El pasillo oscuro del edificio olía a humedad y a deseo contenido. Ella estaba contra la pared, con la ropa subida hasta la cintura, el pecho pegado al cemento frío y el culo levantado para mí. Su piel blanca brillaba de sudor y, cuando levantaba los brazos para sostenerse, quedaban expuestas sus axilas peludas, húmedas, salvajes.

Yo la sujetaba fuerte de las caderas, metiendosela con cada embestida más hondo. —“Más… así, no pares”— gimió, con la voz entrecortada. El sonido de nuestros cuerpos chocando retumbaba en el pasillo. —“¿Te gusta que te lo haga aquí, donde cualquiera podría vernos?”— le susurré al oído. —“Sí… me encanta… más fuerte”— respondió, arqueando la espalda, buscando más.

El eco de sus gemidos llenaba el lugar prohibido. Cuando me va vine dentro de ella, los dos temblábamos, pero sabíamos que no había acabado.

Adentro, en la sala, su amiga ya nos esperaba. Se sentó con el celular en la mano, los ojos brillando de morbo. “Quiero verlos de cerca, quiero grabar todo” dijo, acomodándose en la silla.

Nos desnudamos otra vez frente a ella y empezamos en el sofá. El simple hecho de que alguien mirara volvía todo más animal. La amiga grababa, y con la otra mano empezó a tocarse, jadeando cada vez más fuerte.

“Míranos… no pares de grabar” le dije, mientras la penetraba con fuerza. Ella gritaba, con las uñas hundidas en mi espalda: “Sí… que lo vea todo… que vea cómo me culeas…”

El celular temblaba en la mano de la amiga, sus dedos entrando con desesperación mientras nos veía. El orgasmo llegó brutal: yo descargando dentro, ella gritando con la cara sudada y extasiada, y la amiga convulsionando en su silla, mojada, con la cámara todavía apuntándonos.

La sala quedó impregnada de olor a sexo, piel y silencio roto solo por nuestras respiraciones agitadas. Ella sonreía, exhausta, y me susurró al oído: —“Lo que más me calienta… es que nos miren. A mí… mucho más.”