Por
Anónimo
La tía de un amigo
Desde joven, la tía de mi mejor amigo me lanzaba miradas que me dejaban la verga dura. Ella, que se llamaba Daniela, era solo tres años mayor que yo, pero en ese entonces la diferencia parecía un abismo. Mi amigo nunca sospechó nada, ni siquiera cuando empezó a preguntarme por mis novias con un interés raro. Él solo decía «mi tía es una loca», y cambiaba de tema.
Cuando entré a la universidad, las cosas se pusieron más calientes. Empezamos a hablar por Facebook, y yo, que ya me sentía más hombre, le tiraba los perros sin miedo. Le escribía cosas como «Uff, tía, qué foto… se le ve demasiado bien ese escote» y ella me respondía con emojis de fuego y risas pícaras. La situación era súper rara, pero me excitaba una barbaridad pensar en cogerme a la tía de mi pata. Ella, al ser un poco mayor, daba la sensación de tener experiencia y yo no iba a dejar pasar esa oportunidad.
Quedamos en su casa un martes por la tarde, con la excusa de que le ayudara con un problema de su computadora. Yo llegué con los jeans ajustados y el corazón a mil. Ella me abrió la puerta con un shortsito que le dejaba medio culo al aire y una blusa tan fina que se le transparentaban las tetas. No hubo saludos formales. Nos miramos y, como imanes, nos enganchamos en la sala. La empotré contra la pared y nos comimos a besos, con una hambre que nos dejaba sin aire. Mis manos no paraban de recorrerla: le apretaba ese culo redondo y duro que siempre me había vuelto loco, y me metía bajo la blusa para sentir sus tetas, que eran grandes y naturales, exactamente como me las había imaginado.
Jadeando, me tomó de la mano y me llevó a su cuarto. La cama era enorme, con sábanas negras que prometían pecado. Ahí, con la luz de la tarde entrando por la ventana, la desnudé lentamente. Cada prenda que le quitaba era un descubrimiento: su piel era morena y suave, sus pezones oscuros y erectos, y su chocha… uff, completamente depilada, un pepita perfecta que ya brillaba de mojada. No pude ser paciente. La tumbé sobre la cama y me dediqué a explorar su cuerpo con mi boca. Empecé por su cuello, mordisqueándolo suavemente mientras ella gemía, luego bajé a sus tetas. Se las chupé con desesperación, saboreando sus pezones duros, sintiendo cómo se arqueba bajo mí. Pero el plato fuerte estaba más abajo.
Me coloqué entre sus piernas y separó sus labios con mis dedos. Su olor era intenso, a mujer cachonda, y no dudé en clavarle la lengua. Le hice un oral larguísimo, lamiendo su clítoris hinchado, metiéndole la lengua lo más profundo que pude, mientras mis dedos se enterraban en sus muslos. Ella no paraba de gritar: «Sí, ahí, no pares, por favor». Sabía delicioso, una mezcla dulce y salada que me enloquecía. Después, me pidió que me pusiera de pie junto a la cama. Se arrodilló frente a mí y, con manos temblorosas, me bajó el cierre y me sacó la verga, que estaba palpitando de tan dura. Se la metió toda a la boca, mamándomela como si fuera un helado, ahogándose con ella, pero yo estaba tan excitado que no aguanté mucho. La jalé del pelo y la recosté de nuevo sobre el colchón. «Ahora te toca a ti», le dije, y me subí encima.
La penetración fue brutal. Se la metí de un solo golpe, sin avisar, y ambos gritamos al unísono. Estaba tan apretada y caliente que creí que me volvería loco. Empecé a moverme con una fuerza que no sabía que tenía, embistiéndola como un animal, mirando cómo sus tetas saltaban al ritmo de mis embestidas. Su cara era un cuadro de placer puro: ojos cerrados, boca abierta, gemidos que salían de lo más hondo. Ese primer round no duró mucho, me vine en menos de diez minutos, pero fue tan intenso que temblábamos los dos.
Sin embargo, yo no era ningún novato y mi verga seguía dura como una roca. No iba a dejar que terminara todo ahí. La rodé y la puse a cuatro patas. Esa vista era increíble: su culo en el aire, su espalda arqueada, su chocha goteando con mi leche. La agarré de las caderas y se la volví a meter, pero esta vez más lento, más profundo. Le tomé del cabello y jalé su cabeza hacia atrás, susurrándole al oído: «Eres mi puta personal, ¿sabes?». Ella solo gemía y empujaba su culo contra mí, pidiendo más. Cambiamos de poses: la monté a horcajadas, la acosté de lado, la levanté contra la pared… En cada posición, yo la dominaba por completo, pero ella me retaba: «¿Eso es todo lo que puedes hacer?».
La última vez, cuando ya sentía que me iba a correr de nuevo, me obligó a mirarla a los ojos. «Ven dentro de mí», me suplicó, con una voz ronca por los gemidos. «Quiero sentir tu leche calientita». Esas palabras fueron mi perdición. Me clavé hasta el fondo y exploté, liberando un chorro interminable dentro de su vientre, mientras ella se contraía alrededor de mi verga, teniendo su propio orgasmo. Nos quedamos abrazados, sudados, sin aliento. Esa tarde, me cogí a la tía de mi amigo durante más de dos horas, y créanme, ha sido el mejor sexo de mi vida. Su experiencia y mi energía juntas fueron una combinación explosiva.



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