octubre 8, 2025

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El nuevo novio de mi hija

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Bueno, aquí estoy otra vez, Karen, de 43 años, escribiendo esto porque si no lo saco de mi cabeza voy a volverme loca. Nueva York es una ciudad enorme, pero mi mundo en este momento cabe en este apartamento de dos habitaciones donde vivo con mi hija Jennifer. Ella tiene 22 años, es esa edad en la que la vida es una fiesta, y yo… yo soy la madre que intenta no quedarse atrás, aunque a veces el cuerpo me pide cosas que mi cabeza debería rechazar.

Las últimas tres semanas han sido… una tortura húmeda. Jen tiene un nuevo novio, Carlos. Empezó a venir hace eso, tres viernes seguidos, y ahora ya prácticamente se ha mudado los fines de semana. Yo no lo había visto, solo lo había oído. Y a mi hija, claro. Dios, a mi hija. Las paredes de este edificio antiguo no son finas, son transparentes para los sonidos del sexo. Todas las noches que él está aquí, el espectáculo empieza más o menos a la misma hora. Primero son las risas tontas, los murmullos. Luego, el silencio espeso que anuncia la tormenta. Y después… después empiezan los golpes. No son golpes de pelea, no. Es el sonido rítmico, sordo y húmedo de su cama chocando contra la pared que compartimos. Un thump, thump, thump constante que me taladra el cerebro y me baja directo al vientre.

Luego están los gemidos de Jennifer. Mi propia hija. No son gemiditos tímidos, no señor. Son alaridos largos, guturales, que suben de tono hasta quebrarse en un quejido que es puro éxtasis. Los escucho tan claramente como si estuviera en la misma habitación. En la oscuridad de mi cuarto, acurrucada en mi cama, no puedo evitar imaginar la escena. La imagino debajo de él, con las piernas abiertas, sus uñas arañando su espalda (eso también lo oigo, el rasguño sutil contra la piel sudada) y su cuerpo arqueándose para recibir cada embestida. Y en mi mente, en mis fantasías más prohibidas y cochinas, no es Jen la que está ahí. Soy yo. Soy yo la que recibe esa verga que, por el sonido de los impactos, debe ser grande y potente. Soy yo la que gime como una puta, la que tiene múltiples orgasmos hasta quedarse sin aire. Esas noches, mi mano siempre termina deslizándose bajo mi camisón, mis dedos encontrando el clítoris ya hinchado y sensible, y me masturbo con una rabia y una vergüenza que me queman por dentro, ahogando mis propios gemidos en la almohada mientras al otro lado de la pared mi hija vive la juerga que yo debería estar viviendo.

Anoche, por fin, lo vi. Lo conocí. La noche había estado extrañamente silenciosa. Demasiado silenciosa. Me costó un mundo dormirme, daba vueltas en la cama, esperando el sonido que no llegaba. Finalmente, me rendí. Me puse mi bata de seda—la negra, la que me hace sentir un poco más mujer y menos madre—y salí a la sala a ver la televisión en voz baja, esperando que el aburrimiento me venciera. Estaba ahí, en el sofá, con la luz azulada de la pantalla iluminando la penumbra, cuando la puerta de la habitación de Jen se abrió.

Y salió él. Carlos. Y estaba completamente desnudo.

Me quedé paralizada. El aire se me atascó en los pulmones. Él caminó directo hacia la cocina, con una naturalidad pasmosa, como si pasearse desnudo por el piso de su novia a las tres de la madrugada fuera lo más normal del mundo. Su espalda era ancha, musculosa, con esos hombros que prometen fuerza. Un trasero firme y redondo. Y entonces, cuando abrió la nevera, la luz interior se encendió, bañándolo en un halo blanco que me permitió ver el perfil completo de su cuerpo. Y Dios mío. Ahí, entre sus piernas, colgando con un peso impresionante, estaba la respuesta a todas mis preguntas, a todas mis noches de masturbación febril.

Era… enorme. Gruesa, larga, incluso en estado de reposo era una cosa imponente, un arma de destrucción masiva que explicaba a la perfección los gritos desgarrados de mi hija, los golpes contra la pared, los orgasmos múltiples de los que ella alardeaba por las mañanas con una sonrisa de satisfacción que ahora entendía completamente. No podía apartar la mirada. Mi boca se secó y sentí un calor repentino y húmedo entre mis piernas, una pulsación familiar y humillante. Mi mente, traidora, empezó a calcular, a imaginarse cómo se sentiría eso dentro de mí, llenándome, estirándome, haciendo que yo también gritara como una loca.

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Él cerró la puerta de la nevera y la oscuridad volvió a tragarse la sala, pero su silueta seguía ahí. Y entonces, se dio la vuelta. Sus ojos se encontraron con los míos. Me había visto. Me había visto mirándolo, devorándolo con los ojos, con la boca semiabierta. Sentí un fogonazo de vergüenza tan intenso que quise hundirme en el sofá, pero mis piernas no respondían. En vez de avergonzarse o cubrirse, él se acercó. Sus pasos eran silenciosos sobre la alfombra. Podía ver la forma de su cuerpo acercándose, la sombra de su miembro oscilando levemente con cada movimiento. Se detuvo a un metro de mí, sin ningún pudor.

‘Hola, me llamo Carlos,’ dijo. Su voz era grave, ronca por el sueño, y me recorrió como un latigazo de electricidad.

Yo no podía hablar. Solo podía mirarlo. Mirar sus pectorales definidos, el vello que le recorría el abdomen hasta ese lugar que mi vista no podía evitar, esa verga que ahora, quizás por la situación, parecía haberse vuelto un poco más gruesa, más pesada. Él no hizo ningún movimiento para cubrirse. No parecía molesto, ni nervioso. Solo… curioso. O tal vez algo más. Tal vez había visto la forma en que lo miraba, había reconocido el fuego en mis ojos, el mismo fuego que enciende en los de su hija todas las noches.

‘Yo… soy Karen,’ logré balbucear al final, sintiendo cómo el rubor me subía por el cuello hasta las mejillas.

‘Lo sé,’ dijo él, con una pequeña sonrisa que no llegaba a sus ojos. ‘Jen me ha hablado de ti.’

No supe qué responder a eso. ¿Qué le habría dicho? ¿Que su madre es una mujer soltera y sexualmente frustrada que se masturba escuchándolos follar? El silencio se hizo pesado, cargado de todo lo que no se decía. Él se quedó allí un momento más, mirándome, desnudo frente a mí, mientras yo seguía sentada, sintiéndome completamente expuesta a pesar de estar vestida. Finalmente, asintió levemente. ‘Buenas noches, Karen,’ dijo, y dio media vuelta, caminando de regreso a la habitación de mi hija con esa tranquilidad exasperante. Lo vi abrir la puerta y colarse dentro, y la oscuridad del pasillo volvió a tragarse su figura.

Yo me quedé allí, temblando, durante una hora más. El hormigueo entre mis piernas era una demanda constante, un recordatorio de lo que había visto y de lo mucho que lo deseaba. Anoche no me masturbé. Solo me quedé sentada, sintiendo el eco de su presencia, el fantasma de su desnudez frente a mí, y la certeza aplastante de que no sé si voy a poder controlarme la próxima vez que lo vea. No sé qué va a pasar, pero esta tensión no puede durar para siempre. Algo va a estallar, y tengo miedo (o quizás espero) de que cuando lo haga, yo sea la que termine gritando.

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