La despedida en la fontana
No podíamos irnos de Roma sin cumplir la promesa de Fabrizzio. La última noche, cuando las calles se vaciaron y solo quedaron las luces doradas reflejándose en el agua, el muy cabrón nos esperaba junto a la Fontana di Trevi con una botella de vino y esa sonrisa de lobo hambriento.
«Bellissima, ¿lista para tu despedida romana?», murmuró mientras sus dedos trazaban mi escote bajo el vestido de seda que elegí para la ocasión. Roberto, mi amor cómplice, ya estaba desabrochando su camisa.
Fabrizzio no perdió tiempo. Me empujó contra el borde de la fuente, levantó mi falda (sin bragas, por supuesto) y hundió su lengua en mi coño como un hombre sediento. El riesgo de ser descubiertos por algún guardia nocturno solo añadía electricidad al aire.
«Fuck me like you own Rome», le supliqué en inglés, porque el italiano se me había olvidado junto con el decoro.
El muy cerdo me dio la vuelta bruscamente, haciéndome agarrar el borde de la fuente mientras él me penetraba por detrás. Roberto se colocó frente a mí, su verga dura rozándome los labios. «Chúpalo, amor», ordenó mientras grababa todo con su teléfono.
Fabrizzio era un animal. Cada embestida hacía que el agua salpicara nuestras piernas. «Scream for me, puta», gruñó mientras me mordía el hombro, y obedecí, gritando su nombre en eco por la plaza vacía.
Cuando sentí que Fabrizzio se iba a correr, el muy cabrón me sacó de golpe y me hizo arrodillar entre ambos. «Open wide», dijo Roberto, y en segundos tenía dos chorros de semen caliente llenándome la boca mientras las monedas brillaban bajo el agua a nuestros pies.
Fabrizzio se ajustó los pantalones con elegancia, como si no acabara de reventarme el coño frente a un monumento histórico. «Para la próxima… el Coliseo», dijo con una sonrisa pícara antes de desaparecer en la noche romana.
Roberto y yo nos quedamos riendo como adolescentes, con mis medias rotas y su camisa manchada. Al día siguiente, en el avión de regreso, el asistente de vuelo nos dio una mirada curiosa cuando me quejé de no poder sentarme bien.
«Worth every euro», susurré a mi marido, mientras Roma se alejaba bajo nosotros. Ahora tenemos un nuevo ritual: cada año, una ciudad nueva, un guía turístico diferente… y una historia sucia que contar en la cena de Navidad con la familia.
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