
Por
Sufrí para que mi Madrastra me diera culo, y ahora ella me busca a mi
Todo empezó un domingo cualquiera en esa casa de mierda en Austin. Mi viejo se había ido a visitar a unos primos en Houston, y yo me quedé cuidando el jardín como siempre. Karen, mi madrastra, esa gringa de 55 años con un culo que no parecía de su edad, estaba tomando sol en el patio con ese bikini diminuto que siempre usaba cuando papá no estaba.
Yo, con 20 años y una calentura que no me dejaba pensar, me pasé como tres horas podando el césped frente a ella solo para ver cómo se movía cada vez que se ponía bronceador. La cerveza ayudó a que las cosas se pusieran interesantes.
«Antonio, ¿puedes ponerme bloqueador en la espalda?», me dijo con esa voz de gringa que todavía no dominaba bien el español.
Claro que sí, Karen», le contesté, tratando de no parecer demasiado entusiasmado.
Sus manos temblaron un poco cuando le empecé a untar la crema, y no era por el frío. Hice como que no me daba cuenta y seguí bajando, pasando por esa cintura que todavía se mantenía firme hasta llegar al borde de su bikini. «Aquí también, por favor», murmuró, y ahí supe que la cosa iba en serio.
Mis dedos se metieron un poquito bajo la tela, suficiente para sentir lo caliente que estaba. Ella dejó escapar un gemidito y giró la cabeza para mirarme. «You’re playing with fire, boy», me dijo, pero no me detuvo.
Fue entonces cuando le solté al oído: «Sé que el viejo no te llena, Karen… Yo puedo hacerlo mejor».
Ella se mordió el labio y por un segundo pensé que me iba a mandar a la mierda. Pero en vez de eso, me agarró la mano y me la puso directamente sobre su concha, encima del bikini. «Prove it», desafió.
No hizo falta más. La levanté del sillón como si pesara nada y la llevé directo a su habitación, esa que compartía con mi papá. Fue raro por un segundo, pero el olor a su perfume y ver cómo se quitaba el top me hicieron olvidar cualquier remordimiento.
Sus tetas caían un poco, como era de esperar a su edad, pero todavía estaban firmes y con unos pezones rosados que se pararon en cuanto les pasé la lengua. «Fuck yes, just like that», gemía, mientras le mordía y chupaba como si fuera una chica de mi edad.
Cuando bajé mi mano a su bikini, noté que ya estaba empapada. «Someone’s excited», le dije en su idioma, y ella solo se rió nerviosa. «Shut up and fuck me already».
Pero yo no iba a hacer las cosas tan fáciles. Le bajé el bikini lentamente, dejando al descubierto ese cuerpo que seguramente había volado muchas cabezas en su juventud. Su pubis estaba depilado, algo que no me esperaba, y cuando le metí dos dedos de golpe, arqueó la espalda como una gata en celo.
«Not yet, boy… I want something else», jadeó, dándome la espalda y empinándose sobre la cama. «Aquí», ordenó, señalando su culo con una palmada que hizo temblar esas nalgas que llevaba semanas deseando.
No me lo tuve que pensar dos veces. Le escupí directamente en el hoyo y empecé a abrirla con los dedos, sintiendo cómo se contraía alrededor de ellos. «Relájate, puta», le dije, y aunque no entendió todas las palabras, el tono le llegó claro.
Cuando por fin le puse la punta en la entrada, me miró por encima del hombro con esos ojos azules que ya no tenían nada de maternal. «Do it, Antonio… fuck your daddy’s wife».
Y así fue como empecé a meterle mi verga en el culo por primera vez…
La primera embestida fue brutal – ese culo de milf gringa apretando mi verga como si quisiera exprimirme hasta la última gota. Karen gritó en una mezcla de dolor y placer que me puso más duro todavía. «Easy, boy… I’m not as young as your whores», jadeó, pero sus caderas ya empezaban a empujar contra las mías.
El olor a sexo y bronceador llenaba el cuarto mientras la cogía de perrito, agarrando esas nalgas que tantas veces había imaginado. Cada palmada que le daba dejaba una marca roja sobre su piel blanca, y cada gemido suyo me hacía sentir como el puto rey del mundo.
«¿Así te gusta, madrastra?», le pregunté en español mientras le jalaba el pelo.
«Fuck yes! Harder, you little bastard!», gritó, y yo obedecí, acelerando el ritmo hasta que el ruido de nuestros cuerpos chocando se mezclaba con el crujir de la cama matrimonial.
De pronto, Karen se volteó como una fiera y me empujó sobre la cama. «My turn», dijo con una sonrisa perversa antes de montarme como si su vida dependiera de ello. Ver esas tetas maduras rebotando sobre mí, sus manos en mi pecho mientras movía las caderas con una experiencia que solo dan los años, casi me hace venir al instante.
Pero la muy zorra lo sabía. Se detuvo justo cuando sentí que no podía aguantar más. «Not yet, boy», susurró, bajando por mi cuerpo hasta tomar mi verga en sus manos. «Daddy never eats pussy like I need… show me what a young Mexican can do».
No me lo tuve que decir dos veces. La puse boca arriba y me hundí entre sus piernas como un hombre hambriento. El sabor de su concha era más intenso que el de las chicas de mi edad – salado, potente, como si llevara años acumulando frustración. Karen gritó obscenidades en inglés y español mientras le devoraba ese coño que ahora era mío, sus dedos enredándose en mi pelo como anclas.
«¡Sí, ahí, justo ahí, hijo de puta!», gemía, arqueándose violentamente cuando encontré ese punto exacto con mi lengua. Sentí cómo empezaba a temblar, sus muslos apretando mi cabeza como en una prensa, hasta que finalmente explotó con un grito que seguramente escucharon los vecinos.
Pero no había terminado.
La levanté del colchón como un saco de harina y la empotré contra la pared, cerca del espejo del armario. «Mírate», le ordené mientras le volvía a meter la verga, ahora por delante. «Mírate siendo la puta de tu hijastro».
Karen abrió los ojos y se vio reflejada – pelo revuelto, labios hinchados, mis manos manoseando sus tetas mientras mi verga entraba y salía de ella con un sonido obsceno. El espectáculo la prendió más todavía. «Cum inside me, Antonio… I want to feel you», rogó, y esa fue mi perdición.
Cuando me vine, fue con un gruñido animal, enterrándome hasta las bolas en su coño ya maduro y dejando que meses de fantasías salieran en chorros calientes dentro de ella. Karen gimió como una adolescente, apretándose alrededor de mi verga como si quisiera cada gota.
Nos derrumbamos en la cama, sudados y jadeantes. El silencio solo se rompía con el tictac del reloj de la mesita – el mismo que mi papá miraba cada mañana antes de irse a trabajar.
Karen fue la primera en hablar. «Your father comes back tomorrow», dijo, pasando un dedo por mi pecho.
Yo solo sonreí, agarrando su mano y guiándola de vuelta a mi verga, que ya empezaba a despertar otra vez. «Then we’d better make tonight count».
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