Por
Este fetiche me pone muy caliente
Bueno, ahí va. Lo nuestro es un juego peligroso, lo sé. Una partida de ajedrez donde las piezas son nuestros cuerpos y las reglas las escribimos con mentiras. Se llama Tomás, y es el amigo de siempre de mi novio. Esa es la sal de todo esto, la pimienta que pica y quema en la lengua. Esa proximidad, ese riesgo constante de que todo se desmorone, es el afrodisíaco más potente que he probado.
Nos vemos en un apartamento discreto que alquila por horas cerca del distrito financiero. Nada de pétalos de rosa ni sibilas de seda barata. Es un lugar funcional, limpio, con vistas a otros edificios igual de anónimos. Un escenario perfecto para nuestro teatro privado. Hoy, como otras veces, llegué primero. Me quité el vestido de cóctel —acababa de fingir una cena de trabajo— y me senté en la cama, solo con la lencería negra que sé que le vuelve loco. Cuando llamó a la puerta, un golpe seco y conocido, ya sentía el latido entre mis piernas, un pulso acelerado y húmedo que anticipaba lo que vendría.
Entró con su aire de ejecutivo cansado, la corbata deshecha y esa mirada que me desviste antes que sus manos. Nos besamos con la urgencia de quien tiene el tiempo contado, un beso profundo y húmedo que sabía a whisky y a culpa. Pero nuestro ritual no empezaba ahí. No inmediatamente.
“Es hora”, le susurré al oído, mordiendo su lóbulo con suavidad mientras mis dedos desabrochaban su cinturón. Él asintió, con los ojos ya nublados por el deseo que sabía contenerme. Sacó el teléfono con una mano que apenas temblaba. Yo, mientras, me deslicé de la cama y me arrodillé ante él, justo entre sus piernas. Mientras marcaba el número de ella, yo ya tenía su verga fuera de los boxers, palpitando y dura contra mi palma. La sentí vibrar cuando al otro lado de la línea, una voz femenina y confiada dijo “¿Hola, amor?”.
Él respiró hondo. “Hola, cielo. Solo quería saber cómo estás”. Su voz era un hilo tenso, pero sorprendentemente estable.
Fue entonces cuando envolví mis labios alrededor del glande, tomándolo por completo en mi boca. Una corriente eléctrica recorrió su cuerpo; lo sentí rigidizarse. Un gemido ahogado, un quejillo casi inaudible, se le escapó. “¿Todo bien, Tomás? Suenas raro”, preguntó la voz al otro lado.
“Sí, sí… todo bien. Es que… estoy cansado. Fue un día largo en la oficina”, mintió, mientras yo comenzaba a mover mi cabeza, lenta y deliberadamente, bajando hasta sentir sus pelos púbicos rozar mi nariz y subiendo hasta que solo la punta quedaba entre mis labios. Mi lengua trazaba círculos en la parte más sensible, saboreando el fluido transparente que ya empezaba a emerger.
Él intentaba mantener la conversación, preguntándole por su día, por sus amigas, por cualquier banalidad. Pero sus respuestas se hacían más espaciadas, su respiración más entrecortada. Yo podía sentir cómo su verga se hinchaba aún más en mi boca, cómo las venas palpitaban contra mi lengua. La humedad entre mis muslos era un torrente, empapando la delicada seda de mi bombacha. Ese contraste, la banalidad de su charla con la obscenidad de lo que mi boca le hacía, era lo que más me excitaba. Era el poder absoluto. Yo, de rodillas, tenía el control total sobre su cuerpo y su voz, sobre la farsa que sostenía con la mujer que creía conocerlo.
“Amor, tengo que colgar… me… me acaba de llegar un correo urgente”, dijo de pronto, su voz quebrada. Colgó el teléfono y lo arrojó a la cama con un gruñido que era pura animalidad liberada. Sus manos se enredaron en mi pelo, ya no con suavidad, sino con una necesidad feroz. “Lucía, no puedo más…”
Pero el juego no había terminado. Solo cambiaba de acto.
Me puse de pie, con una sonrisa que era pura malicia satisfecha. “Mi turno”, dije, con la voz un poco ronca de la excitación y de tenerlo en la garganta. Tomé mi teléfono del bolso. Mi novio, el suyo, el eslabón que hacía de esto tan deliciosamente prohibido. Marcé su número mientras me colocaba a gatas sobre la cama, ofreciéndole mi espalda, el arco perfecto que tanto le gusta a Tomás.
“Hola, cariño”, dije en cuanto escuché su voz al otro lado, dulce y confiada. En ese preciso instante, sentí las manos de Tomás en mis caderas, y luego la presión ardiente de su verga en mi entrada. “Solo pensaba en ti”, mentí, mientras Tomás me penetraba de una sola embestida, llenándome por completo con un golpe seco que me arrancó un jadeo que transformé tosiendo levemente. “Perdón, un poco resfriada, parece”.
“¿Estás en casa?”, preguntó mi novio, inocente.
“Sí, sí… preparándome para dormir”, susurré, mientras Tomás comenzaba a moverse dentro de mí con embestidas largas y profundas que hacían que el colchón crujiera. Yo apretaba los puños en las sábanas, conteniendo los gemidos que querían escaparse de mi garganta como un torrente. Cada empuje suyo me llegaba al alma, rozando ese punto que me hace ver estrellas. Sentía cómo me estremecía por dentro, cómo el placer se acumulaba en mi bajo vientre en una espiral cada vez más incontrolable.
“Hoy te extrañé”, dijo mi novio.
“Yo también… a ti”, gemí, y esta vez el gemido fue casi real, casi un quejido de placer que apenas pude disfrazar. Tomás, estimulado por mi voz y por el contexto, puso una mano en mi nuca y me empujó suavemente hacia el colchón, cambiando el ángulo y penetrándome aún más profundo, si cabe. Su otra mano se deslizó por mi espalda hasta encontrar mi clítoris, frotándolo con precisión brutal.
Era demasiado. El contraste entre la conversación mundana y la follada salvaje, entre la voz de mi novio en mi oído y la verga de su mejor amigo dentro de mí, me llevó al borde del abismo. “Cariño, tengo que colgar… me… me está sonando el timbre de la puerta”, logré articular, con la voz estrangulada por el orgasmo que se avecinaba.
“Bueno, duerme bien, mi amor.”
Colgué y arrojé el teléfono lejos, liberada al fin. “¡Ahora, Tomás, no pares, por favor!”, grité, y ya no contenía nada. Gemí, gruñí, le rogué que me diera más fuerte, más hondo. Él, liberado también de su farsa, me sujetó de las caderas con fuerza y me folló con una intensidad que sentí que me partía en dos. Mi cuerpo estalló en un orgasmo violento, un tsunami de placer que me sacudió hasta las lágrimas, y sentí cómo él se venía dentro de mí con un rugido, llenándome con su calor mientras yo seguía convulsionando alrededor de él.
Después, el silencio. Solo nuestro jadeo entrecortado y el zumbido de la culpabilidad y la satisfacción mezcladas. Nos separamos sin mirarnos mucho, limpiándonos con prisa. El hechizo se rompía. Mientras me vestía, recuperando mi máscara de mujer elegante, supe que esto era insostenible, un veneno delicioso que algún día nos pasaría factura. Pero al mirarlo a los ojos, vi el mismo fuego reflejado, la misma adicción al peligro. Y supe, con una certeza que me mojó de nuevo, que volveríamos a jugar.


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