
Por
El venezolano que me partió en el baño de la oficina
Ese hijueputa venezolano del trabajo me tenía loca desde el día que lo vi llegar. 1.83 de puro músculo, esos ojos verdes que parecían sacados de un filtro y ese acento que me hacía mojar el calzón cada vez que decía «mi amor» aunque fuera pa’ pedirme un pinche informe. Yo, 1.49 de puro fuego y con un culo que no pasa desapercibido ni en funeral, sabía que tarde o temprano iba a terminar montando ese totazo.
Todo empezó cuando el muy huevón me pilló mirándolo en la reunión de los martes. En vez de hacerse el ofendido, me guiñó un ojo y se pasó la lengua por los labios como si ya supiera lo que yo traía bajo el vestido (spoiler: nada de calzón, como siempre).
Dos días después, en el almuerzo, me lo encontré solo en la cocineta.
«Biankita, ¿por qué me miras como si quisieras robarme?», me dijo mientras se servía un café.
«Porque quiero… y otras cosas más», le contesté, rozando su brazo con mis tetas a propósito.
El muy pendejo no se achicó. Al contrario, se inclinó y me susurró al oído: «El baño del tercer piso está siempre vacío a las 4».
Mi chochita palpitó como si tuviera vida propia.
A las 3:58 pm ya estaba en el baño de hombres (sí, el de hombres, porque esta zorra no hace las cosas a medias), sentada en el lavamanos con el vestido levantado y las piernas abiertas. Cuando entró, el cabrón se quedó mirándome como si no lo pudiera creer.
«¿Te asusté, papi?», le pregunté, pasando un dedo por mi pepa ya chorreando.
En vez de contestar, el muy salvaje me agarró de las piernas y me tiró contra la pared. Sentí el frío de los azulejos en las nalgas cuando me levantó como si pesara nada y me clavó su verga contra el vientre.
«Calladita te ves más bonita», me dijo mientras me mordía el cuello.
El hijueputa me besó como si no hubiera mañana, metiéndome la lengua hasta la garganta y apretándome las tetas con esas manos grandes que tanto me calentaban. Yo ya no aguantaba, le bajé el cierre y saqué ese pedazo de carne que llevaba meses imaginando.
Dios mío.
Más gruesa que mi muñeca y con una cabeza tan roja que parecía una manzana. No lo pensé dos veces: me la metí toda a la boca, ahogándome como pendeja pero sin parar. Escuché cómo juraba en español mientras le temblaban las piernas.
«Qué rica mamás, carajo… pero ahora te toca a ti», gruñó, y en un segundo me tenía boca abajo con las nalgas al aire, lamiéndome el culo como si fuera helado.
«¡Ayyy, papi, sííí!», gemía yo, agarrada del lavamanos mientras el muy animal me destrozaba a lengüetazos.
Cuando no pude más, me dio vuelta y me levantó otra vez, empotrándome contra la pared. Sin avisar, me metió la verga entera de un solo golpe. Grité como loca, pero el cabrón me tapó la boca con su mano mientras me cogía como si tuviera algo personal contra mi útero.
«¿Te gusta, putita? ¿Te gusta esta verga venezolana?», me preguntaba entre embestidas que hacían temblar la puerta del baño.
Lo único que atiné a decir fue: «Más duro, papi, rómpeme ese coño».
Y el muy salvaje obedeció.
Cambiamos de posición como tres veces: primero contra la pared, luego en el suelo con mis piernas sobre sus hombros (que por cierto, casi me partió en dos), y al final conmigo encima, montándolo como yegua en celo mientras él me apretaba las tetas y me miraba con esos ojos que parecían sacados de una novela turca.
«Voy a venirme, Bianka», dijo con la voz ronca.
«Adentro, papi, no me sacas ni muerta», le ordené, y el muy cabrón me llenó hasta que sentí cómo me chorreaba por los muslos.
Nos limpiamos con papel higiénico de esa mierda áspera que tiene la oficina, pero valió totalmente la pena. Cuando salimos del baño (separados, obvio), el muy huevón me pasó la mano por el culo y susurró: «Mañana mismo, mismo lugar».
Y pues obvio que fui. Y la semana siguiente también. Y ahora cada vez que puede, el pendejo me pide «reuniones de trabajo» en el baño. Mi novio ni sospecha (bendito sea su corazón de pollo), y yo aquí, ganándome el cielo siendo la puta favorita del venezolano.
Deja un comentario
Lo siento, debes estar conectado para publicar un comentario.