Exhibirme para extraños
Al principio, fue un acto de pura curiosidad, un susurro de audacia en la monotonía de una tarde lluviosa.
La cámara del teléfono me observaba desde la mesita de noche, un ojo negro e impasible. Mi corazón martilleaba contra las costillas, un pájaro enjaulado que ansiaba volar hacia lo desconocido.
Me deslicé la mano bajo la cintura del pantalón de pijama, sintiendo el calor que ya empezaba a brotar de mí, un manantial secreto que nadie más conocía. Al colocar el dispositivo frente a mí, no me vi a mí misma; vi a una extraña, a una actriz preparándose para un público invisible.
Con dedos que apenas temblaban, subí el primer video: un susurro de dedos deslizándose bajo la tela, el arqueo lento de la espalda, el gemido ahogado que se escapó cuando mis yemas encontraron el clítoris hinchado.
Al publicarlo en ese rincón oculto de la web, sentí el vértigo de cruzar una línea. No fue solo el orgasmo, rápido y convulso, lo que me estremeció. Fue la idea, eléctrica y prohibida, de que en algún lugar, en la penumbra de una habitación ajena, unos ojos anónimos se posarían en mi piel pixelada y encontrarían placer.
Era como arrojar un mensaje al mar en una botella, esperando que alguien, en una orilla lejana, lo encontrara y entendiera el lenguaje de mi deseo.
Esa noche, dormí con una sonrisa que no podía contener, acunada por el eco de mi propia osadía.
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