La Cogida del Viejo Ramón
La verdad que nunca me había cogido a un señor mayor. Tipo, mucho más grande. Mi límite era el papá de Tomás, que tiene cuarenta y pico, pero este… este era otra cosa. Un militar retirado, amigo de mi viejo. De esos que se sientan en la mesa y hablan con una voz que corta el aire. Se llama Ramón, tiene como sesenta años, pero parece de cincuenta, bien plantado, con esa mirada que te atraviesa y te deja sin ganas de hacer un chiste boludo.
Fue en la quinta de mis viejos, un domingo de asado. Todos tomando vino, riéndose, y yo en shortcito, bailando un poco cerca del fuego para ver si alguien picaba, pero los pibes de mi edad ahí eran unos giles. Ramón no me sacaba los ojos de encima. No de una manera asquerosa, sino… intensa. Como midiéndome. Y a mí, en el fondo, me re calentaba. Esa seguridad, ese silencio que tenía, como si ya lo hubiera visto todo.
Cuando mis viejos se fueron a acostar la siesta y los demás se largaron a la pileta, yo me quedé en el living, tirada en el sillón, con el celular. Él se sentó en el otro, a leer el diario. Ni me habló. El silencio era pesado, cargado. Yo sentía sus ojos sobre mis piernas cada vez que pasaba una página. Hasta que no aguanté más.
“¿No se aburre, don Ramón?”, le tiré, con una sonrisa medio chota.
Él bajó el diario, despacio. Me miró. Esos ojos grises, fríos. “No, Luciana. Observar también es un placer”.
Me ericé toda. No me llamó ‘Luli’ o ‘piba’. Me dijo Luciana. Como con respeto, pero con una intimidad que no tenía. Me levanté, como para ir a la cocina, pero me desvié y me paré frente a él. El corazón me latía en la garganta.
“¿Y qué observa?”, le pregunté, desafiante.
Él dejó el diario a un lado. “Observo una nena que juega a ser mujer. Y lo hace muy bien”.
Algo en su tono, en esa palabra, ‘nena’, me encendió por dentro. No era un insulto. Era una… definición. Yo era la nena y él el adulto. Me arrodillé ahí mismo, en la alfombra, entre sus piernas. Él no se movió. No dijo nada. Solo me miró, con esa calma que me volvía loca.
“¿Y si la nena quiere jugar con usted?”, susurré, desabrochándole el cinturón.
Un muslo casi imperceptible en su rostro. Sus manos, grandes, con venas marcadas, se agarraron a los brazos del sillón. “No son juegos para nenas, Luciana”.
“Hoy no soy una nena”, dije, y le bajé el cierre del pantalón.
La expectativa me quemaba. Me imaginaba una pija blanda, arrugada, algo triste. Pero cuando metí la mano dentro del boxer, me encontré con una masa dura, gruesa, que palpitaba con fuerza. ¡La concha de mi madre! Estaba duro como una piedra. Más duro que muchos pibes de mi edad. Era gruesa, pesada. Una herramienta. No una pija, una herramienta de hombre.
Se la saqué afuera y se me escapó un jadeo. Era imponente. Venosa, ancha, con el glande bien formado y un color oscuro, poderoso. Olía a jabón neutro y a… a hombre. A testosterona pura. Sin pensarlo, me la llevé a la boca entera.
No pude abarcarla toda, era demasiado gruesa. Pero me esforcé. La chupé como una loca, hambrienta, babándola toda. Le pasaba la lengua por las venas, le lamía el frenillo, me ahogaba con ella en la garganta. Él por fin emitió un sonido, un gruñido bajo, gutural, que salió de lo más profundo de su pecho. Una de sus manos se posó en mi nuca, no empujando, sino… guiando. Poseyendo. Sentir esa mano, áspera, en mi piel, me puso aún más. Me sacó la cara de entre sus piernas, me miró con los ojos encendidos, y me dijo con una voz ronca, rota: “Vamos a mi cuarto. Acá no”.
Me levanté, temblorosa, y lo seguí por el pasillo. Su pieza olía a cuero y a libros viejos. Cerro la puerta y ahí se transformó. Ya no era el amigo de mi viejo. Era un animal. Me agarró, me dio vuelta, y me apoyó contra la puerta. Con una mano me sostuvo la nuca contra la madera y con la otra me bajó el short y la tanga de un tirón.
“Quiero ver ese culo de nena malcriada”, gruñó en mi oído, y me dio una nalgada que resonó en toda la habitación. El dolor fue brillante, intenso, y mojé al instante. Sus dedos, callosos, me abrieron las nalgas y recorrieron mi concha empapada. “Estás chorreando, Luciana. ¿Tan poco te han cogido?”
No pude responder. Su dedo medio, grueso, se me metió de golpe. Fue directo, sin aviso, llenándome de una manera que me hizo gritar. No era un dedo de pibe. Era un dedo de hombre que había trabajado, que tenía fuerza. Movía adentro, buscando, y encontró algo… más profundo. Un punto que me hizo ver las estrellas. Gemí, me agarré de la puerta, sin poder creer lo que sentía.
“Por ahí no…”, intenté protestar, pero fue un gemido.
“Callate, nena”, ordenó, y su voz no admitía discusión. Sacó el dedo, brillante de mis jugos, y lo chupó. “Ahora te voy a enseñar lo que es una buena cogida”.
Me llevó a la cama, me tiró boca arriba y me abrió las piernas como si no pesaran nada. Se arrodilló entre ellas y por un segundo, viéndolo ahí, con su cuerpo marcado, sus pectorales duros y esa pija monstruosa apuntándome, sentí miedo. Miedo de verdad.
“Por favor…”, murmuré, y no supe si era para que parara o para que siguiera.
No usó forro. Ni lo mencionó. Apoyó la punta de su verga en mi entrada y, sin más, empezó a entrar. El dolor fue instantáneo. No era el dolor de la primera vez, era… un estiramiento brutal. Era demasiado grande. Yo grité, pero él puso su mano sobre mi boca, ahogando el sonido.
“Aguantá, nena. Aguanta y vas a ver”, me susurró, y siguió empujando, lento, implacable.
Sentía cómo se me abría, cómo cada centímetro de su pija se me iba metiendo, llenando espacios que no sabía que tenía. Llegó un punto en que sentí que me tocaba el fondo. Pero él no se detuvo. Con un empujón final, hondo, salvaje, sentí que me destrozaba el útero. Fue una punzada aguda, un dolor mezclado con un placer retorcido, prohibido. Grité contra su mano, las lágrimas se me saltaron. Estaba completa, reventada, poseída de una manera que nunca experimenté.
Y ahí empezó. A coger. No a follar. A coger. Sus embestidas eran lentas, profundas, calculadas. Cada una me llegaba al alma, me movía toda la cama. Sus manos me agarraban de las caderas, marcándome, clavándome. Yo era solo un cuerpo para él, un juguete, y me encantaba. Gemía como una puta, pidiéndole más, aunque cada vez que se corría dentro de mí sentía que me partía en dos.
“¿Te gusta? ¿Te gusta que un viejo te desarme toda, nena?”, me preguntaba, sin dejar de moverse.
“Sí, sí, don Ramón, por favor…”, balbuceé, perdida.
Cambió de posición, me puso a cuatro patas y me entró por detrás. Esa fue la que más me dolió, la que más me llenó. Desde atrás era aún más profundo. Me agarraba de las caderas y me empujaba contra él, con una fuerza bestial. Yo veía su reflejo en el espejo del armario: él, serio, concentrado, sudando, y yo, deshecha, con la cara deformada por el placer y el dolor, el cuerpo marcado por sus manos. Fue la cogida más larga, más intensa y más devastadora de mi vida.
Cuando por fin se vino, fue con un gruñido ronco, un sonido de animal. Sentí su chorro caliente adentro mío, bombeando, llenándome. Se desplomó sobre mí, pesado, sudoroso. Yo no podía moverme. Mi útero latía, dolorido, satisfecho.
Se salió, se vistió en silencio y antes de irse, me miró. “Andá a limpiarte, Luciana”.
Y se fue. Yo me quedé ahí, tirada, con sus jugos escurriéndome por las piernas, temblando, sabiendo que ningún pibe de veintipico me iba a volver a hacer sentir así. Me había destrozado el útero, sí. Pero también me había vuelto a armar de una manera nueva. Y no podía esperar a que volviera a pasar.
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