octubre 28, 2025

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Mi Papá y Mi Mujer

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La verdad es que esto me viene comiendo la cabeza desde hace meses. Mi papá, mi propio viejo, y mi Veneka. Ella se llama Vanessa, pero yo le digo Veneka, es mi mujer, llevamos cinco años casados. Pero hay una tensión rara con mi papá que no me deja tranquilo.

Hace como medio año, fuimos a su casa por el cumpleaños de mi mamá. Veneka se puso un vestido rojo, corto, ese que se le pega a todas las curvas y se le marca todo. Un escándalo. Yo lo noté, pero no le di importancia. Hasta que los vi en la cocina. Él le pasaba un vaso de vino y su mano le rozó los dedos, pero no fue un roce casual. Fue lento, deliberado. Y ella no la retiró. Se sonrojó y sonrió. Esa sonrisa no era para mí.

Desde ese día, empecé a notar más cosas. Cómo la mira cuando cree que no lo veo. Sus ojos se le van directamente al escote, a las nalgas, y se le queda esa mirada perdida, hambrienta. Mi papá tiene 58 años, pero está bien conservado, hace ejercicio. Y Veneka, mi Veneka, a veces se viste de una manera para ir a su casa… como puta. Perdón por la palabra, pero es la verdad. Shorts tan cortos que se le ve la mitad del culo, tops sin sostén. Y siempre se sienta de una forma que, si él está enfrente, puede verle todo.

Una vez, hace como tres meses, los dejé solos en la casa. Yo tuve que salir por un trabajo urgente. Cuando volví, estaban en el sofá, viendo una película. Ella estaba recostada en el otro extremo, pero con los pies cerca de él. Él no me estaba viendo entrar, y yo me quedé quieto en la entrada, observando. Su mano estaba en el cojín, y con un dedo, muy despacio, le estaba acariciando la planta del pie. Veneka tenía los ojos cerrados, como si estuviera dormida, pero una sonrisa casi imperceptible se le dibujaba en los labios. No dije nada. Me fui y volví a entrar haciendo ruido. Los dos se movieron como si nada.

Esa noche, en la cama, le pregunté a Veneka. «¿Qué tal con mi papá?». «Bien», me dijo, demasiado rápido. «¿Solo bien?». Se dio la vuelta. «Sí, Renato, ¿qué quieres que te diga? Vimos una película». Pero no me miraba a los ojos. Yo me quedé ahí, con un nudo en el estómago y la verga dura. No sé por qué, pero la idea me excitaba y me enfurecía al mismo tiempo.

Hace dos semanas, la cosa se puso más intensa. Fuimos a una piscina en su casa. Veneka se puso un bikini minúsculo, de esos que son básicamente hilos. Yo la veía y se me salía el corazón por la boca, de lo buena que estaba. Pero no podía evitar mirar a mi papá. Él no le quitaba la vista de encima. Se le notaba el bulto en el short de baño. Y ella lo sabía. Se paseaba delante de él, se agachaba exageradamente para coger una bebida, se reía demasiado fuerte con sus chistes.

En un momento, ella se metió a la piscina y él la siguió. Yo me quedé en la tumbona, con gafas de sol, fingiendo que dormitaba. Los espiaba. Él se le acercó por detrás, como para jugar, y la agarró de la cintura. Pero sus manos se deslizaron directamente a sus caderas, y se quedaron ahí. Sus dedos se hundían en su piel, justo por encima del hilo de su bikini. Veneka no se movió. Al contrario, arqueó un poco la espalda, apoyándose en él. Él le susurró algo al oído y ella rió, una risa baja, cómplice. Yo, bajo el short de baño, estaba durísimo. Me di cuenta de que quería que pasara. Quería verlo.

La oportunidad se dio ayer. Mi mamá se fue de viaje a visitar a una hermana. Mi papá nos invitó a cenar, solo nosotros tres. Veneka se puso un vestido negro, sin espalda, sin mangas, y sin ropa interior. Se lo dije yo. «Póntelo así, para mí». Pero en el fondo, sabía para quién era realmente.

Llegamos a su casa y la cena fue normal, pero la tensión era palpable. El aire estaba pesado, cargado. Se bebieron una botella de vino entre los dos, principalmente. Las miradas eran más largas, las sonrisas más picaras. Después de cenar, nos sentamos en la sala. Yo me acomodé en el sillón individual, y ellos dos en el sofá grande. No se sentaron en extremos opuestos. Se sentaron juntos, sus piernas rozándose.

Empecé a tocar el tema. «Papá, ¿y ahora que mamá no está, no te aburres?». Él me miró, y supe que me entendía. «Uno se acostumbra», dijo, pero sus ojos volvieron a Veneka. «Además, con la compañía de ustedes, no me falta nada». Su mano, que estaba en el respaldo del sofá, bajó y se posó en el hombro desnudo de Veneka. Ella no se inmutó. Bebió un sorbo de vino y dejó que su mano se quedara ahí.

Yo me ajusté el pantalón. No podía disimular la erección. «Veneka, ¿por qué no le muestras a papá ese collar nuevo que te compré?». Era una excusa estúpida, pero funcionó. Ella se inclinó hacia adelante, y el escote se le abrió completamente. Desde mi ángulo, y desde el de mi papá, se le veían las tetas completas, redondas, con los pezones duros marcándose contra la tela del vestido. Mi papá contuvo la respiración.

«Es muy lindo», murmuró él, pero no miraba el collar. Miraba sus tetas.

Hubo un silencio pesado. Luego, Veneka, con una valentía que me dejó seco, le dijo: «Renato, cariño, ¿podrías traerme un vaso de agua de la cocina?». Era una orden disfrazada de petición. Me estaba pidiendo que los dejara solos. Asentí, me levanté y me fui. Pero no fui a la cocina. Me escondí en el pasillo, desde donde tenía una vista perfecta del sofá, pero ellos no podían verme.

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Apenas me perdí de vista, las cosas estallaron. Mi papá no esperó ni un segundo. Agarró la cara de Veneka y la besó. Fue un beso salvaje, con lengua, hambriento. Ella respondió de inmediato, gemiendo, metiéndole las manos en el pelo. Sus cuerpos se apretaron y él la tumbó sobre el sofá, encima de ella. Sus manos le recorrían el cuerpo, le subieron el vestido por la cintura hasta la cadera. Y ahí estaba. Sin nada debajo. Su concha, completamente depilada, expuesta para mi papá.

«Carajo, Veneka», gruñó él, separándose un poco para mirarla. «Has estado esperando esto, ¿verdad, puta?». Ella solo gimió en respuesta. Él bajó la cabeza y se puso a chuparla. Yo podía ver su lengua moviéndose sobre su clítoris, sus labios besando sus labios. Veneka gritó, agarrada de los cojines, arqueando la espalda. «Sí, papi, ahí, por favor, no pares». Le decía papi. A mi papá. A mí nunca me había dicho así.

Él la chupó como si fuera su última comida. Los sonidos eran húmedos, obscenos. Ella se vino en su boca, temblando, gritando su nombre. «¡Roberto!». Mi propio padre. Cuando terminó, él se levantó, desabrochándose el cinturón. Su verga salió. Es grande, lo sé, me ha tocado verla en vestuarios. Gruesa, venosa. Veneka la miró con ojos desorbitados. «Qué grande», susurró.

Él no usó condón. No hubo pregunta. Simplemente se puso entre sus piernas y le metió la punta. Veneka gimió, un sonido entre el dolor y el éxtasis. «Despacio, papi, es muy grande». Él no hizo caso. Con un empujón brutal, se la metió toda. Ella gritó, y él le tapó la boca con la mano. «Cállate, puta, que mi hijo podría oír». Esa frase, en vez de detenerla, la excitó más. Asintió, con lágrimas en los ojos, y empezó a mover las caderas.

Yo, desde el pasillo, me estaba jalando la verga. No podía creer lo que veía. Mi papá, follándose a mi mujer. Y ella, amándolo. Él la cogió con una fuerza que a mí nunca me salió. Sus nalgas chocaban contra sus muslos con un sonido seco y repetitivo. Le agarraba las tetas con fuerza, le mordía el cuello. «Dime que es mi puta», le ordenó. «Soy tu puta, papi, solo tuya», gimió ella.

La cambió de posición, poniéndola a cuatro patas en el sofá. Desde ahí, la penetración era aún más profunda. Él la agarraba de las caderas y la embestía sin piedad. Yo podía ver cómo su verga entraba y salía de su concha, ya brillante y mojada. El morbo era tan intenso que sentía que me iba a venir en cualquier momento. «¿Te gusta que te coja el papá de tu marido?», le gritaba él. «Sí, papi, me encanta, cojeme más duro».

Finalmente, él gruñó. «Me voy a venir, puta». «Adentro, papi, por favor, sémenme adentro», suplicó ella. Esas palabras me llegaron al alma. Él la embistió unas cuantas veces más, con movimientos cortos y rápidos, y luego se quedó quieto, temblando, vaciándose dentro de ella. Un gruñido largo y gutural salió de su pecho. Veneka gimió también, teniendo otro orgasmo.

Se quedaron así un momento, jadeando. Luego, él se salió y yo pude ver su semen goteando de la concha de mi mujer. Fue la imagen más perturbadora y excitante de mi vida.

Me arreglé el pantalón y regresé a la sala, haciendo ruido. Ellos ya estaban medio vestidos, tratando de actuar con normalidad. «¿Conseguiste el agua?», me preguntó Veneka, con la voz ronca. «Sí», mentí.

En el auto, de vuelta a casa, ella no dijo nada. Se veía agotada, satisfecha. Esa noche, cuando la cogí, fue diferente. Estaba más apretada, más sensible. Y yo no pude evitar preguntarme si era por lo que había pasado. Mientras se la metía, cerré los ojos e imaginé la escena otra vez. Mi papá encima de ella. Su verga entrando en donde ahora estaba la mía. Y por primera vez, no sentí rabia. Solo un deseo brutal de que volviera a pasar. Y de que esta vez, yo pudiera verlo mejor.

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