Por
Anónimo
QUIERO COGER CON MI HERMANA
De niños, aquellos juegos de «papás y mamás» inocentes para otros, para nosotros eran rituales cargados de una tensión sexual que apenas podíamos comprender. Recuerdo con una claridad enfermiza la textura de su piel bajo mis dedos infantiles. Nunca hubo una penetración completa, solo frotamientos desesperados, roces húmedos contra su entrepierna mientras nos aplastábamos el uno contra el otro, y aquella vez, en año nuevo, que logré introducir apenas la punta de mi miembro en su ano, un calor tan intenso y prohibido que ambos retrocedimos asustados por el escalofrío que nos recorrió la espalda.
Nuestro mayor encuentro fue una noche de verano sofocante. El sonido de los fuegos artificiales estallaba fuera mientras ella, con una audacia que me dejó paralizado, deslizó su mano dentro de mi pantalón y comenzó a masturbarme con una torpeza que me volvía loco. Yo respondí metiéndole dos dedos en su vagina, ya empapada, sintiendo cómo se contraía alrededor de ellos. El olor a nuestro sexo mezclado llenaba la habitación, un aroma dulzón y adictivo que todavía persigo en mis recuerdos más oscuros. Ella vino primero, con un gemido ronco que ahogó contra mi hombro, y sentir cómo su cuerpo entero se estremecía en mis brazos fue la sensación más poderosa que he experimentado.
Tras su regreso de un viaje, ella tomó la iniciativa otra vez. Me mostró sus pechos con una mezcla de vergüenza y orgullo, y yo me abalancé sobre ellos como un animal hambriento, chupando y mordiendo sus pezones hasta hacerla gritar. Nuestros besos ya no eran de exploración; eran húmedos, sucios, desesperados, con lenguas que se batían en duelo mientras nuestras manos recorrían cada centímetro de piel accesible, buscando siempre llegar más lejos, desgarrar la última barrera.
La mudanza lo arruinó todo. Ahora, con 20 años y ella con 19, solo me quedan esos recuerdos que me atormentan cada noche. La intento tocar, una mano furtiva que busca aferrarse a sus nalgas firmes sobre el jeans, pero ella se quita con un movimiento rápido, una mirada que no sé descifrar: ¿asco, miedo o la misma necesidad putrefacta que yo siento? La vi desnuda por última vez hace un año, y la imagen de sus pechos perfectos, redondos y firmes, con esos pezones oscuros que se endurecían con solo mirarlos, me persigue en cada sueño húmedo.
¿Qué hacer? La necesidad me está volviendo loco. Pienso en arrinconarla en el baño cuando nuestros padres no estén, en repetir aquellos juegos con la fuerza que nos da ser adultos, en obligarla a recordar lo mucho que los dos lo disfrutábamos. Quiero olerla otra vez, saborearla, oír cómo gime mi nombre cuando le entre hasta el fondo, por delante o por detrás, da igual. El morbo de que sea mi hermana, de que sea la misma sangre corriendo por nuestras venas, es lo que hace que cada latido me pida a gritos violar todos los límites.



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