acento que me calentaba más. «Ay, papi, qué rico, no pares, comeme el chocho, dale».
Cuando sentí que sus gemidos se volvían más agudos, que su cuerpo se tensaba, me detuve. No quería que se viniera todavía. Me levanté y me puse de rodillas entre sus piernas. Saqué un condón de mi cartera y me lo puse, con manos que me temblaban. Ella me miraba, jadeando, con los ojos vidriosos. «Dámela toda, papi, por favor», suplicó.
Posicioné la punta de mi verga en su entrada, que estaba empapada, y empecé a empujar. Era estrecha, caray, muy estrecha, y caliente. Me costó trabajo entrar, pero cuando lo hice, los dos gritamos al mismo tiempo. «¡Ay, qué verga tan grande!», gritó ella, y me agarró de los brazos, clavándome las uñas. Empecé a moverme, lento al principio, sintiendo cada centímetro de su interior. Estaba increíblemente apretada, y con cada embestida, sentía cómo me succionaba.
«¿Te gusta, puta?», le gruñí, agarrándola de las caderas para clavar más fuerte.
«Sí, papi, me encanta, dame más», gemía ella, con la cabeza hacia atrás, los pechos rebotando con cada movimiento.
Aceleré el ritmo, y el sonido de nuestras pieles chocando se volvió más fuerte, más rápido. El cuarto olía a sexo, a sudor, a perfume barato. Ella era una fiera, me respondía empujón con empujón, moviendo sus caderas al mismo ritmo que yo. Me decía cosas al oído, en ese argentino que me enloquecía: «Ay, papi, metemelo todo, rompeme el culo», aunque no se lo estaba dando por ahí. Pero la idea me excitaba.
La cambié de posición, la puse a cuatro patas. Desde atrás, la vista era aún mejor. Sus nalgas blancas, redondas, con mi verga entrando y saliendo de su concha, que ya estaba roja e hinchada del roce. Le di una nalgada, fuerte, y dejé la marca de mi mano en una de sus mejillas. Ella gritó, pero de placer. «Otra, papi, dame en el culo». Y se lo di, otra nalgada, y otra, mientras yo la follaba como un animal. Agarré su pelo y tiré de él, haciéndole arquear la espalda. «Eres mi puta, ¿verdad?», le gruñí.
«¡Sí, papi, soy tu puta, tu puta argentina!», gritó, y en ese momento, sentí que su vagina se apretaba alrededor de mi verga como un puño. Se estaba viniendo, con unos espasmos violentos que casi me hacen acabar a mí también. Pero me aguanté.
La tumbé de espaldas otra vez y le levanté las piernas sobre mis hombros. Desde ahí, le daba más profundo, y podía ver su cara, una mueca de puro éxtasis. «Me voy a venir, puta», avisé, y ya no podía contenerme.
«Adentro, papi, sacate toda la leche», me rogó, y eso fue todo. Con unos embates finales, rápidos y profundos, el orgasmo me alcanzó. Gemí como un animal, enterrándome en lo más hondo de ella, sintiendo cómo mi verga palpitaba y vaciaba todo el calor en el condón. Fue una descarga larga, intensa, que me dejó temblando.
Caí sobre ella, sin aliento, pegados por el sudor. Nos quedamos así un buen rato, hasta que mi respiración se calmó. Me separé y me fui al baño a deshacerme del condón. Cuando volví, ella ya se había limpiado un poco y estaba sentada en la cama, fumando un cigarrillo.
«Buenísimo, papi», dijo, con una sonrisa genuina esta vez. «Valió cada dólar».
Asentí y saqué mi cartera. Le di los cien dólares, en efectivo, como habíamos acordado. Los tomó y los guardó en su bolsa sin contarlos. Se vistió en silencio, y antes de irse, se acercó y me dio un beso en la mejilla. «Cuidate, papi. Si querés, te paso mi número».
Le dije que sí, más por compromiso que por otra cosa. Y se fue, con ese andar de caderas que tenía, dejando el olor a su sexo y a su perfume en el cuarto.
Me quedé ahí, tirado en la cama, sintiendo el agotamiento y la satisfacción en cada hueso. Cien dólares bien gastados, caray. Florencia, la puta argentina, había hecho su trabajo, y yo el mío. Y los dos nos fuimos felices. Así de simple. Así de claro. A mi edad, eso es todo lo que uno quiere.
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