La amiga de mi hermana
Llegué tarde a la cena familiar en casa de mi hermana. Tres años en España y aún no me acostumbro a lo puntuales que son aquí los eventos. Cuando entré, el aroma a paella me golpeó de frente, pero lo que realmente me dejó sin aliento fue verla a ella. Sentada al lado de mi hermana, con una sonrisa que parecía guardar secretos y unos ojos oscuros que me miraron como si ya me conocieran de toda la vida.
Mi hermana me presentó: «Exekiel, esta es Valeria, mi amiga de la infancia. Está de visita desde Buenos Aires». Valeria extendió su mano con una elegancia que contrastaba con mi apuro. «Mucho gusto», dijo, y su acento argentino me recorrió como un voltio. Su apretón de manos fue firme, pero duró un segundo más de lo necesario. Supe en ese instante que esa noche no terminaría como cualquier cena familiar.
Durante la cena, no pude dejar de observarla. Hablaba con pasión de todo—desde política hasta fútbol—y cada gesto suyo era una caricia visual. Llevaba un vestido rojo que se ceñía a sus curvas de una manera que debería ser ilegal. Cuando se reía, su pecho vibraba levemente, y yo tenía que recordarme a mí mismo que no era un adolescente.
Mi hermana, siempre perceptiva, notó la química. «Exekiel, ¿por qué no le muestras a Valeria el jardín? Dice que le encantan las plantas». Sonreí, agradecido. Valeria asintió, y nos excusamos.
El jardín estaba iluminado por luces tenues y el aroma de los jazmines flotaba en el aire. Caminamos en silencio al principio, hasta que ella se detuvo frente a un rosal. «Qué belleza», murmuró, tocando un pétalo. Yo no miraba las rosas.
«¿Siempre seduces a los hermanos de tus amigas?», le pregunté, sin poder contenerme.
Ella rio, un sonido bajo y sensual. «Solo a los que valen la pena».
No hubo más preámbulos. La atraje hacia mí y la besé. Su boca sabía a vino tinto y a peligro. Sus manos se enredaron en mi cabello, tirando con fuerza, mientras la apretaba contra mi cuerpo. Sentía sus pechos aplastándose contra mi pecho, y mi erección crecía entre nosotros, inevitable.
«Tu hermana podría vernos», dijo entre besos, pero no se detuvo.
«Que vea», respondí, deslizando mis manos por su espalda hasta agarrarle el culo. Era redondo, firme, perfecto.
Nos movimos hacia un rincón más oscuro, detrás de un árbol grande. Allí, la empujé contra el tronco y besé su cuello, mordisqueando la piel mientras ella gemía. «Quiero sentirte», susurró, y sus manos bajaron a mi cinturón.
Abrió mi pantalón y sacó mi verga, que ya estaba dura y palpitando. «Qué linda», murmuró, admirándola antes de llevársela a la boca.
La sensación fue eléctrica. Su boca era caliente, húmeda, y sabía usar la lengua de una manera que me hizo temblar. Chupaba y lamía, profundizando cada vez más, hasta que sentía que me ahogaba en placer. Miré hacia abajo y vi sus ojos clavados en los míos, desafiándome a aguantar.
Pero yo no soy hombre que se queda quieto. La levanté y la giré, apoyándola contra el árbol. Le levanté el vestido y descubrí que no llevaba ropa interior. «Precavida», dije, y ella rio entre jadeos.
«Siempre».
Sin perder tiempo, le abrí las nalgas y penetré su coño desde atrás. Estaba tan mojada que entré de una sola embestida. Ella gritó, pero el sonido se perdió entre las ramas. Agarré sus caderas y comencé a moverme, sintiendo cómo me apretaba internamente.
«¿Así te gusta?», gruñí, clavándome más profundo.
«Sí, dame más duro», suplicó, y obedecí.
El aire se llenó de nuestros gemidos y el sonido de nuestros cuerpos chocando. Ella empujaba su culo contra mí, buscando más fricción, más profundidad. En un momento, llegó mi hermana a la puerta del jardín. «¿Todo bien ahí?», preguntó.
Valeria, con una sonrisa pícara, respondió: «¡Sí, solo admirando las rosas!».
Pero yo no detenía mi ritmo. Cada embestida era más fuerte, más posesiva. Sabía que mi hermana sospechaba, pero en ese momento, no me importaba. Valeria era fuego, y yo quería quemarme con ella.
Cuando sentí que estaba cerca, la giré y la senté sobre mí, mientras yo me apoyaba en el árbol. Así, frente a frente, pude ver su expresión de éxtasis mientras cabalgaba mi verga. Sus tetas saltaban con cada movimiento, y yo las besaba, las mordía, las devoraba.
«Voy a venirme», anuncié, y ella aceleró.
«Adentro», ordenó, y eso fue suficiente.
Exploté dentro de ella, llenándola con mi semen mientras ella gritaba mi nombre, convulsionando con su propio orgasmo. Nos quedamos temblando, abrazados, sudados.
Después de unos minutos, nos arreglamos en silencio. Al regresar a la casa, mi hermana nos miró con una ceja levantada. «Las rosas deben estar espectaculares», dijo sarcásticamente.
Valeria sonrió. «Sí, especialmente las que están detrás del árbol grande».
Esa noche, supe que no sería la última vez.


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