El secreto del güevito sabroso
Marica, nunca me voy a olvidar de esa noche con el pana Ricardo. Llegó a mi apartamento con ese aire de «sé lo que hago», pero cuando lo vi desnudo por primera vez, ¡por dios! Me aguanté las ganas de reírme cuando noté que tenía un güevito más humilde que el salario mínimo venezolano. «Este tipo me va a dejar con las ganas», pensé, preparándome mentalmente para fingir unos orgasmos de telenovela. Pero ay, mamita, cómo me equivoqué.
Ricardo no era de esos que llegan como toro en rodeo, empujando y jadeando como si estuvieran descargando un camión. No, mi amor. Este pana tenía técnica. Empezó besándome con esa calma que te hace derretir, como si cada beso fuera un mensaje directo a mi pepita. «Vamos despacio, Cristina», me susurró, mientras sus manos (¡Dios bendiga esas manos!) empezaron a recorrer mi cuerpo como si estuviera leyendo braille.
Cuando finalmente bajó, marico, fue un espectáculo. Su boca en mi cuca era como si tuviera GPS: sabía exactamente dónde parar, cuándo hacer círculos, cuándo succionar como si su vida dependiera de ello. Yo ya estaba temblando cuando sintió que me venía y -este hijueputa sabio- me agarró de las caderas y me dijo: «No todavía, mi reina». ¡Qué arrechera más deliciosa!
Y entonces llegó el momento de la verdad. Cuando lo sentí entrar, al principio pensé: «Ay, esto es todo?». Pero marico, el tipo empezó a mover esa cosita con una precisión… ¡UFFF! Cada empujón era calculado, cada retirada me dejaba gimiendo. No era el típico «mete saca» desesperado de los que se creen pornstars. No, pana. Esto era arte. Movía las caderas en círculos, cambiaba el ángulo apenas notaba que me gustaba más por un lado, y cuando me vine la primera vez, fue con un gemido que seguro escucharon en el apartamento de al lado.
Lo mejor fue cuando me volteó y me puso en cuatro. «Así te gusta, ¿no?», me preguntó mientras me agarraba las nalgas, y yo solo podía asentir como una loca. Su güevito, que parecía insignificante, ahora se sentía como si estuviera llegando hasta mi garganta (exagerando un poquito, pero así lo sentía). El muy hijueputa había descubierto mi punto exacto y lo atacaba sin piedad.
Pero aquí viene lo curioso: cuando se ponía salvaje, la magia se perdía. Un par de veces se emocionó y empezó a darle como si estuviera apagando un incendio, y yo ahí como: «No, mi amor, vuelve al modo slow motion». Por suerte, entendió la indirecta y regresó a ese ritmo sabroso que me tenía viendo estrellas.
Al final, quedamos sudados, riéndonos como viejos amigos, y yo con la pepita palpitando. «Nunca me habían cogido así con tan poco equipo», le confesé, y él solo sonrió con esa seguridad de quien sabe que el tamaño no lo es todo.
Esa noche aprendí que un buen polvo no se mide en centímetros, sino en inteligencia pura. Y Ricardo, con su güevito humilde pero sabio, se ganó un lugar especial en mi colección de anécdotas. Aunque debo admitir que cuando quiero algo rápido y bestia, todavía llamo a mi ex que tiene un bate de béisbol entre las piernas. Pero para coger sabroso, con amor y técnica…
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