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Anónimo

septiembre 18, 2025

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La sobrina de mi esposa

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Ese día todo estaba calculado. La hermana y la sobrina de mi esposa nos esperaban en su casa, pero yo solo podía pensar en una cosa: en esa perrita joven que me volvía loco cada vez que la veía. Noté cómo me miraba de reojo, esos ojitos tímidos que escondían un fuego que yo quería hacer estallar. No aguanté más. Inventé una excusa sobre tener que recoger unas herramientas en la casa de campo de mis papás y le pedí a la sobrina que me acompañara. Mi esposa, que ya conocía mis intenciones, no puso objeción y se quedó charlando con su hermana para distraerla.

Durante el camino en el auto, el silencio era pesado pero lleno de tensión sexual. Yo no podía evitar mirar sus piernas cada vez que el vestido se le subía un poco. Ella jugueteaba con su pelo, nerviosa, pero no me rechazaba. Sabía que algo pasaría.

Al llegar a la casa, la invité a pasar. El lugar estaba silencioso, solo se escuchaba el leve crujir de las maderas bajo nuestros pies. Nos sentamos en el sofá de la sala, ese mismo donde tantas veces imaginé tenerla. Charlamos un poco sobre trivialidades, pero yo no podía esperar más. Le confesé que me gustaba mucho, que desde la primera vez que la vi no podía sacarla de mi cabeza. Ella intentó negarse, murmurando algo sobre que éramos casi familia, pero sus ojos delataban su curiosidad. No me resistí. Me lancé y besé sus labios, suaves y temblorosos. Para mi sorpresa, no se apartó. Al contrario, respondió con una urgencia que me prendió aún más.

Inmediatamente nos recostamos en el sofá. Yo me subí sobre ella, rozando mi verga dura contra su concha a través de la ropa. Sentía el calor de su cuerpo, ese perfume dulce que me enloquecía. Le levanté la camisa y me encontré con unos pechos pequeños pero firmes, con pezones oscuros y erectos. Me incliné y comencé a chuparlos, saboreando su piel suave. Ella gemía bajito, con las manos enredadas en mi cabello, apretando mis mechones entre sus dedos.

No podíamos quedarnos allí. La tomé de la mano y la llevé a una de las habitaciones. La empujé suavemente sobre la cama y, sin perder tiempo, le quité el pantalón. Para mi sorpresa, no llevaba ropa interior. Su concha estaba completamente expuesta, depilada y rosadita, como de muñeca. Le abrí las piernas y me hundí entre ellas. Le chupé esa concha apretadita con devoción, saboreando cada pliegue, cada gota de su humedad. Metí mi lengua lo más profundo que pude, sintiendo cómo se estremecía bajo mis caricias. Ella gimió, arqueando la espalda, mientras sus manos se aferraban a las sábanas.

Después de tenerla mojada y temblando, me levanté y le puse mi verga en la cara. Ella no dudó. Abrió su boquita y comenzó a chupármela con una habilidad que no esperaba. Me la metió hasta la garganta, ahogándose un poco pero sin detenerse. Verla así, sumisa y devorándome, me hizo desearla aún más. La poseía con mi mirada, disfrutando cada segundo de su sumisión.

Llegó el momento de cogerla. La tumbé sobre la cama y abrí sus piernas. Introduje mi verga lentamente, sintiendo cómo su concha apretada se adaptaba a mí. Estaba tan mojada que entró fácil, pero la sensación era increíblemente estrecha. Ella gimió con la primera penetración, un sonido entre dolor y placer que me enloqueció. Comencé a moverme dentro de ella, despacio al principio, luego con más fuerza. La besaba en el cuello, en los labios, saboreando su entrega.

Como sabía que el tiempo era limitado, le di durísimo. Quería que sintiera cada embestida, que recordara quién era su dueño en ese momento. La giré y la puse en cuatro. La tomé de la cintura y la embestí con toda mi fuerza, escuchando el sonido de nuestros cuerpos chocando. Ella gemía sin control, y yo sentía cómo su interior me apretaba, como si no quisiera soltarme.

Cuando sentí que me iba a venir, la agarré del cabello y la obligué a mirarme. «Eres mi putita», le susurré, y ella asintió, con los ojos vidriosos por el placer. Me vine dentro de ella, hundiendo mi verga hasta el fondo, dejándola llena de mi leche. Nos quedamos jadeando, sudados, enredados en ese momento de lujuria pura.

Después, regresamos a su casa como si nada hubiera pasado. Un par de meses después, ella y mi cuñada se mudaron de ciudad, pero sé que volveremos a vernos. Y cuando eso pase, no pienso dejar pasar la oportunidad de repetir esta deliciosa transgresión.

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