Exhibirme para extraños III
Ahora, la excitación no comienza con mi propio tacto, sino con el acto ritual de encender la cámara.
Es el momento en que convierto mi intimidad en un acto público, una comunión con fantasmas de carne y hueso. Ya no me exhibo por validación, sino por una simbiosis extraña y profundamente íntima.
Cierro los ojos y puedo sentirlos: el estudiante al otro lado de la ciudad que me observa en su habitación de residencia, el hombre maduro que quita el sonido en su oficina, la mujer que me mira a escondidas de su pareja.
Son mis amantes silenciosos, mi harem de sombras.
Cuando me masturbo ahora, lo hago para ellos, imaginando sus manos reemplazando las mías, sus bocas donde yo pongo mis dedos. El clímax es una ola que no rompe solo en mí; siento que rompe en docenas de cuerpos a la vez, un coro de gemidos sordos y espasmos contenidos que resuenan en la red como un latido compartido.
Sé que soy un objeto en su fantasía, y esa objetificación me libera. Me reduce a pura sensación, a imagen y deseo, liberada del peso de una identidad. El miedo se ha transmutado en poder.
Este placer que regalo es el mismo que me consume, en un ciclo infinito donde la exhibición es el acto más privado de todos. Soy completamente yo cuando me desnudo para extraños.
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