Ashley

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agosto 24, 2025

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Como me convertí en infiel

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Resulta que yo estaba con mi ex desde los 16 años, una relación de cuatro años que parecía de novela, pero en la cama era un pinche desastre. Nos mudamos juntos a una pieza que construimos al lado de la casa de mi mamá, todo muy bonito al principio, pero el tipo empezó a tratarme como si fuera su hermana. Yo, con 20 años, hecha un volcán, con este culo que se carga solo y unas ganas de que me revienten a cojidas que no te imaginas, y él ahí, viendo futbol o jugando en la compu como si yo fuera un mueble. No es que lo hiciera mal, es que no lo hacía. Punto. Tenía que rogarle, llorarle, armarme dramas solo para que me tocara, y cuando pasaba, era una misión rápida sin gracia, como si estuviera cumpliendo una obligación. ¿Tú te imaginas? Yo, que necesito que me agarren a gritos y que me dejen temblando, ahí mendigando migajas de sexo.

Empezó a carcomerme por dentro. Me paraba frente al espejo y me veía: soy bajita, sí, chatita como decimos aquí, pero tengo un culo redondo y duro que llama la atención, y aunque no tengo muchas tetas, sé que mi boca y mis ojos enloquecen a los hombres. Pero él no me veía. Me sentía invisible, como si mi cuerpo se estuviera pudriendo en vida. La necesidad se me salía por los poros, caminaba por la calle y sentía las miradas de los hombres quemándome la espalda, y yo, en vez de disfrutarlo, me moría de rabia porque el único que debería mirarme así ni siquiera alzaba la vista de su maldito celular.

La primera vez que lo engañé fue casi sin querer. Un compañero de la oficina, un flaco de contabilidad que siempre me miraba como si quisiera devorarme, me invitó a tomar un café después del trabajo. Le dije que sí, porque mi ex ni siquiera notaría que llegaba una hora tarde. Estábamos en el café, riéndonos, y de repente él me dijo: «Tu novio es un idiota. Si yo te tuviera, no te soltaría ni para que respiraras». Esas palabras me atravesaron como un cuchillo. Terminamos el café y, en vez de irme a casa, me lo llevé a un motel de paso que estaba por la avenida Argentina. No fue romántico ni nada que se le parezca. Fue urgente, sucio, necesario. En la habitación, con las sábanas con olor a cloro, él me desgarró la blusa a lo bestia y me mordió los pezones hasta hacerme gritar. Me tiró sobre la cama y me folló como si no hubiera un mañana, sin preguntar, sin miramientos. Yo le arañaba la espalda, le gritaba que no parara, que me rompiera en mil pedazos. Cuando acabamos, los dos sudados y jadeantes, supe que ya no había vuelta atrás. Había probado lo que era sentirme deseada de verdad, y no iba a dejar que eso se acabara.

A partir de ahí, me convertí en una mentirosa profesional. Le decía a mi ex que tenía horas extras, que salía con mis amigas, que me iba de shopping con mi hermana. Y en vez de eso, me encontraba con cualquiera que me mirara con hambre. El delivery del chifa que siempre me echaba miradas, el mecánico que me arreglaba la moto y que una vez me dijo que tenía unas manos perfectas para algo más que cambiar llantas, hasta el profesor de mi hermano menor, que me encontró sola en casa y no lo pensó dos veces. Cada encuentro era un acto de venganza contra mi propia vida, contra la cama vacía que me esperaba en casa.

Recuerdo una vez en particular, con un tipo que conocí en el gym. Un monstro con tatuajes hasta en el cuello y unas manos que parecían palas. Me siguió hasta el vestuario de mujeres cuando estaba vacío y me empujó contra los lockers. «He visto cómo me miras, perrita», me dijo, y yo, en vez de asustarme, me mojé al instante. No hubo palabras bonitas. Me bajó los leggins y me penetró ahí mismo, de pie, con la boca tapada para que no me escucharan. Era bruto, casi violento, y yo lo amé cada segundo. Mientras me golpeaba contra el metal, yo pensaba en mi ex, en cómo estaría en casa, probablemente viendo videos de motos en YouTube, sin tener idea de que su mujer estaba siendo poseída por un desconocido en un vestuario sucio. Cuando el tipo acabó, se arregló y se fue como si nada. Yo me limpié con una toalla de papel y me vestí, sintiendo el dolor en las piernas como una medalla.

Llegaba a casa y mi ex me preguntaba «¿Cómo te fue?», y yo le sonreía y le decía «Bien, mi amor, normal». Y luego me iba a bañar, frotándome la piel con fuerza, como si pudiera lavar la culpa, pero en el fondo sabía que no quería lavar nada. Quería oler a sexo, quería llevar los moretones como secretos que solo yo entendía. Me acostaba a su lado y él me daba un beso en la frente antes de darse la vuelta para dormir. Yo cerraba los ojos y revivía cada gemido, cada empujón, cada vez que un hombre me usaba y me deseaba de la manera en que él ya no podía o no quería hacerlo.

 

Fue una época oscura y excitante a la vez. Sabía que estaba jugando con fuego, que si me descubrían lo perdería todo, pero la adrenalina era parte del rush. Necesitaba sentir que todavía podía enloquecer a alguien, que mi cuerpo servía para algo más que para trabajar en esa puta oficina.

Al final, terminé con él, no porque me descubriera, sino porque me cansé de vivir una doble vida. Pero esos meses de infidelidades salvajes…. Fue mi manera de sobrevivir, de recordar que, aunque él ya no me quisiera coger, el mundo entero estaba lleno de hombres dispuestos a darme hasta que no pudiera caminar.

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