
Por
Anónimo
Manoseada en el macro
Hace como un año, en pleno mayo, Guadalajara estaba sofocada bajo un sol que parecía derretir el asfalto. Para los que conocen la ciudad, sabrán que el macro es el nuevo 380, siempre abarrotado, siempre sudoroso, un laberinto de cuerpos que se empujan buscando un poco de aire. Ese día, decidí usar un vestido amarillo, ligero y fresco, que me llegaba justo por encima de las rodillas. Soy gordita y culona, con esas curvas que heredé de mi abuela, y aunque vengo de un pueblo donde la gente es confiada, nunca imaginé lo que me esperaba aquella mañana.
El calor era tan intenso que opté por una tanga en lugar de mi ropa interior usual, y ni siquiera me puse un short debajo del vestido. Quería sentir el aire en la piel, aunque fuera el bochorno pegajoso de la ciudad. A las 7:30, el macro ya estaba repleto. Gente apretujada, caras cansadas, el olor a café y perfume barato mezclándose con el sudor. Logré colarme hasta la parte trasera, donde me recosté contra un tubo metálico, tratando de mantener el equilibrio. Con mis audífonos puestos, intentaba distraerme con música, pero el ambiente era agobiante.
De pronto, sentí una mano en mi culo. Al principio, pensé que había sido un accidente, el roce involuntario de alguien forcejeando por espacio. Di un paso adelante, ajustando mi bolso sobre el hombro, pero la mano volvió a aparecer, esta vez con más determinación. Apretó mi nalga con firmeza, y un escalofrío me recorrió la espalda. Al mirar de reojo, vi a un señor de unos cuarenta y tantos años, vestido con ropa de trabajo—un chaleco desgastado y jeans manchados de pintura. Parecía albañil, con las manos callosas y una expresión seria en el rostro.
Mi primer instinto fue el miedo, pero algo en su mirada me detuvo. No había malicia en sus ojos, solo una intensidad que me paralizó. Y entonces, para mi propia sorpresa, sentí un calor recorriéndome el vientre. En vez de alejarme, me acerqué más, presionando mi trasero contra su mano. Él respondió masajeándome suavemente, sus dedos explorando la curva de mis nalgas a través de la tela del vestido.
Poco a poco, su mano se volvió más audaz. Subió el dobladillo de mi vestido, deslizándose por mi muslo hasta llegar a la tela de la tanga. Sentí sus dedos rozar mi piel, ásperos por el trabajo, pero increíblemente hábiles. El sonido de la gente a nuestro alrededor se desvaneció; ya no existía nadie más en el macro. Solo su respiración cerca de mi oído y el vaivén del autobús que nos mecía como cómplices.
Él se inclinó hacia mí, y su aliento caliente acarició mi nuca. «¿Te gusta, verdad?» murmuró, y yo asentí casi imperceptiblemente, demasiado avergonzada para hablar pero demasiado excitada para detenerlo. Su mano se deslizó bajo la tanga, apretando mi carne con una mezcla de rudeza y ternura que me hizo contener un gemido.
De pronto, detuvo el autobús con un tirón brusco, y la inercia me lanzó contra él. Aprovechó el momento para meter un dedo en el inicio de mi vagina, jugueteando con mis labios ya empapados. Mi cuerpo respondió con una oleada de placer tan intensa que tuve que morderme el labio para no gritar. Él sonrió, leyendo mi reacción como si fuera un libro abierto.
«Vas a bajarte pronto, ¿verdad?» preguntó, y yo asentí, sin confiar en mi voz. Sabía exactamente lo que estaba haciendo. Sus dedos continuaron su juego, moviéndose con precisión mientras el autobús avanzaba. Cada bache en la carretera era una excusa para profundizar su contacto, y yo me derretía bajo su tacto, mareada por la excitación y la culpa.
Finalmente, el autobús se detuvo en mi parada. Con un último roce, retiró su mano y me guiñó un ojo. Bajé con las piernas temblorosas, arreglando mi vestido mientras la gente empujaba para salir. Al voltear, lo vi aún allí, observándome con una sonrisa que prometía secretos compartidos. Le devolví la sonrisa, sintiendo cómo el rubor me subía por las mejillas.
Nunca volví a verlo, pero hasta hoy, cada vez que me subo al macro, recuerdo sus manos callosas y cómo me hizo sentir viva, deseada y un poco peligrosa. Y sí, todavía me mojo solo de pensarlo.
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