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octubre 15, 2025

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Tengo experiencia chupando, y mi mamá lo sabe

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Mi primer novio de verdad, se llamaba Camilo, y ese hijueputa… ¡qué verga se cargaba! Era tan grande que las primeras veces que lo intentamos, me dejaba adolorida por días, literal me lastimaba por dentro. Él duraba una eternidad, y a mí me dolía mucho, así que se me ocurrió una estrategia: chupársela tan bien y por tanto tiempo en la primera corrida, que para el segundo polvo ya estuviera medio vacío y no durara tanto. Funcionaba, parce.)

La cosa es que vivía con mi mamá en ese entonces, en un apartamento en el sur de Bogotá. Mi mamá es enfermera, una santa, pero con unos horarios de mierda. Un día salía a las 6 de la mañana y llegaba a las 3 de la tarde, otro día entraba a las 2 de la tarde y llegaba a la 1 de la madrugada. Era una lotería. Camilo y yo aprovechábamos cualquier rato que pudiéramos, pero era jugar a la ruleta rusa.

Recuerdo la primera vez como si fuera ayer. Era un sábado por la tarde, mi mamá supuestamente tenía turno largo hasta la noche. Camilo vino a ver una película. Estábamos en el sofá de la sala, yo con una falda corta y sin calzones, por si acaso. Empezamos a besarnos y en cinco minutos ya tenía la verga fuera, palpitando en mi mano. Era monstruosa, gruesa y con unas venas que se le marcaban impresionantes. Para evitar el martirio de después, me arrodillé en el piso, entre el sofá y la mesita de centro, y me la embutí en la boca. Camilo gemía y me agarraba del pelo, guiándome. Yo la chupaba con ganas, metiéndomela hasta la garganta, saboreando el líquido que le salía, que sabía a sal y a hombre. Él no se aguantaba y empezó a moverse, empujando más fuerte. «Sí, mamita, así, cómetela toda,» me decía, y yo, con las lágrimas en los ojos de lo profundo que la metía, solo asentía. Estaba en mi mundo, en el sonido de sus gemidos y la sensación de esa verga llenándome la boca, cuando de repente… ¡CRAC!

Se abrió la puerta de la entrada.

Mi mamá estaba ahí, parada, con su uniforme azul y una bolsa de mercado en la mano. Se le había cancelado el turno. Nos quedamos los tres congelados. Camilo, con la verga brillando de mi saliva, todavía en mi boca. Yo, de rodillas, con los labios alrededor de su glande. Mi mamá nos miró, primero con una sorpresa que le abrió los ojos como platos, luego con una angustia profunda, y finalmente con un fastidio que solo una madre puede tener. Suspiró, cansada, y dijo con una voz más calmada de lo que me esperaba: «No se quieren ir al cuarto? No quiero que pongan sus líquidos en los sillones o sala ni pelos de sus bolas».

Camilo se cubrió tan rápido que casi se golpea con la mesita. Yo me levanté, con la cara colorada como un tomate, tratando de cubrirme la boca. Mi mamá ni siquiera esperó una respuesta. Pasó por nuestro lado como si nada, fue directo a la cocina y empezó a guardar los marketos. Camilo y yo nos miramos y, sin decir una palabra, recogimos nuestras cosas y nos encerramos en mi cuarto. El polvo que siguio fue el más rápido y callado de la historia.

Tiempo después, tal vez unos meses, la situación se repitió, pero esta vez yo estaba encima de Camilo, en el mismo sofá, montándolo como si no hubiera un mañana. Él me agarraba las nalgas y me las nalgueaba tan fuerte que el sonido retumbaba en la sala. «¡Sí, papi, dame más duro!» le gritaba, y en ese momento, de nuevo, se abrió la puerta. Mi mamá, esta vez, ni se inmutó. Solo puso los ojos en blanco y dijo: «Otra vez aquí, Linda? Ya te dije, háganlo en tu habitación. No quiero limpiar fluidos de este sofá otra vez». Camilo se quedó petrificado debajo de mí, y yo, muerta de la vergüenza, solo pude balbucear un «Sí, mami».

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Pero lo más WTF de todo fue cómo evolucionó la cosa. Mi mamá y yo siempre hemos sido uña y mugre. Nos contamos todo. Un día, tal vez un año después de esos incidentes, estaba yo saliendo con Camilo y mi mamá, de la nada, me alcanzó un par de cajas de condones y un tubo de lubricante. «Toma,» me dijo, «estoy completamente segura que no te gusta con condón porque ese muchacho te llena toda, pero igual llévatelos. Por si acaso». Me quedé con la boca abierta. Ella se rio y me explicó: «Mija, en el hospital veo de todo. Penes destrozados en accidentes, infecciones horribles, y también a los tipos que, como tu novio, la tienen grande y les encanta enseñársela a cualquiera en cuanto pueden. Es un exhibicionista, es normal en ellos. Lo he visto mil veces en la sala de urgencias». No podía creerlo. Mi mamá, la enfermera, estaba analizando los hábitos sexuales de mi novio basándose en su experiencia laboral.

Esa complicidad se volvió una dinámica rarísima pero divertida. A veces, cuando Camilo venía, mi mamá me guiñaba un ojo y decía: «Yo me voy a dormir temprano, ustedes cuiden el sillón, ¿okay?». Otras veces, me daba consejos de salud sexual con una naturalidad pasmosa. «Con ese tamaño, mija, usa más lubricante, que te va a evitar desgarros». Era como tener una amiga y una mamá en una. Camilo, al principio, se moría de la pena cuando la veía, pero hasta él se acostumbró. Una vez, incluso, se atrevió a preguntarle a mi mamá, medio en broma, si de verdad veía muchas vergas grandes en el hospital. Ella, sin perder la compostura, le respondió: «Más de las que te imaginas, Camilo. Pero la tuya sí está en el top cinco». Él no supo si sentirse halagado o aterrorizado.

Hoy, años después, ya no estoy con Camilo, pero cuando recuerdo esas veces, no puedo evitar reírme. Mi mamá me vio chupando verga, montando como una yegua en celo, y en vez de armarnos un drama, se convirtió en nuestra cómplice más inesperada. Me enseñó que la sexualidad, con todos sus morbos y sus rarezas, es algo natural, algo que incluso una madre estricta puede entender, especialmente si ha visto penes en peores condiciones en su trabajo. Esa mujer es un ícono, y aunque suene loco, esos momentos awkward forjaron una amistad entre nosotras que vale oro. Eso sí, hasta el día de hoy, cuando voy a visitarla, nunca me siento en ese maldito sofá de la sala sin acordarme.

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