Por
Mi novia mostrona
¡Diantre, manito! Si te contara la vaina que me pasó con mi novia la semana pasada, todavía no me lo creo. Esa mujer se volvió una fiera en la cama, pero en serio. La cosa es que mi jeva, que se llama Camila, vive en un apartamento en el tercer piso en la casa de la mamá, y ahí alquilan cuartos a unos inquilinos. Siempre, pero siempre, cuando hablamos por teléfono en las noches, nos calentamos diciendo que el día que ella se quedara sola en esa casa, íbamos a coger como animales.
Ella me decía, con esa voz que me pone duro al instante: «Papi, cuando pase, voy a estar esperándote en el balcón, totalmente desnuda, o solo con esa minifaldita negra que tanto te gusta, sin brasier y sin calzones, para que cuando llegues me des por todos lados». Y yo, claro, con la verga palpitando, le preguntaba: «¿Y los inquilinos, mi amor? ¿Si te ven?». Y ella, sin vergüenza ninguna, me soltaba: «Coño, que miren, papi. Qué importa. Yo bajo a abrirte la puerta como la puta que soy por ti y te la chupo ahí mismo en la entrada, que todo el mundo vea cómo te la mamo». ¡Maldita sea! Esas conversaciones me tenían loco, me pasaba el día entero imaginándomelo.
Y por fin llegó el día, hermano. Un martes por la tarde, me escribe: «Ya, papi, se fue mi mamá para el pueblo y los únicos aquí son los dos muchachos que alquilan los cuartos de abajo. ¡Ven!». No me lo tuve que decir dos veces. Salí disparado del trabajo y me fui para allá. Cuando llegué a la calle y miré pa’ arriba, se me salió el corazón. ¡Ahí estaba ella! En el balcón del tercero, solo con la minifalda negra, como había prometido.
Estaba desnuda de la cintura para arriba, con esas tetas que tiene, grandes, redondas, con unos pezones morenos que se me antojan de solo recordarlos. Al verme, se rió y me mostró las tetas abiertamente, ¡y hasta las sacudió! Coño, en ese preciso momento pasó un señor por la acera y se le quedó mirando como si hubiera visto un fantasma. Ella ni inmutada, le lanzó una sonrisa y me hizo señas de que subiera.
Bajó las escaleras como un huracán, y yo, que ya tenía la verga dura como un mármol, la esperaba detrás de la puerta de la entrada, que da directo a la calle. Esa puerta tiene como un vidrio, no es totalmente privado. En el pasillo de abajo, los dos inquilinos, unos chamos jóvenes, estaban sentados en una banqueta, tomándose una fría, y cuando la vieron bajar, se les cayeron las jawas. Iba solo con la minifaldita, que apenas le tapaba el culo, y se le marcaban unas piernas tremendas.
Abrió la puerta y, sin decir «hola» ni nada, se tiró al piso de rodillas, me abrió el cierre del pantalón y me sacó la verga al aire. ¡Coñazo! Los muchachos se quedaron viendo con la boca abierta. Y ella, como si nada, se la metió toda a la boca. ¡Una mamada de aquellas, hermano! Con ruidos, con babas, metiéndomela hasta la garganta, agarrándome los huevos. Yo me apoyé en la pared, mirando a los chamos, que no sabían si irse o seguir viendo el espectáculo, y ella, la muy zorra, mientras me chupaba con una hambre que no te imaginas, sacaba el culo por la puerta, moviéndolo en el aire. La minifalda se le subió y se le veía todo, las dos nalgas redondas y ese chocho depilado que brillaba.
La gente pasaba por la calle. Algunos ni cuenta se daban, pero otros, como un señor mayor que iba caminando con una bolsa del mercado, se paró en seco y se quedó mirando fijo. ¡Y ella lo vio! En vez de esconderse, le guiñó un ojo y, con una mano, ¡se subió la minifalda por completo, mostrando el culo bien abierto, y se separó las nalgas con los dedos para que el viejo viera toditico su hoyo! ¡No jodas! El señor se le quedó mirando un rato, incrédulo, y luego siguió caminando rápido, como asustado. A mí eso me prendió como un cohete.
Ver a mi novia, la que en público es una señorita, actuando como una prostituta en la entrada de su casa, con vecinos mirando, me puso al borde. Agarré su cabeza y empecé a mover sus caderas, metiéndosela más profundo, y ella no se ahogaba, al contrario, gemía con la boca llena, pidiendo más. No pude aguantar y le solté toda mi leche en la garganta, que se la tragó sin dejar una gota, y luego me limpió la punta con la lengua, mirándome con unos ojos de loca.
«Ahora subimos, papi,» me dijo, con la voz ronca, y me llevó arriba, del brazo. Los inquilinos ni sabían dónde meterse. En el apartamento, ya era otra cosa. La agarré y la tiré sobre el sofá de la sala. «Te voy a dar por toda esta casa, puta,» le dije, y se puso en cuatro. Se la metí por detrás, de una, y el sonido de nuestras carnes chocando se escuchaba por todo el lugar.
Le daba duro, agarrándola del pelo, y ella gritaba: «¡Sí, papi, dame más duro, que los de abajo escuchen cómo me coges!». La llevé al piso, sobre la alfombra, y se la volví a meter, esta vez viéndola a los ojos mientras se la embestía. Estaba tan mojada que entraba y salía sin esfuerzo. «Quiero que todo el mundo te vea,» me susurró, y me llevó a la terraza.
La terraza da a la calle, manito, no tiene una pared alta, es como un pretil bajo. Cualquiera que pasara podía vernos si miraba pa’ arriba. Allí, la levanté en brazos, ella se enganchó las piernas en mi cintura y, con mi verga todavía dura, se la volví a meter, ahí, a la vista de quien quisiera ver. Empezamos a movernos, y ella, al sentir las miradas (porque la gente en la calle se paraba a mirar, coño), se puso peor. «¡Mírenme! ¡Mi hombre me está cogiendoooo!» gritaba, y sus gemidos eran tan fuertes que hasta los carros bajaban la velocidad. Eso a mí me enloqueció. La apreté contra la pared de la terraza y le di como si no hubiera un mañana, sintiendo cómo se contraía alrededor de mi verga cada vez que alguien nos señalaba. Fue una vaina salvaje, primitivo.
Ella, que siempre había sido un poco tímida con eso de exhibirse, ese día se transformó en una puta insaciable, y confesó que ver la cara de la gente, saber que la estaban viendo ser mía, le dio un morbo que nunca había sentido. Aquel día, mi novia se volvió loca por coger y por que la vieran, y a mí, coño, me tiene todavía encantado con el recuerdo. ¡Esa jeva es un volcán!


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