Le pagué a unos compañeros para que se cojieran a mi novia
Yo soy Franco, tengo 35 años, venezolano pero llevo ya una década aquí en Colombia, viviendo y trabajando. Y tengo esta novia, Laura, una chimba de mujer que me vuelve loco, pero con un gusto raro, la verdad. A mí lo que me prende, lo que de verdad me pone la piel de gallina y la verga dura como un palo, es pensar que me están poniendo los cuernos. Pero no de cualquier manera, no. Yo quiero verlo, quiero estar ahí, quiero saber hasta el último detalle de cómo se la cogen otros tipos.
La cosa empezó hace como un mes. Estábamos en una rumba con los compañeros de la oficina, tomando unas polañas, y un pana, Sebastián, me soltó la loquerita. Me dijo que conocía a unos vatos, cuatro tipos serios, que por una plata te hacían el trabajo sucio. Se cojian a la jeva que tú les dijeras, siempre y cuando la cosa fuera consentida, obviamente, pero sin que ella supiera todos los detalles de antemano. Que era su fantasía, una vaina así. Yo me quedé mirando el fondo de mi botella, sintiendo cómo el corazón se me quería salir del pecho. No era celos, marico, era pura excitación, una calentura que me nublaba la vista.
Le pagué a Sebastián para que me diera el contacto. Los busqué, les expliqué la vaina con los pelos en la mano. Les dije que era mi novia, que era una chimba, morena, buen cuerpo, unas tetas perfectas y un culo que no se les iba a olvidar. Cuadramos el precio, que no fue barato, pero la idea ya me había calentado tanto que habría pagado el doble. Les di el día y el lugar: la fiesta de fin de año de la empresa, en una finca por las afueras de Bogotá. Yo conozco a Laura, sé que le encanta la rumba y que cuando agarra trago se suelta el pelo completamente, se pone cariñosa con todo el mundo y pierde un poco el control. Era la oportunidad perfecta.
Llegó el día. La fiesta estaba brutal, la música a todo volumen, todo el mundo borracho y feliz. Laura se puso como me imaginaba, bailando, riendo, tomando de más. Yo la veía, con ese vestidito negro corto que se le pegaba al cuerpo y me marcaba cada curva, y ya sentía un nudo en el estómago, una mezcla de nervios y una erección que no se me bajaba ni con un susto. Le fui sirviendo más trago, asegurándome de que estuviera bien entonada, pero no hasta el punto de que se durmiera. Después de un rato, cuando ya veía que tambaleaba un poco y se colgaba de cualquiera que pasara, le dije al oído, con mi voz más persuasiva: «Ven, mi amor, vamos a un cuarto a descansar un ratico, estás muy sudada».
Ella, inocente y borracha, asintió con la cabeza y se vino conmigo. La llevé del brazo, notando lo débil que estaban sus piernas, por un pasillo lejos de la música, hasta una habitación que yo ya había chequeado antes. Abrí la puerta y entré con ella. Adentro, en la penumbra, se veían las siluetas de los cuatro tipos. Eran más grandes de lo que me imaginaba, marico, tipos grandes, con pinta de duros. Laura parpadeó, tratando de enfocar la vista en la oscuridad. «Franco, ¿quiénes son?», murmuró, con la voz pastosa.
No le respondí. Solo cerré la puerta y me apoyé contra ella, con los brazos cruzados, como un espectador en el teatro de mis más profundas fantasías. Uno de los tipos, el que parecía ser el líder, se acercó. «Tranquila, preciosa, vamos a pasar un buen rato», le dijo, y sin más, le agarró la cara y le metió la lengua en la boca. Laura emitió un sonido de sorpresa, un gemido ahogado, y por un segundo intentó resistirse, pero estaba demasiado débil, demasiado mareada. Los otros se acercaron. Uno le agarró de las tetas por encima del vestido, apretándolas con fuerza, mientras otro le subía la falda y le metía la mano entre las piernas.
Escuché el desgarro de la tela cuando le bajaron el vestido de los hombros, dejando al descubierto ese sostén negro que yo le había comprado. Otro se lo desabrochó de un tirón y ahí estaban, sus tetas perfectas, morenas y firmes, con esos pezones oscuros que a mí me volvían loco. Pero ahora no eran míos. Eran de ellos. Uno se inclinó y se puso a chuparle una, mordisqueándola con dureza, y Laura gimió, una queja larga y temblorosa que se me clavó directo en la entrepierna. Ya no intentaba resistirse. Su cuerpo empezó a responder, una traición involuntaria al alcohol y a la lujuria que esos desconocidos le estaban despertando a la fuerza.
La tumbaron sobre la cama grande que había en el centro del cuarto. Le quitaron lo que le quedaba de ropa, las bragas negras que hicieron trizas. Estaba completamente desnuda, expuesta bajo la tenue luz que entraba por la ventana. Yo no podía apartar la mirada. Mi propia novia, la mujer que decía amarme, estaba tendida como un festín para cuatro extraños. El primero se montó sobre ella, se bajó el cierre de su pantalón y sacó una verga que se veía enorme incluso en la penumbra. No hubo caricias, ni preparación. La agarró de las caderas y se la metió de una vez, un embiste seco y brutal que arrancó un grito de Laura, un sonido que era mitad dolor, mitad un placer que ella no quería admitir.
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Empezó a mover las caderas, follándola con una fuerza que hacía que la cama chirriara contra la pared. Los otros esperaban su turno, pero no perdían el tiempo. Uno se puso de pie junto a la cabecera y le metió su verga en la boca. «Ábrela, perra», le ordenó, y ella, con los ojos vidriosos, abrió la boca obedientemente. Él se la empezó a meter hasta la garganta, y yo podía oír el sonido de asfixia, los arcadas húmedas que ella hacía mientras trataba de tragar. El tercero se acostó a su lado y se puso a chuparle las tetas con avidez, mordiendo y lamiendo, mientras el cuarto le agarraba las piernas y se las abría más, metiéndole los dedos en el culo para prepararla.
El sonido era lo más excitante, marico. Los gemidos de Laura, ya no de sorpresa, sino de un éxtasis forzado y profundo, mezclados con los gruñidos de los tipos, los golpes de sus cuerpos contra el suyo, el chasquido húmedo de sus vergas entrando y saliendo. El olor a sexo y sudor llenaba la habitación. Yo me tocaba a través del pantalón, con la mano temblando, sin poder creer lo que estaba viendo. Después de un rato, empezaron a cambiarse, a rotar. Uno la ponía de perrito y se la metía por detrás, agarrándola del cuello para tenerla quieta, mientras otro se la volvía a meter en la boca. Luego, en un momento de locura total, los cuatro se coordinaron. Dos se tumbaron y ella se sentó sobre la verga de uno, montándolo como si estuviera en trance, mientras el otro se la metía por atrás, follándola en doble penetración. El cuarto se puso de rodillas frente a su cara y ella, sin que se lo pidieran, se inclinó y se la volvió a meter a la boca, chupándola como una profesional, con una energía que no le conocía.
La habitación era un caos de cuerpos sudados, de jadeos, de órdenes vulgares y de los gritos cada vez más fuertes de Laura, que estaba teniendo un orgasmo tras otro, su cuerpo traicionándola por completo. Finalmente, llegaron los corridas. El primero se vino en su boca, y ella, con los ojos cerrados, tragó todo, con leche escapándole por las comisuras de los labios. El segundo gritó y le llenó el chocho por dentro, y yo vi cómo el semen blanco le goteaba por sus muslos cuando el tipo sacó la verga. El tercero se corrió en sus tetas, pintándolas de blanco, y el cuarto, el último, le acabó en la cara, en el pelo, marcándola como su propiedad.
Cuando terminaron, después de lo que pareció una eternidad, ella quedó tirada en la cama, hecha un desastre, cubierta de sudor y de semen, con la mirada perdida en el techo, jadeando. Los tipos se vistieron rápido, me dieron una palmada en el hombro y se fueron sin decir una palabra. Yo me acerqué a la cama. El olor a sexo era abrumador. La miré, completamente vaciada, con mi semen y el de cuatro extraños secándose sobre su piel. Me excitó más de lo que nunca me había excitado nada en mi vida.
Al día siguiente, ella se despertó con un dolor de cabeza brutal y recuerdos confusos. «Anoche bebí demasiado», me dijo, con la voz ronca. «Tengo sueños raros, como que… no sé, Franco, fue muy raro». Yo solo sonreí y le dije que sí, que se había puesto muy borracha y que la había llevado a dormir. Hasta el momento, no se acuerda bien de lo que pasó. Y yo, marico, cada vez que lo recuerdo, me pongo más duro que el concreto. Fue la mejor plata que he gastado en mi vida.
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