Lucia Cucci

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agosto 24, 2025

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En mis sueños cumplí mi sueño

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El cansancio era una losa pesada sobre mis hombros. Otro día de interminables reuniones, de cifras que se negaban a cuadrar, de sonrisas forzadas y tacones que, aunque exquisitos, martirizaban mis pies. Llevaba meses, en realidad, sumida en una sequía sexual que comenzaba a resquebrajar mi usually impecable compostura. La elegancia y ambición que con tanto cuidado construyo parecen desmoronarse cuando, noche tras noche, me recuesto en la cama sintiendo el eco vacío de mi propio deseo. No congenio con ningún hombre que se cruza en mi camino; todos parecen muchachos inseguros, incapaces de igualar mi intensidad, de entender el juego de poder sutil que anhelo.

Esa noche en particular, la frustración era particularmente aguda. Una humedad persistente entre mis muslos me recordaba lo insatisfecha que estaba. Con un suspiro, decidí apelar a mi rutina para conciliar el sueño: una película. Elegí «Pasajeros», atraída por la estética pulcra del espacio y, lo admito, por la presencia de Chris Pratt. Hay una seguridad en su sonrisa, una masculinidad despreocupada pero potente que siempre me ha resultado intrigante. Jennifer Lawrence, por su parte, posee una belleza que, en mis momentos más honestos, me hace cuestionar cosas. Me acomodé entre las sábanas de algodón egipcio, la luz azulada del televisor iluminando la penumbra de mi dormitorio.

No recuerdo en qué momento exacto me rendí al sueño. La última imagen consciente fue la de Pratt flotando en la ingravidez de la nave Avalon. Pero mi mente, tan fértil en su necesidad, tomó el relevo.

No fue un sueño, fue una experiencia sensorial completa. De repente, ya no estaba en mi cama. El aire era diferente, más puro, con una temperatura perfecta que rozaba mi piel. Estaba en uno de los lujosos pasillos de la nave, vestida no con mis pijamas, sino con el mismo tipo de ropa holgada y cómoda que usaban los personajes. Y él estaba allí.

No era simplemente Chris Pratt, el actor. Era Jim Preston, pero con una mirada que me traspasó, que me reconoció instantáneamente con una intensidad que me dejó sin aliento. No hubo palabras preliminares triviales. Su sonrisa no fue la del personaje amable, sino la de un depredador que ha encontrado exactamente lo que buscaba. «Te estaba esperando», dijo, y su voz no era un eco lejano, sino real, grave, vibrante en el aire quieto.

Mi espalda encontró la pared metálica, fría a través de la delgada tela de mi ropa. Él se acercó, sin prisa, midiendo mi reacción. Su mano, grande y cálida, se posó en mi cintura, y un escalofrío me recorrió la columna. «Tan tensa», murmuró, y su aliento olía a algo limpio, como el espacio exterior. Su otra mano se enredó en mi cabello, tirando con suavidad para exponer mi cuello. Sus labios encontraron la piel justo debajo de mi oreja, y un gemido involuntario escapó de mi garganta.

 

La elegancia que tanto cultivo se desvaneció. Era pura necesidad. Mis manos se aferraron a sus hombros, sintiendo la densa musculatura bajo su propia ropa. Me besó entonces, y fue un beso que sabía a promesas cumplidas. No fue tierno; fue posesivo, experto, una conquista. Su lengua exploró mi boca con una confianza que me derritió por completo. Sentí cómo la humedad en mi interior se volvía un torrente, empapando la fina tela de mis pantalones.

Él lo notó. Rompió el beso y sus ojos azules brillaron con malicia. Sin decir una palabra, sus dedos encontraron el borde de mi pantalón y lo bajó lentamente, junto con mi ropa interior, hasta mis rodillas. El aire fresco de la nave rozó mi sexo desnudo, pero fue su mirada, fija en mí, lo que me hizo estremecer. «Quiero ver cómo me deseas», ordenó, y su voz era suave pero implacable.

Se arrodilló. El contraste de verlo a él, tan masculino y seguro, en esa posición de devoción, fue abrumador. Su aliento caliente llegó primero, un susurro sobre mi piel sensible. Y entonces, su lengua. Una lengüeta larga, lenta, deliberada que recorrió toda mi longitud de una sola vez. Grité. Mis piernas temblaron y mis manos se aferraron a su cabello. Él no se apresuró. Saboreó, exploró, succionó mi clítoris con una precisión devastadora, como si conociera cada centímetro de mi cuerpo mejor que yo. La sensación era tan intensa, tan real, que arqueé la espalda contra la pared fría, un contraste perfecto con el calor que se expandía desde mi centro.

Justo cuando creía que alcanzaría el clímax, se detuvo. Levantó la vista y me miró, con mis fluidos brillando en su barba. Se puso de pie, desabrochando su propio pantalón. Su erección era exactamente como la había imaginado en mis fantasías más privadas: imponente, gruesa, con las venas marcadas, palpitando con una energía casi animal. «Dime lo que quieres», dijo, deslizando la punta a través de mis pliegues, ya inundados.

«Quiéreme», supliqué, abandonando toda pretensión de control. «Quiéreme como si fuera la última vez.»

Con un gruñido de satisfacción, me penetró. El dolor inicial de la penetración, glorioso y agudo, se transformó al instante en una oleada de placer tan profunda que vi estrellas. No había vacilación en sus movimientos. Cada embestida era precisa, profunda, feroz. Me levantó, envolviendo mis piernas alrededor de su cintura, y continuó follándome contra la pared, el metal frío vibrando con cada impacto. Sus manos agarraban mis nalgas, apretando con una fuerza que sabía dejaría marcas.

El sonido de nuestros cuerpos sudorosos chocando llenaba el corredor silencioso. Mis gemidos eran altos, desinhibidos, eco de una pasión que nunca había permitido salir. Él enterraba su rostro en mi cuello, mordisqueando la piel mientras murmuraba obscenidades en mi oído que solo avivaban el fuego. «Eres mía esta noche», jadeó. «Esta preciosidad es solo para mí.»

Cambiamos de posición, cayendo sobre una superficie suave que mi mente conjuró. Ahora debajo de él, podía ver cada músculo de su torso tensionarse con cada empuje. Lo miraba, hipnotizada, mientras me poseía con una intensidad que borraba todo lo demás. La punta de sus dedos encontraron mi clítoris nuevamente, frotando en pequeños círculos insistentes que me llevaron al borde del abismo mucho más rápido de lo que jamás había experimentado.

«Voy a…», no pude terminar la frase.

«Ven para mí», ordenó, clavándose más hondo que nunca.

Y obedecí. Un orgasmo cataclísmico me estremeció, un terremoto que se originó en lo más profundo de mi ser y explotó hacia fuera, haciendo que me convulsionara bajo él. Grité su nombre, una palabra que era tanto una súplica como una afirmación. Mi contracción interna fue la chispa que lo llevó a su propio clímax. Con un rugido gutural, se hundió hasta el fondo y se quedó quieto, liberándose dentro de mí en oleadas calientes e interminables que parecían llenar cada parte de mí.

Nos derrumbamos, jadeantes, entrelazados. Su peso sobre mí era una caricia, una afirmación. El sueño comenzó a desvanecerse, pero la sensación de plenitud, de satisfacción brutal, permaneció.

Me desperté de golpe, en mi cama, sola. La pantalla del televisor mostraba ahora el menú principal de HBO MAX, iluminando la habitación con una luz tenue. Jadeaba, mi corazón martilleaba en mi pecho. Y entonces lo sentí: las sábanas estaban empapadas entre mis piernas, y un espasmo residual recorrió mi abdomen. Un aroma fantasmal a piel sudorosa y a sexo parecía flotar en el aire. Me llevé los dedos a la entrepierna; estaban mojados, sensibles. Un rubor intenso me subió por las mejillas, pero era acompañado por una sonrisa de puro asombro. Por primera vez en meses, me sentía completamente viva, completamente saciada. Mi cerebro, en su desesperación, no solo me había concedido un sueño húmedo; me había entregado la experiencia más vívida, cruda y satisfactoria que podría haber imaginado. Y por primera vez, la soledad de mi cama no se sintió vacía, sino como el escenario de un secreto glorioso.

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