agosto 16, 2025

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Con la hija de un proveedor

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Conocí a Lucía en una de esas reuniones aburridas con proveedores. Su padre, mi distribuidor de aluminio, la llevó para que «aprendiera el negocio». Cuando entró al almacén con esos jeans que le abrazaban el culo como segunda piel y una blusa que dejaba poco a la imaginación, supe que la única lección que quería darle no tenía nada que ver con cerramientos.

Tenía 18 años recién cumplidos, ese tipo de chica que juega a ser mujer pero todavía tiene miradas de colegiala. Morena clara, pelo largo hasta la cintura y unas tetas que se movían bajo la tela cada vez que reía. Y reía mucho, especialmente cuando le conté algún chiste subido de tono solo para ver cómo se ruborizaba.

La cosa empezó con mensajes inocentes. «Papá me dijo que preguntara por el pedido del viernes», escribía, y yo, el muy cabrón, le respondía con fotos de las varillas mientras imaginaba cómo se verían esas manos delicadas agarrando algo más grueso que mis productos.

El día que vino sola a la nave fue cuando todo cambió. Llegó con la excusa de revisar un presupuesto, pero ambos sabíamos que no eran números lo que nos tenía ahí. La llevé al taller trasero, donde guardamos los materiales más valiosos, y cuando se inclinó para «inspeccionar» un perfil de aluminio, no pude resistirme.

«¿Siempre trabajas tan… cerca de los clientes?», pregunté mientras le ponía una mano en la cintura, sintiendo cómo se tensaba bajo mis dedos.

Ella se giró lentamente, esos labios pintados de rojo ahora a centímetros de los míos. «Solo con los que me interesan», susurró.

 

Fue como prender un cerillo cerca de la gasolina. La empotré contra el estante de muestras, los tubos de metal resonando con el impacto, y le devoré la boca como un hombre que lleva demasiado tiempo sin probar agua. Sabía a menta y a esa dulzura de quien todavía no ha aprendido a fumar.

Mis manos fueron directo a su culo, esas nalgas firmes que llevaba meses imaginando, mientras ella me desabrochaba el cinturón con una urgencia que delataba su inexperiencia. «¿Estás segura?», gruñí contra su cuello, oliendo ese perfume juvenil que me volvía loco.

En respuesta, me agarró la mano y me la metió bajo su blusa. Sus tetas eran perfectas -pequeñas pero firmes, los pezones ya duros bajo mis dedos-. «Quiero que me enseñes lo que no sabe papá», jadeó.

El taller nunca me había parecido tan caliente. La subí a la mesa de muestras, apartando a un lado rollos de catalogo y herramientas, mientras ella se quitaba los jeans con movimientos torpes pero excitantes. Cuando por fin la vi en tanga, esa tela mínima cubriendo lo único que me faltaba por explorar, casi me corro como un maldito adolescente.

«¿Cuántas veces has soñado con esto, señor Klaus?», preguntó mientras me guiaba hacia ella, sus piernas abriéndose como las páginas de un libro prohibido.

Demasiadas, corazón», confesé antes de hundir mi cara en su concha, que ya estaba empapada y olía a vainilla. Sus gemidos se mezclaban con el crujir de la mesa cada vez que se arqueaba, sus manos enredadas en mi pelo como si temiera que me fuera a detener.

Cuando no pude aguantar más, la levanté y la puse contra la pared, ese culo perfecto ahora aplastado contra el frío metal de los estantes. «¿Segura que quieres esto?», volví a preguntar, ya con la punta de mi verga rozando su entrada.

Su respuesta fue empujar hacia atrás, tomándome entero de un solo movimiento. El gemido que salió de sus labios lo escuché hasta en el alma. Estaba tan estrecha que cada centímetro era una batalla, pero la muy puta no dejaba de empujar contra mí, como si llevara años esperando que alguien la cogiera así.

No hubo romanticismo, ni lentitud. Solo el sonido de nuestros cuerpos chocando, sus uñas clavándose en mis brazos y mis gruñidos cada vez que sentía cómo me apretaba por dentro. «Duro, como te gusta en el taller», me pidió, y quién era yo para negarle algo.

La primera vez me corrí en menos de lo que me hubiera gustado, pero ella solo sonrió, limpiándose mi leche de sus muslos con un dedo que luego se llevó a la boca. «Tengo todo el día, señor», dijo, y supe que estaba jodido.

Ahora, cada vez que su padre viene a entregar pedidos, Lucía lo acompaña con ese vestido inocente que ya sé lo que esconde. Y cuando nadie ve, me muerde el labio como recordando lo que le hice en el almacén la última vez.

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